Por César M. Junca R.

Los discursos del Presidente Gustavo Petro el 1 de mayo de 2023 pueden ser entendidos como una revisión de sus primeros nueve meses del gobierno. Ese día, horas antes de su discurso a los trabajadores desde el balcón, se posesionaron los ministros del Interior, de Telecomunicaciones, de Ciencia, de Hacienda, de Salud, de Agricultura y de Transporte para seguir con el proceso de transformación con fuerzas políticas más cercanas al Gobierno. Hay un nuevo impulso a la dinámica del cambio, se abre otro momento. ¿Qué contiene esta revisión y este nuevo momento?

Primero, reafirmar que el proyecto político actual es producto de una alianza entre el Gobierno y los trabajadores, que la transformación de la sociedad es a partir de ella. Esta propuesta no es un «embeleco» que surge de la nada, sino que es parte de la solución a la historia trunca del país. La historia de un «país político», como decía Gaitán, que optó por no cambiar las relaciones económicas existentes, centradas en la explotación amplia y profunda, para llevar al «país nacional» a la guerra (esa Violencia del siglo XX).

Hace un siglo, las oligarquías del «país político» lograron mantener la inercia de sus guerras como forma de dirimir sus conflictos internos, llevando a los campesinos y a los trabajadores, el «país nacional», a matarse como expresión de la lucha política de la oligarquía. ¡Peleas entre señores de la guerra hechas con el cuerpo de los pobres!

Ahora, ese vetusto país oligárquico vuelve a amenazar: que no se puede tocar la infame forma de trabajo; que no se debe transformar el sistema de muerte, que ellos llaman de salud; que el negociado con las pensiones de los trabajadores es un asunto sagrado; y la concentración y mal uso de la tierra es un don divino. Repetir la historia del siglo XX como farsa, como comedia. Otra vez, los violentos señalan a los demás de promover la violencia si no se mantienen las relaciones de explotación y de empobrecimiento que buscan perpetuar sin cuestionamiento alguno. Se arrebatan con furia cuando su modo de vida es puesto en cuestión, cuando sus víctimas quieren hacer un país diferente. ¡Ah, gentes de bien que guían al país, siempre con miedo y con desagrado hacia las mayorías con que conviven y a las que explotan!

Y, sin embargo, la propuesta del Gobierno es fundamentalmente liberal y, por ello, se opone al neo-liberalismo imperante en el país, pero no pone en duda, ni busca sacar al país de la égida del capital. Ese «país político» teme al liberalismo, a que la gente pueda tener

libertad general, para todo el pueblo, para toda la sociedad; alcanzar libertades es la esencia de la democracia y en mi opinión es la esencia del ser humano, desde que puso pie en esta tierra, el ser humano hace un millón de años lucha por la libertad; una lucha que avanza, que retrocede, una lucha permanente por pueblos más libres.

Presidencia de la República de Colombia

Es terrible para ese «país político» que las personas puedan comprar y vender según una regulación del mercado; le gusta, de manera cuasi religiosa, por el contrario, que ese mercado regule las relaciones sociales y, por lo tanto, defina cómo la mayoría participa en la dinámica propia del capital: la compra y la venta de mercancías.

El Gobierno busca que el «país nacional» pueda, por medio de la inclusión en un mercado regulado, comprar la satisfacción de sus necesidades, participar en la dinámica mercantil del capital. Darle de comer al Capital con el trabajo y el consumo de las mayorías pobres es una locura para la oligarquía del país. Para ella, esos pobres no son iguales ni libres, sino que deben existir en cuanto «sirvientes» o casi esclavos, condenados a la bondad de los ricos del país. A esa clase le gusta ese orden que le garantiza la libertad de hacer y deshacer con los demás. Para ella, por lo tanto, esa alianza entre un gobierno y los trabajadores es un exabrupto que rompe el orden de las cosas: la alianza del gobierno con los ricos oligarcas, el Gobierno y el Estado en función de los terratenientes, de los grandes comerciantes e industriales y de los banqueros: el «país político». Un país para unos pocos: tierra para unos pocos, salud para unos pocos, trabajadores para unos pocos y pensión para unos pocos. ¡Un país al tamaño de su amaño!

