Por Ángela Martínez

A temprana edad, las mujeres aprendemos que hay ciertas cosas que nos están “prohibidas”, porque, en definitiva, hay cosas que “no son propias de las buenas mujeres”. Entre otras cosas, aprendimos que disfrutar del placer sexual era una cosa de hombres y que las mujeres que osaran tener una vida sexual libre no eran dignas de respeto y que podían, en consecuencia, ser tildadas de vagabundas, de zorras, de putas. Aprendimos también a no conocer el cuerpo, a sentirnos avergonzadas por nuestro ciclo menstrual, a no tocarnos porque es inmoral, a no mostrarnos porque provocamos, pero también a no taparnos, porque entonces seremos mojigatas.

Aprendimos que por ser mujeres debíamos parir, pero también que parir demasiado no está bien, y que decidir no parir es una transgresión a nuestra naturaleza; aprendimos que para decidir cuándo y cómo parir, o simplemente no parir, necesitamos permiso, porque también aprendimos que el cuerpo en el que habitamos no es nuestro y que, entonces, cualquier persona, incluso el estado, puede decidir sobre él. Así, aprendimos cómo vestirnos para no parecer putas, pero tampoco puritanas, aprendimos cómo se comportan las mujercitas, cómo hablan y cómo sienten, y aprendimos que la agresión sexual es culpa de las mujeres por no saber cómo comportarse.

Aprendimos que por ser mujeres debíamos parir, pero también que parir demasiado no está bien, y que decidir no parir es una transgresión a nuestra naturaleza; aprendimos que para decidir cuándo y cómo parir, o simplemente no parir, necesitamos permiso, porque también aprendimos que el cuerpo en el que habitamos no es nuestro

Aprendimos que los métodos anticonceptivos solo se usan por mujeres casadas, o con pareja estable, y que necesitamos autorización para usarlos, y que a temprana edad es mejor esperar por si no estamos seguras; aprendimos que los exámenes médicos solo se hacen cuando estamos enfermas y que sólo si tenemos pareja podemos conformar una familia y aprendimos también, que hay que ser buenas para conseguir marido.

Lo que muchas no sabíamos es que esas prohibiciones y aprendizajes se construyen en un sistema patriarcal basado en roles, imaginarios y representaciones de género que impone a hombres y mujeres un lugar específico, en virtud de un modelo hegemónico dominante atravesado no solo por el sexo biológico, sino por intereses de raza y de clase, que exige determinados comportamientos en los seres humanos de tal forma que respondan, de la manera más cercana posible, a ese modelo.

Al respecto, los movimientos feministas alrededor del mundo, en diversos momentos históricos y contextos, han hecho un gran trabajo: cuestionar. Ese punto de partida ha sido siempre esencial para incomodar al sistema patriarcal, pero también para remover las fibras de la cotidianidad en la que las mujeres desarrollan sus proyectos vitales. Y es justamente en esa labor de cuestionar que ha sido posible el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos como derechos humanos, de los cuales también gozamos las mujeres.

Así se indica, entre otros, en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; en la Convención para la Eliminación de todas las formas de discriminación contra las mujeres; en la Convención para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres y en muchos otros convenios y tratados internacionales de obligatorio cumplimiento para Colombia. Además, los derechos sexuales y los derechos reproductivos se integran al derecho colombiano de diversas formas, bajo un amplísimo catálogo de derechos, entre los que se encuentran, por una parte, los derechos sexuales, que vinculan el derecho a tener una vida sexual libre y segura, pero además gozar del placer sexual como una cuestión natural; el derecho a decidir si se quiere o no tener relaciones sexuales, cuando y con quien; el derecho a expresar libremente y sin discriminación alguna la orientación sexual y la identidad de género; el derecho a la intimidad sexual y la reserva de información relacionada con nuestra sexualidad, en todos los ámbitos; el derecho a acceder a los servicios de salud sexual y reproductiva; el derecho a recibir información veraz y oportuna sobre los servicios de salud sexual y reproductiva.

Por su parte, en el marco de los derechos reproductivos, se encuentra la autonomía reproductiva, que vincula el derecho a decidir si se quiere o no tener hijos, cuántos y en qué intervalos; el derecho a acceder a métodos anticonceptivos, a partir de la información suficiente sobre la disponibilidad de cada uno que permita realizar una elección libre acorde a los intereses y necesidades; el derecho a decidir si se quiere o no conformar una familia; el derecho a una atención sin violencias antes, durante y después de la gestación; el derecho al aborto y la interrupción del embarazo.

En general, este conjunto de derechos se orientan a garantizar el bienestar físico, mental y social de cada persona, de tal manera que pueda desarrollar su proyecto de vida de manera libre y segura, en virtud del respeto por la vida y la dignidad humana.

No obstante, esto no es tan fácil para las mujeres pues, pese al reconocimiento legal de los derechos, nos vemos forzadas a lidiar con los prejuicios que aun sostiene el sistema patriarcal y que han sido aprendidos y replicados por decenios, lo que nos obliga a batallar para ejercer nuestros derechos, bajo el entendido que no todas contamos con óptimas condiciones para ejercerlos, ni reclamarlos. En el establecimiento de obstáculos a esos derechos, estructuras como los sistemas de salud, la educación y el derecho han jugado un papel fundamental, pues lejos de reivindicar a las mujeres como sujetas titulares de los derechos sexuales y reproductivos, se nos trata como ciudadanas de segunda categoría a quienes el Estado nos hace el favor de prestarnos un servicio, cuestión que es aún más compleja por las barreras sociales que orientan los imaginarios de género y que incluso, nosotras, llevamos a cuestas.

Por lo tanto, significar esos derechos ha implicado, para muchas, dejar de sentirnos culpables, malas, sin merecimiento; ha implicado vivirnos, desde la experiencia más íntima, como sujetas vivas, capaces e independientes. Nos ha costado romper lazos, sufrir violencias, escuchar insultos. Nos ha retado a vernos al espejo y sentirnos orgullosas de quienes somos, porque ha sido nuestra decisión; ha supuesto expresar que existen cuestiones que necesitan transformarse y que habrá que apostar por nosotras mismas; ha implicado descubrir que el ejercicio de una sexualidad libre y placentera, no significa la cosificación sexual de nuestros cuerpos, ni supone el ejercicio irresponsable, cuando deriva de una decisión consciente y libre y una vivencia que supera el cuerpo. Pero esos retos no nos atemorizan; al contrario, nos acompañamos unas a otras con valentía, porque hemos decidido gritarle al mundo que esos derechos son nuestros y que no descansaremos hasta hacerlos una realidad.

Foto: Womanizer Toys @ Unsplash


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