Por César Junca R.

No todos vemos ni vivimos en el mismo país. Mientras unos seguimos construyendo un país donde la vida y la justicia social sean horizonte necesario, otros andan con angustia, terror e incertidumbre porque la guerra finaliza y sus ventajas se ponen en cuestión. Mientras el país puede hacerse para y con las mayorías, la minoría está difundiendo sus temores como necesidad democrática. En las últimas ediciones de la revista Semana hemos leído la preocupación del «país político» de que se rompa la división de poderes que conforman su Estado, la alerta sobre un Gobierno que busca imponer un «régimen dictatorial» y atacar a su democracia. Analistas dicen una y otra vez que «las instituciones, todas, quedan en alerta y deben defender la institucionalidad y la democracia» cada vez que «su majestad» arremete.

Defender su democracia es defender la institucionalidad de sus instituciones. Esa es la expresión más elaborada de la idea de su democracia, una en que las formas hacen al contenido, o en que lo abstracto hace a la realidad, o en que la institucionalidad de las instituciones hace a la democracia.

En Colombia ya conocemos eso del valor de las instituciones en la democracia. El 6 de noviembre de 1985, el Gobierno del presidente Belisario Betancur asesinó a los magistrados de la Corte Suprema para defender a las instituciones y, por añadidura, a la democracia. Un país en el que las personas, en ese caso los magistrados, están a merced de la institución, en ese caso la Corte Suprema. El mundo al revés: hay que matar a los magistrados para defender las instituciones, porque esas instituciones están por encima de la vida, los seres humanos estamos en función de las cosas, somos su extensión. La vida de las cosas es más importante que la de las personas.

Si los poderes divididos están en equilibrio, hay democracia. Aunque las condiciones en que esa democracia, ese equilibrio y esa división se realicen sea bajo el poder único, indivisible y omnímodo del capital y de su personificación: los capitalistas. Poder concentrado en la realidad, que copa y une los poderes abstractos, de forma y de derecho, del Estado. Estado que está en función de los intereses de los pocos enriquecidos y en menoscabo de la vida de las mayorías empobrecidas. Un Estado, una democracia, unos poderes y unas instituciones para unos pocos. En la división formal de los poderes del Estado capitalista reside la seguridad de esa democracia del «país político» y cuando el equilibrio de sus poderes es puesto en riesgo, saltan todos los temores.

Nos dicen que las formas liberales y burguesas de relación son democracia, que lo democrático está en la división formal de poderes que, de hecho, garantiza el poder definitivo, incuestionable, compacto y eterno del capital. Entonces, el mantenimiento, de hecho y de derecho, de relaciones de explotación se logra con el principio de división del poder soberano del capital en los poderes de su Estado y de su división de clases en función de una misma y única explotación. En la figura de la división de poderes, reside la democracia que expresa la indivisibilidad del control de la clase burguesa sobre su Estado. Cuando esa unidad de clase no está garantizada, gracias a su control tradicional sobre sus poderes, entonces hay peligro de que se pierda la unidad/divisible del poder del capital y de su Estado.

Cuando, como sucede actualmente en Colombia, el «país político» no controla la totalidad de sus «instituciones», que forman los poderes de su Estado, el pánico crece: se corre el riesgo de que la unidad, basada en el equilibrio de esos (sus) poderes, se pierda. Es decir, que cuando el «país político», como clase, no maneja ni controla sus instituciones, hace que se movilicen sus instituciones —que aún tiene bajo su poder— para mantener su institucionalidad, su democracia y su Estado.

Aquí, en Colombia, no estamos en riesgo de que se rompa el equilibrio de poderes del Estado oligárquico, sino que se rompió el acaparamiento total de las instituciones públicas por parte del «país político»: terratenientes, grandes comerciantes, industriales y banqueros que garantizan ese equilibrio, el suyo. Hay un desequilibrio en el poder tradicional porque parece que el Gobierno no responde, sin chistar, a los intereses del «país político», lo que, por el contrario, sí siguen haciendo, al unísono, su Congreso y sus Cortes.

Lo que hay en Colombia es un «cuerpo extraño» en la arquitectura democrática del «país político»: un Gobierno que quiere atender las necesidades de las mayorías y eso es insostenible para la oligarquía. Pero ese Gobierno nunca ha dicho que la satisfacción de los derechos de las mayorías, cumpliendo con la Constitución del «país político», se hará en contra de los intereses del capital y su encarnación, los capitalistas. Ni hace falta que lo diga; el solo atrevimiento de su existencia desequilibra el acaparamiento del Estado y hace aparecer los temores de que su democracia está en riesgo.

Atendiendo a ese temor, la oligarquía responde como sabe hacerlo: recuperando su «talante y tradición democrática». Entonces, rodea al Gobierno para que mantenga el orden establecido. Las diferentes castas se unen para denunciar, por todos los canales posibles: públicos y privados, gubernamentales, legislativos y judiciales, medios de desinformación y redes antisociales, el carácter antidemocrático, el desconocimiento del orden constitucional, la afrenta a la vida republicana y el despropósito histórico de que el Gobierno ponga en cuestión el buen juicio de sus asociados en el Estado, los oligarcas que están enquistados en las instituciones de los otros poderes.