Ese cambio, que sea un país para que todos puedan comprar y no solo malvenderse según unas reglas establecidas por el mercado, genera horror en la clase oligárquica. Se acaba la realidad imperante si el país entra al capitalismo liberal. Ese es el tamaño del cambio del Gobierno que hace que los cimientos del «país político» tiemblen y que ese «país» vocifere que hay inseguridad, desconfianza, incertidumbre y caos.

La alianza Gobierno – trabajadores pone el azadón en el surco:

La tierra es para quien la trabaja. La tierra tiene una función social, la tierra tiene una función ambiental, la tierra no es para un grupo de herederos de los feudales, de los esclavistas que la tienen por tenerla, como si fuera un símbolo de poder. Que la defienden matando al humilde contratando ejércitos privados y que no cumplen la función social de ponerla a trabajar para que se cultiven los alimentos que un pueblo hambriento hoy necesita a como dé lugar.

Presidencia de la República de Colombia

Esta alianza está en las calles, en los tumultos, en las marchas, en los quilombos, en los combos, en los parches y en las juntanzas de los que no forman parte de ese «país político», pero que están andando para que el cambio les permita construir un país para todos. Una alianza que no viene desde el gobierno, sino que permitió que este Gobierno exista. Entonces, la alianza es un ejercicio que requiere que el Gobierno le cumpla a la gente que salió y seguirá saliendo a la calle. ¡No es el Gobierno el que cita a la calle, es la calle la que conmina al Gobierno!

Para que el Gobierno cumpla con este pacto histórico el pueblo debe seguir en las calles y volver, una vez y otra vez, a conminarlo y a mostrarle al «país político» que la calle es el lugar de la política y no los clubes, ni las haciendas, ni los bancos, ni los centros comerciales, ni las iglesias, ni los restaurantes donde se negocian la vida, los kilos y las coimas. Entonces, las calles se tendrían que llenar de la alegría de la vida, aunque para unos pocos sean terror a la gente; se llenan de esperanza aunque para otros sean inseguridad; se transitan con baile y esperanza aunque para otros sean pesadilla e incertidumbre.


Segundo, en desenvolvimiento de esa alianza, el Gobierno presenta los cambios que los trabajadores requieren a la forma en que se «presta el servicio de atención a la salud», la reforma del modelo de salud negociado hace treinta años; cambios a la forma en que los fondos privados de pensiones se lucran a costa del futuro de los trabajadores, la reforma pensional que no tiene recursos para atender la vejez de los colombianos; cambios a la forma en que el trabajo en Colombia es des-regulado, la reforma a un modo de relación laboral que ha puesto a la vida concreta de los trabajadores en precariedad para garantizar la mezquindad propia de los patronos, eso que ellos llaman crecimiento económico que es el aumento de sus ganancias; y cambios a la forma de propiedad de la tierra que se concentra y utiliza mal bajo el poder de la furia y la violencia del «país político».

La suma de esos cambios de forma, de reformas, es un pequeño paso inicial que podría ir hacia un cambio profundo, de sustancia, de raíz, radical de las relaciones sociales; es un pasito necesario para poder avanzar hacia la revolución aplazada. Pero esa revolución no es la suma de reformas, por muy importantes y necesarias que sean, sino que la revolución es la modificación radical, profunda, de la vida en el país, transformación. Más temprano que tarde, la dinámica del cambio debe llegar a dar pasos hondos hacia la revolución porque es evidente que los problemas del país son profundos, tienen sus raíces en el modo de producción de la vida económica, social y política que se ha ido manteniendo sobre la opresión de muchos y el beneficio para unos muy pocos.

Hablar de revolución es una aporía cuando se trata de una serie de reformas. Muchos cambios de forma no modifican la sustancia, son solamente reformas, pero no es transformación. Sin embargo, en el contexto nacional, realizar reformas al modo ominoso de vida se le llama, antes y ahora, revolución y, con ello, con esa mención, se aviva la crispación de la oligarquía que cree que cambios de forma que busquen un menor agravio están fuera de sitio, porque para ella nada hay que cambiar, no se necesitan ni siquiera modificaciones de forma. Que si algo cambia es para profundizar el modo de sometimiento y de despojo, de explotación y de empobrecimiento, y que no se pongan en cuestión las bases de relaciones sociales basadas en el privilegio de unos pocos sobre las mayorías.

