Por Karitto B.
“Ser madre no debería significar criar en solitario, quedarse encerrada en casa o renunciar a otros ámbitos de nuestra vida, y ser feminista no tendría que conllevar un menosprecio o una indiferencia respecto al hecho de ser mamá. ¿Por qué tenemos que elegir entre una “maternidad patriarcal”, sacrificada, o una “maternidad neoliberal”, subordinada al mercado?”.
Esther Vivas, Mamá desobediente.
La experiencia colectiva de las mujeres se ha desenvuelto en la directriz de la maternidad como rol y estereotipo. Desde niñas, recibimos bebés como regalos; en la adolescencia se nos refuerza esa idea de lograr, algún día, en la adultez, constituir una familia (por supuesto, la idea de familia conservadora heteronormativa) y lograr la felicidad desde esa imagen icónica de ser la mujer entregada, ejemplar y buena madre.
Resulta que muchas terminamos rompiendo esa línea esquemática de la maternidad impuesta. Fui una de esas madres adolescentes que no tenía definida la vida y… bueno, terminé enfrentándome a ese enorme reto de criar, en medio de señalamientos, exigencias sociales, familiares y autodemandas personales que me hacían sentir ese designio del “dolor”. (Dios como castigo le dijo a Eva: «Aumentaré tus dolores cuando tengas hijos, y con dolor los darás a luz. Pero tu deseo te llevará a tu marido, y él tendrá autoridad sobre ti»; Gén 3:16).
Ser buena madre implicaba el autosacrificio, entregarlo todo, asumir las tareas del cuidado en una sobrecarga, sin consideración y valoración alguna; porque ser madre es tener la obligación de cuidar la casa, lxs hijxs, la familia o ser la “superwoman” que, como lo expresa Esther Vivas, son las mujeres que compaginan el trabajo y la crianza configurando formas de sometimiento a un modelo económico que asienta sus bases en la explotación. Por supuesto, al patriarcado se le olvido que las mujeres debemos cuidarnos también y que esa idea de cuidar sin cuidarnos es una lógica de violencia estructural hacia las mujeres que ha estado anclada para cercenar nuestra autonomía.
Rebelarse a esos dictámenes, en esa búsqueda de conquistar la libertad sobre la construcción de nuestro proyecto de vida, ha tejido la reivindicación de maternar como decisión y no como obligación. Este debate y esta lucha política, propende que las mujeres decidan cuándo, cómo y con quién experimentar la maternidad. No obstante, existen maternidades que surgen en contextos donde la libertad está constreñida por diversos factores y que aún así, desde esas “soledades” se apalancan disputas y desafíos a esos cánones morales y culturales que buscan definirnos a su antojo como «malas madres».
Recuperar la maternidad como una acción política colectiva que tenga como pilar el cuidado no solo de los demás sino de nosotras mismas es un ejercicio de transformación social y personal que no es fácil. Diariamente, en la cotidianidad del criar está el amor, el error, la tristeza y el sacrificio como una de las manifestaciones recurrentes de los dilemas y contradicciones internas. Marcela Lagarde reflexiona sobre los conflictos internos de las mujeres, manifestando que “los antagonismos y paradojas que nacen del sincretismo de género nos marca a todas y a cada una”.
Esas confrontaciones internas marcan y reproducen ese mandato del dolor: somos supremamente severas con nosotras mismas y desaprender esas formas de las violencias en nuestras vidas y en el rol del ser madres, es criarnos también.
Somos esas madres que queremos transformar, encajar y desencajar en múltiples estereotipos, cuando lo que realmente queda es buscar piel adentro la forma propia de redescubrir esa autonomía perdida a la hora de criar, gestar la juntanza de maternidades, co-criar desde la diversidad, la pluralidad y subvertir la visión de explotación de la maternidad, para parirnos a sí mismas, mientras cuidamos.
Foto: Bethany Beck @ Unsplash
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