Los demócratas del «país político», en su profunda preocupación, han decidido abrazar al Gobierno para asfixiarlo, hacerlo entrar en razón y mostrarle qué debe hacer, a sabiendas de que no podrán lograrlo porque no quieren que eso suceda: no quieren que ese Gobierno les obedezca, sino que requieren extirpar el «cuerpo extraño» y, por lo tanto, necesitan expulsarlo de su Estado y de su democracia y, con ello, restablecer la armonía y el equilibrio de su presencia en los poderes, seguir copando las instituciones de su Estado: volver a su forma tradicional de democracia.

Para ese retorno a la democracia, el «país político» viene llevando a cabo un proceso amplio, continuo y sistemático de oposición que busca socavar la existencia del Gobierno y, con ello, restaurar su libertad, su orden y su tradición democrática. Es una oposición que se presenta con diferentes ropajes: objetividad, experiencia técnica, administración pública, bienestar nacional, desarrollo amplio, inversión extrajera y crecimiento económico, pero que tiene unas formas fundamentales: la histeria colectiva, la cólera irrefrenable, el terror continuo y la angustia profunda. Es una oposición que difunde su crispación ideológica como preocupación colectiva y, en su continua repetición mediática, pretende impostar la realidad con sus pesadillas.

Entonces tenemos una situación —creada en los laboratorios de prensa y de opinión— de pánico, de zozobra, de angustia y de incertidumbre. Se produjo una realidad social y se la etiquetó como: «el país está mal». Apelando al sentimiento, el «país político» y sus instrumentos de manipulación y desinformación masivos, están construyendo una diatriba que busca sembrar la sensación de malestar al desacreditar todas las acciones del Gobierno, ocultando lo que está haciendo y exagerando los problemas que suceden. Nada anda bien desde que ellos dejaron el Gobierno, aunque conserven las Cortes y el Congreso; de ahí la preocupación de la no-unidad de poderes. Se distribuyen, altisonantes y coordinadas, denuncias de corrupción y de abuso con el fin de alimentar tres elementos centrales: la angustia constante, la crítica objetiva y el cuidado a la democracia.

Los demócratas del modelo capitalista aparecen como objetivos y preocupados. Desfilan los anteriores ministros, los viejos empresarios y los mismos intelectuales revisando la inseguridad, la desconfianza, la incertidumbre, la corrupción, el autoritarismo y el abuso. En fin, el caos. Nos ilustran sobre una realidad que no logramos percibir porque son ellos, con su sagacidad y sapiencia, los que pueden juntar y darle orden a nuestra vida social compartida. Gracias a ellos, podemos conocer las coordenadas que nos permiten no perder el rumbo de la democracia. Ellos son propietarios de la realidad, de su interpretación y de nuestra iluminación.

La democracia de papel maché, hecha con sus babas y sus periódicos, está en riesgo porque ellos lo dicen y lo dicen porque necesitan que el país viva crispado según sus criterios y percepciones. Alienados de nuestra propia vida, ellos nos entregan sus arrebatos para que, más tarde, ellos mismos vuelvan a determinar nuestra existencia colectiva, junten los poderes y administren —como si fueran sus hatos, sus grandes superficies, sus fábricas y sus bancos— sus instituciones y su Estado. Están coléricos, obedeciendo su propio libreto: vociferar angustia, gritar violencia e inundar de sangre el país.

Nos corresponde, frente al estado febril y alucinante de las «gentes de bien», llenar las calles para mostrar que el país es más que sus delirios, que las reformas necesarias deben llevarse a cabo, que el Gobierno es una expresión de un proceso histórico que está harto de la manera en que ellos han ultrajado a la mayoría. El país nacional decidió dejarlos atrás con sus guerras, sus pleitos, sus desaparecidos, sus asesinatos, sus sicarios, sus caballerizas, su ostentación, su narcotráfico y su larga guerra.

El país está construyendo la unidad del poder amplio y popular que riñe con ese mamarracho oligárquico de una división formal de poderes que le garantizó la mezquindad, el odio y la humillación sobre los demás a los que han controlado el Estado como extensión de su ética privada y rentable.

El país está en camino de reconstruir otra forma de Estado que no se base en la explotación ni en la violencia, sino que se pare altivo en la vida, la solidaridad, la participación decisoria y la autodeterminación popular. Eso de que los muchos decidan sobre su vida colectiva hace mucho ruido y llena los salones de la gente de bien de fantasmas y horrores. Las calles se seguirán llenado de negros, de indios, de mujeres, de andrajosos, de indigentes, de jóvenes, de trabajadores, de campesinos, de mineros y de pescadores, de un país que va en camino a tomar el destino en sus manos, que va a amasar su vida común.

Foto de Jose Vasquez


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