Decir que los recursos económicos de todos los colombianos para la atención en salud sean manejados por una entidad pública, cuya función sea la vida y no la renta, es un absurdo, es un despropósito que va a llevar al derrumbe el modelo de salud existente (que es una máquina de muerte). Eso, para la oligarquía, no es imaginable porque el modelo de atención sanitaria debe continuar bajo las garras del sector financiero para su lucro privado.

La razón es porque sí, porque así es el modelo que se impuso, se mantuvo y se consolidó y como ya existe, no puede cambiarse, debe continuar. Y esa razón, como suele suceder con el capital, es irracional, es una razón impuesta por la fuerza, por su fuerza y su violencia. Porque el dinero de la salud que se le entrega al sector financiero logra que las empresas tengan ganancias y beneficios, y esa es la única verdad todopoderosa del capital.

Las mediciones cuantitativas y cualitativas de la atención en salud son precarias y solo muestran avances cuando de cobros se trata (afiliación, pagos y copagos) en función de ampliar la ganancia empresarial. Ni siquiera en uno de los elementos centrales del negocio, que sería la sostenibilidad financiera, el modelo de salud privatizado da resultado, los empresarios viven, como vampiros, de los dineros de los colombianos que el Estado les gira por el régimen subsidiado. El modelo de salud es un saco roto que llena los bolsillos del sector financiero con el dinero de los más pobres.

Hablar de que a los trabajadores asalariados se les reconozca que la jornada laboral es una y que tiene un precio y, además, que el tiempo trabajado por encima de esa jornada se le llame «hora extra» (aquel esperpento que desapareció del país) y que tenga un precio mayor es un asalto al bolsillo de los patronos, el único lugar sagrado de nuestra sociedad. Tocar la relación de trabajo en el país es de alta peligrosidad porque supone que hay una relación formal, legal entre trabajadores y empleadores en medio de un país sembrado con el abuso, la explotación y el vejamen de los poderosos sobre los trabajadores, es darle una mínima condición de igualdad formal a los trabajadores y a los empleadores mediada por un contrato regulado por la sociedad y no por el mercado, es un acto de revancha de los trabajadores, de «igualados» como dice la oligarquía cuando el pueblo logra imponer algún reconocimiento a sus derechos: «indios igualados», vociferan desencajados.

Sin embargo, esa reforma para otro tipo de trabajo en el país pone en pie de lucha al «país político» que ve temblar la estabilidad social, la ganancia es incierta y el sometimiento se cuestiona. Tamaña anarquía pone en riesgo los procesos de exclusión, de empobrecimiento, de explotación y de enajenación que permite que vuelen felices las inversiones para venir a engordar en este paraíso de la flexibilidad laboral.

Pero otro grupo de trabajadores colombianos tiene relaciones laborales con las menores garantías legales: trabajan a destajo y sin contrato estable con un vínculo débil con el empleador. Son aquellos «trabajadores por cuenta propia», esa cosa rara que se contrata a sí mismo y que es responsable de su propia desgracia, ese trabajador que, por obra y gracia de la legislación actual, es al mismo tiempo su empleador y que no tienen jornadas de trabajo, sino trabajo por logros, por productos, al destajo, que presta servicios, y que, por lo tanto, la jornada de trabajo no tiene tiempo ni «horas extras», solo entrega productos de todo tipo.

Otros más, la gran mayoría, no se reconocen como trabajadores porque, sumidos en la pobreza, se consideran libres para venderse como «rebuscadores», esa forma vergonzosa que hace del más pobre entre los pobres «microempresarios» de sus minutos, de su cuerpo, de su destino, de su fuerza de trabajo y de su bendita desgracia: millones de empobrecidos que, gracias al proceso de dominación social, se enajenan como emprendedores rebuscadores de su miseria, se hermanan con el explotador en la figura lesiva de «gestor de su proyecto de vida».

Millones de enajenados de su propia existencia, sometidos en la profundidad del ultraje que se ha impuesto como sociedad, no se ven como trabajadores porque su tiempo no es vendido como fuerza de trabajo, sino que ellos se venden como «un todo mercantil», son una cosa preciada para la economía nacional, son mercancía que se vende toda ella. Esclavos que se mantienen a sí mismos, son libres para alimentarse a sí mismos y mancillarse a sí mismos, y que, para mayor beneficio del amo, se venden comprando sus propias cadenas.

