Cursaba noveno grado y ya había leído algunos discursos de Gaitán, inicio de mi herejía. También había escuchado a mi abuela decir, cuando mataron a Galán: «lo mataron, como a Gaitán». Por circunstancias de la vida, que no casualidad, llegó a mí el libro Bateman; una de sus autoras era Patricia Ariza.
Fotograma tomado del video de la canción El amanecer de Edson Velandia y Adriana Lizcano
Por Camilo Parra
Dedicada a los y las compañeras del equipo Columna Abierta / Incómodas
Es verdad lo que criticaba Carolina Sanín al inicio de las campañas presidenciales sobre el uso de palabras que, a veces, de tanto repetirlas pierden su significado. El tema “histórico”, por ejemplo, pierde su sentido cuando no hay gente que se identifique con él. Sin embargo, en cada elección vemos personas maravillosas que nos dejan marcada cada etapa con una palabra, con su apoyo, con una canción, con El amanecer. Este solo ejemplo, sumado a los multiversos de una posible vida de Petro como cafetero, campesino, minero, etc., nos hace sentir la confianza -que al fin y al cabo es lo importante- de que estamos del lado correcto de la historia, que este momento es efectivamente histórico, como lo será todo aquello que avancemos de aquí en adelante. Qué bonito será ver a la gente haciendo historia.
En la más reciente emisión de La Base, el programa radial que dirige y conduce Pablo Iglesias, otrora líder de la agrupación izquierdista Podemos, hubo un segmento dedicado a repasar los titulares con que la prensa escrita colombiana estaba dando cuenta del escenario de segunda vuelta presidencial, encontrándose un patrón común: el candidato Gustavo Petro se describe siempre como un “izquierdista”, pero el candidato Rodolfo Hernández, su opositor no solo en la contienda sino en el espectro ideológico, es descrito apenas con un ambiguo y tímido epíteto de “populista”.
Se preguntan entonces Iglesias y cía. qué se requiere para que alguien sea tildado de ultraderechista o fascista. ¿Que salga quizás expresando públicamente su admiración por Hitler? Pues el señor Rodolfo no solo se ha declarado admirador de Hitler sino que lo ha elevado a la categoría de “gran pensador alemán”. Pese a ello, para los medios tradicionales colombianos Rodolfo sigue siendo un “populista”, un “outsider”, un “antisistema” (¡!), un personaje chabacano y estrafalario, pero jamás un fascista o un ultraderechista. Pienso que esa actitud de “no es para tanto” ha sido lo que en nuestro país ha terminado por normalizar la violencia y sus apólogos.
“Ser madre no debería significar criar en solitario, quedarse encerrada en casa o renunciar a otros ámbitos de nuestra vida, y ser feminista no tendría que conllevar un menosprecio o una indiferencia respecto al hecho de ser mamá. ¿Por qué tenemos que elegir entre una “maternidad patriarcal”, sacrificada, o una “maternidad neoliberal”, subordinada al mercado?”.
Esther Vivas, Mamá desobediente.
La experiencia colectiva de las mujeres se ha desenvuelto en la directriz de la maternidad como rol y estereotipo. Desde niñas, recibimos bebés como regalos; en la adolescencia se nos refuerza esa idea de lograr, algún día, en la adultez, constituir una familia (por supuesto, la idea de familia conservadora heteronormativa) y lograr la felicidad desde esa imagen icónica de ser la mujer entregada, ejemplar y buena madre.
El feminicidio es el resultado de un conjunto sucesivo de actos violentos, conforme a lo que dice Patsilí Toledo en su libro Feminicidio, resultado de una investigación en México. El Estado y el victimario son los mayores protagonistas en los feminicidios; el victimario perpetua el crimen, lo realiza porque sabe que puede hacerlo, pero a su vez el feminicidio es una muestra de que el Estado no solo no ha cumplido su trabajo de garante de los derechos humanos de las mujeres sino que, por el contrario, nos ha vulnerado en la prevención, investigación y en la sanción de cualquier delito contra las nosotras.
«Aquí estamos sin armas y con los brazos abiertos, solo con nuestra magia». Gloria Anzaldúa.
Curanderas, parteras, yerbateras, mujeres de conocimiento, brujas. Mujeres de los tiempos antiguos y de estos tiempos quienes, a viva voz o desde el silencio impuesto, se han encargado de mantener encendido el fuego con el que se encanta y reencanta al mundo. Mujeres perseguidas y quemadas en las piras. Mujeres que hicieron frente a los embates coloniales y quienes desde las huacas andinas continuaron practicando su religión antigua. Mujeres que en las largas travesías desde África al “nuevo mundo” traían consigo los secretos para curar y resistir. Mujeres todas que legaron a sus linajes los conocimientos de las plantas, de los minerales, de la relación con la Pacha, con el cosmos.
El asunto es escribir y publicar, por el medio que sea. Ya sea en papel impreso, virtual, con editoriales o sin ellas. Eso es lo que permite que sepamos dónde estamos esas mujeres que escribimos. Suzanne Bioret
Quiero comenzar con una pregunta que seguramente ya se han hecho. Una pregunta que no busca tener respuesta pero que invita a detenernos para mirar la ausencia. Si les pregunto a las lectoras y lectores de este artículo cuáles son sus autores favoritos, ¿cuántas escritoras entrarían en los primeros lugares de su lista?
Al parecer, una buena parte del mundo sigue pensando que los problemas, los desencuentros, los disensos se resuelven a trancazos, a punta de golpe, yéndose a las manos. Los colombianos cargamos con la huella fatídica de asumir como hecho natural que las trompadas son la mejor manera de resolver nuestros asuntos. Como imagen mítica y un icono establecido se preserva el cuadro donde se retrata la gresca entre Pantaleón Santamaría contra José González Llorente, que representa lo sucedido aquel 20 de julio de 1810, fecha que marcó el punto de arranque de la gesta de independencia.
En este artículo pretendo hacer una interpelación al enfoque analítico sobre el trabajo de cuidado, el cual se viene instalando desde instituciones nacionales y organizaciones no gubernamentales cuando hacen referencia a la “economía del cuidado” como “una contribución del trabajo doméstico no remunerado de veinte puntos porcentuales (20%) en el PIB nacional”. Específicamente, esta mirada promueve la redistribución y reducción de este trabajo –a manos del Estado– porque constituye una recarga sobre las mujeres y/o los cuerpos feminizados, de modo que profundiza la dependencia económica y se fomenta la feminización de la pobreza. Si bien el análisis parte de una caracterización del problema que sitúa a la división (hetero)sexual del trabajo como el bastión del ordenamiento social, se centra en el acceso al dinero por parte de las mujeres y no sobre el lugar relacional que tiene el cuidado para el sostenimiento de la vida.
Incomodarse puede ser el primer paso para reconocer las violencias contra las mujeres, pues estas son naturalizadas en nuestra cultura; por ejemplo, socialmente no se considera como violación el acceso carnal violento de un hombre hacia su esposa, ya que, según el mandato patriarcal, las mujeres deben cumplir con los “deberes conyugales” y obedecer a la autoridad de los hombres. Enmascaramos las violencias como actos de demostración de amor; se romantizan los celos y el control, naturalizándose estos hechos dañinos, evitando el reconocimiento del peligro que representan para la vida de las mujeres, y justificando el ejercicio violento, incluso en los casos de feminicidios.