Foto de la República de la Isla de las Rosas

Por David Paredes

1.

En mayo de 1968 por fin tomó forma el proyecto de Giorgio Rosa, ingeniero italiano empeñado en construir un Estado independiente en aguas del mar Adriático. Después de edificar una isla de acero, y en nombre del Derecho de libre autodeterminación de los pueblos, Rosa declaró su independencia y empezó con las gestiones para conseguir el reconocimiento y la legitimidad de la llamada Isla de las Rosas, para lo cual llevó su solicitud hasta el Concejo de las Naciones Unidas.

Lo que parecía un intento quijotesco se tornó peligroso para las autoridades civiles de Italia cuando dejó de ser individual. No eran pocas ni las personas que frecuentaban la isla ni aquellas que solicitaron la nacionalidad tras enterarse de que aquel territorio de cuatrocientos metros cuadrados era un país independiente, con su propio idioma, su emisora y la holgazanería entendida como derecho fundamental. Sin embargo, hasta este punto no es claro por qué se alarmaron las autoridades italianas, pero tampoco era requisito que existieran muchos motivos para que esas mismas autoridades desplegaran el gran operativo militar con el que destruyeron la isla. ¿Qué podía suceder si un puñado de ciudadanos decidía pasar una temporada –o quedarse a vivir– en ella? ¿A quién podía afectarle el robustecimiento y la propagación de un símbolo contracultural?

2.

Aunque las constituciones de los países incluyen declaraciones muy enfáticas al respecto, la autonomía sigue siendo un proceso difuso. De esto dan cuenta Palestina y El Tíbet, el Sahara Occidental y las repúblicas independientes de Ucrania, y Puerto Rico, y todos los “territorios no autónomos”, y los países subyugados, los “patios traseros” de potencias imperiales, o el Brexit, que fue, fundamentalmente, el inicio y el nudo de una historia signada por la búsqueda de autonomía.

La bandera del independentismo ondea a la vista de todos. La bajan o la incineran aquí y en seguida alguien la iza en otro lugar, con otros colores; reaparecen el cansancio y el deseo de diferir, probar y refundar, intrincados con la posibilidad de dignificar la vida, validar interpretaciones y ejercer otras formas de soberanía individual y comunitaria. Aparece, mejor dicho, una y otra vez, el deseo de autodeterminarse. Y las sanciones no se hacen esperar, aunque es importante advertir que los sectores reaccionarios y las “autoridades” no reprimen con igual severidad a todos los proyectos de emancipación. Aquellos que no son congruentes con el paradigma neoliberal, suelen ser llamados “utopías” (prácticas descolonizadoras, modelos propios de salud, de agroecología, de economía solidaria y distribución equitativa, etcétera), mientras lo real y lo sensato es –se suele decir– someterse a la inercia del neoliberalismo.

3.

En los años setenta, Friedrich von Hayek y otros teóricos del modelo neoliberal pasaron de afirmar que este era un modelo conveniente a dar por hecho que, además, era ineludible, que todos los países iban a adoptarlo, que lo pondrían a funcionar perfectamente para bien de todos y que toda desviación de ese destino irrefrenable era un retorno a la barbarie. Como otros, guiados también por las ideas de Adam Smith, Milton Friedman estaba seguro de que las sociedades alcanzarían la armonía perdurable en un ambiente de competencia; cada sujeto encontraría un lugar que lo llevaría a buscar el bienestar individual y este, a su vez, redundaría “lógicamente” en bienestar para la sociedad. Friedman no contaba con que la ilusión se iría al traste por la aparición de economías sumergidas y fenómenos como los “paraísos fiscales” o el narcotráfico. De modo que no bastó con hacer predicciones tan categóricas para que el neoliberalismo se convirtiera en una máquina perfecta.