Esa sociedad impúdica, que explota a millones de trabajadores devenidos libres para esclavizarse al mercado de los señores de poder, el «país político» se raja las vestiduras (ropas que tienen el mismo precio de un año de trabajado esclavo) porque se osa ponerle coto al oprobio humano y hacerlo llegar a la explotación capitalista por medio un trabajo asalariado, regulado legalmente, que le garantice al trabajador un pago decente, unos derechos laborales, sociales y políticos que suenan a ofensa para la sociedad de señores del despojo que se hizo dueña del país.

Si las reformas de salud y de trabajo llevan al «país político» más allá de la desesperación y de la angustia porque el paraíso en que ha vivido pareciera que se va a derrumbar, la situación se vuelve más agresiva cuando se aborda el asunto de la tenencia y del mal uso de la tierra, aparecen los fantasmas que recorren las calles y las veredas que los lleva a los más absurdos señalamientos: se va a acabar con la santa propiedad privada, se van a perseguir las tierras bien (y sobre todo mal) habidas y se va a dejar sin sustento a las gentes de bien del país (que resultan ser las únicas que caben).

La tierra, que ha estado bajo el control de los señores herederos de los privilegios reales de la colonia, no puede ser distribuida de manera justa en las manos de quienes la trabajan, sino que debe quedar intocable como ostentación grosera de la desigual forma de vida en el país. Tierras ociosas para que los patrones las recorran y la extiendan, derecho divino de posesión que les hace creer que los campesinos son parte de sus bienes, son seres o cosas a su servicio, para sus gustos, para sus compasiones, para desplegar su bondad.

Cuando se presenta una reforma agraria, esas «cosas» se les aparecen como personas que tienen el derecho a ser propietarios de la tierra que trabajan, que los trabajadores campesinos tienen que ser dueños de los medios que garantizan la vida, se les aparecen como una amenaza a la relación social que los pone como señores y a los otros como siervos, que los pone como amos y a los otros como esclavos, que los pone como patrones y a los otros como empleados.

Porque el principal conflicto político y social del país está vinculado con la tenencia de la tierra y cada vez que se menciona la reforma agraria, los señores del poder se hinchan de miedo y se disponen a defender sus privilegios, dispensan temores, mueven ejércitos y prodigan gritos, sus dineros pagan mensajeros y sicarios, abogados y notarios y, así, el país se va tachonando de sangre, de huérfanos, de viudas y de deudos. Mandan a callar, repiten sus sermones y avivan los odios de los cercanos, se hacen un solo cuerpo para que sus tierras no se toquen mientras socavan la posesión de los campesinos que, desplazados por su democracia, van abriendo monte para poder sobrevivir.

La reforma agraria del Gobierno busca, con los dineros de todos, comprar las tierras a los despojadores de la nación, con el presupuesto de todos pagar la tierra expropiada por unos y a eso el «país político» lo llama persecución y expropiación, lo llama violencia. Esa clase social señala a la víctima de violenta y al despojado de invasor, al hambreado de ambicioso y al solidario de egoísta. Hace aparecer sus más profundos principios como pecados del otro para que cuando sus intereses, sus bienes, sus ganancias y sus rentas son puestas en cuestión, surjan, por arte del sentido común, las razones para señalar, arrasar y exterminar a los campesinos expropiados.

El Gobierno comienza la propuesta de las reformas necesarias para que las condiciones de los trabajadores se modifiquen un poco, se avance en el reconocimiento de los derechos y se puedan ir creando la transformación radical de la vida común. Esa transformación se inicia, pero no termina ni es suficiente con las reformas. Esa transformación se inicia con las reformas, las reformas concretan la alianza del gobierno con los trabajadores.

El gobierno va comenzando y, ahora, se relanza respondiendo a la movilización que el pueblo trabajador le pide, la transformación es posible porque las calles se llenan con «un pueblo al que han condenado a una de las mayores desigualdades sociales de la Tierra, pues obviamente tiene que tener muchísimas necesidades fundamentales insatisfechas». Es ese pueblo el que le pide al Gobierno que llene las calles, sin calles llenas las reformas no se harán transformación profunda.


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