Autores como Pierre Bourdieu, Norbert Lechner y Franz Hinkelammert (cuyos aportes aparecen sintetizados en el artículo La utopía neoliberal y sus críticos, de Jorge Vergara) han puesto en evidencia la inviabilidad del proyecto neoliberal, pues, en la práctica, no contribuye a la organización social o al buen funcionamiento de las instituciones; no facilita la integración porque aumenta la desigualdad sin posibilidades de distribuir los beneficios; los acumuladores no crean suficientes puestos de trabajo (es más: los reducen deliberadamente para minimizar costos e incrementar su ganancia, o celebran contratos internacionales que rompen las cadenas de abastecimiento local), propician la sobreexplotación y, en general, el uso indiscriminado de recursos.

Incluso Patri Friedman, nieto del propio Milton Friedman, parece haber reconocido que un sistema neoliberal requiere condiciones diferentes a las que se puede encontrar en cualquiera de los países del mundo, condiciones que ni los gobiernos asociados con organismos como el Fondo Monetario Internacional han sido capaces de crear; y si han podido crearlas no han logrado expandir su rango de influencia; y si de alguna manera han logrado llevarlo a otros países no han podido sostenerlo, en parte por la emergencia de otras formas de organización social, pero también por el desafuero de los acumuladores y por la finitud de materias primas.

En fin. Si se quiere llamar “utopía” a aquello que sólo funciona en teoría y que, como dice Vergara, es “un proyecto irrealizable, aun cuando todos estuvieran de acuerdo en intentar ponerlo en práctica”, el neoliberalismo es una gran utopía.

4.

En lugar de dirigir sus cuestionamientos al modelo, los empresarios como Patri Friedman insisten en que es preciso prescindir por completo del Estado, pues lo señalan como un obstáculo en la senda del desarrollo. De hecho, hace poco más de una década, Friedman y un puñado de socios se empeñaron en construir una isla flotante (Artisanópolis, cuya construcción iba a empezar en el año 2020, desempolvando, quién lo creyera, la idea de Giorgio Rosa), autónoma y presuntamente sostenible, propicia para el ejercicio de una democracia directa y para la competencia perfecta que preconizó el abuelo de Patri. El proyecto sigue en ciernes, pero ha inspirado a jóvenes empresarios como los dueños del Satoshi, crucero que en vano quisieron convertir en territorio libre, desnacionalizado, en aguas cercanas a Panamá.

Tras las aventuras de estos “anarcocapitalistas” subyace un proyecto publicitario que postula al empresario como el único que goza de legitimidad para forjar su autonomía. Mejor dicho: bajo este paradigma, la persona que tiene derecho a emanciparse, a construir las condiciones de su autodeterminación y, por tanto, a hacer valer plenamente sus derechos, es el empresario. Llegado el caso, no hay precepto ni prisión que lo priven de la posibilidad de elegir. Es un adalid del progreso, una figura moralizadora y un visionario que propone solucionar los problemas del neoliberalismo con algo todavía más neoliberal. En cuanto a los demás, ¿tenemos derecho a la autonomía? ¿Podemos pretender autodeterminarnos quienes, porque no nos interesa o por falta de pericia o de condiciones externas, no cabemos en el molde estandarizado del éxito? ¿Puede alguien renunciar al supuesto progreso y a la violencia de la ilusión neoliberal?

Desgarrados entre el emprendedurismo y la tradición, los capataces se preguntan quiénes se creen las personas que no quieren utilizar semillas “mejoradas” ni agrotóxicos en sus chagras; quiénes se creen los pueblos indígenas para hacerse cargo de sus territorios y para exigir que sean respetadas sus formas de organización, administración y justicia. Etcétera. Los cardenales del neoliberalismo esgrimen el mismo chantaje para quienes incurren en la osadía de procurar otros modelos económicos y otras formas de relación (entre personas, entre grupos, entre la humanidad y el entorno): “Está bien. ¿Quieren autonomía? Son libres de ejercerla. Háganlo, pero entonces entrarán en nuestra lista de enemigos y han de elegir entre el exilio y el calvario”.


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