Obra de la artista Débora Arango

Por David Paredes

Sabemos que hay abuso policial apoyado por paramilitares; lo sabe casi todo el mundo, pero seguimos implicados en juegos de palabras que terminan por hacernos pensar que lo evidente es dudable. O vemos fotografías y videos de reuniones en las cuales el presidente departe con el narcotraficante que, además, afirmaba ser su gran amigo y haber conocido la orden que diera Uribe para comprar votos, pero seguimos en vilo ante la imposibilidad de comprobar lo evidente. En estas circunstancias es perceptible la existencia de al menos dos fuerzas políticas: una dedicada a encubrir y otra empeñada en develar.

No parece haber lugar para posiciones intermedias. Unos aprovechan el control que tienen sobre las instituciones para disimular la inequidad y la explotación o para decir que en Colombia nunca existió un conflicto armado; otros se dan a la tarea de hacer explícitas las causas del conflicto y sus diferentes facetas, o sacan a la luz el paramilitarismo, la parapolítica, la apropiación ilegal de tierras, los paraísos fiscales, la “ñeñepolítica”, los despilfarros del gobierno… Unos, para eludir la justicia y la verdad, ordenan el asesinato de testigos, líderes, humoristas, estudiantes o defensores de derechos; los otros buscan el escenario propicio para, en caso de que esas personas sobrevivan, escucharlas, conocer su versión sobre la fundación de un bloque de autodefensas o sobre tal o cual masacre. El poder autoritario tiene como principio y necesidad el ocultamiento y la negación de lo evidente; el contrapoder, en cambio, comprende y devela.

No parece haber lugar para posiciones intermedias. Unos aprovechan el control que tienen sobre las instituciones para disimular la inequidad y la explotación o para decir que en Colombia nunca existió un conflicto armado; otros se dan a la tarea de hacer explícitas las causas del conflicto y sus diferentes facetas

Dado lo anterior, es explicable el hecho de que las personas que hablan en nombre del gobierno encuentren amenazante la labor de una profesora que propone a sus estudiantes una de las cuestiones más veladas en la historia reciente: «¿Cuál es la responsabilidad del expresidente Álvaro Uribe Vélez en el tema de los ‘falsos positivos’?». También es explicable que a Darío Acevedo, director del Centro Nacional de Memoria Histórica, le parezca que “es infame el afiche de ¿Quién dio la orden?”. Por tanto, es apenas lógico que exista una Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, que cumpla un papel tan relevante y que sea abiertamente denostada precisamente por el partido de gobierno y sus simpatizantes. En teoría, esta comisión permite avanzar en el proceso de mitigar la impunidad y la incertidumbre, pero hay que evaluar si algunas de las “verdades” presentadas ante ella son reveladoras o lo contrario.

Una de las comparecencias más notorias de los últimos días fue la de Juan Manuel Santos. El expresidente relató ante la Comisión cómo había hecho para, según él, poner fin al horror de los llamados “falsos positivos”. Al final, hasta pidió perdón porque, durante el periodo en el cual fue Ministro de Defensa y, por consiguiente, segundo en la línea de mando del ejército nacional, sus hombres asesinaron a miles de personas que no participaban en ninguna confrontación.

Santos recapituló y describió los asesinatos como si se tratara taxativamente de actos demenciales, errores históricos que nunca debieron suceder. Pero, con otra perspectiva y algo más de compromiso con el esclarecimiento de la verdad, habría podido hablar sobre aquello que ha sido ampliamente investigado y que el gobierno, secundado por un aparato judicial sin margen de acción, se empeña en eludir: la autoría intelectual de los homicidios, que correspondería a los mandos del ejército, al mismo Juan Manuel Santos, a quienes le precedieron en el cargo ministerial y al entonces presidente de la república, Álvaro Uribe, hoy vinculado a decenas de investigaciones por asesinatos, masacres, sobornos, corrupción y parapolítica.

En lugar de aludir a esa autoría intelectual, Santos eligió poner el énfasis en otra parte de la historia: “Lo que el país conoce menos es el trabajo que se hizo para fortalecer el compromiso con los derechos humanos y la legitimidad de las fuerzas […] a través de una ambiciosa y bien planeada política de derechos humanos”. Y así, tratando de limpiar el nombre del ejército, caminó por la orilla hasta llegar a reconocer que una de las causas de la infame cantidad de homicidios fue “la presión para producir bajas”. “Confieso –dijo Santos– que en mis primeros meses en el Ministerio oí los rumores sobre la posible existencia de los falsos positivos, pero, como entonces no pasaban de ser rumores sin evidencia que los sustentara, no les di credibilidad”.

La versión de Santos se torna incoherente cuando hace referencia a lo que llamó “la nefasta doctrina militar” creada por Álvaro Uribe y Marta Lucía Ramírez. Ahora bien, si sabía que existía una terrible “presión para producir bajas” y consideraba que la doctrina militar era nefasta, ¿es creíble que haya oído rumores sobre los asesinatos de civiles con armas oficiales y no les prestara atención?

Algunas de las víctimas fueron sacadas por la fuerza de sus hogares y, en acción coordinada muchas veces con autodefensas y grupos paramilitares, acribilladas sin piedad luego de ser conducidas a un lugar donde nadie pudiera reconocerlas (lo describe el mismo Juan Manuel Santos); otras fueron asesinadas tras haberse presentado a una convocatoria laboral. Esta última es una de las situaciones que merece mayor detenimiento, pues ¿quién se encargaba de esa modalidad de reclutamiento mediada por una oferta de trabajo? Eso no lo hacían los militares, sino un batallón de «civiles reclutadores» que, como explica Fabio Castillo, «fue pagado con cargo a los fondos reservados de las guarniciones que los controlaban». Esto significa que parte de la riqueza producida entre todos y todas fue efectivamente destinada al pago de recompensas para miembros del ejército que asesinaran a civiles; significa, entonces, que los homicidios fueron resultado de incentivos económicos propuestos, gestionados, asignados y entregados por funcionarios públicos, y que hubo sistematicidad, nada menos que una política de gobierno, la política de Seguridad Democrática basada en la tergiversación más perversa del rol de las instituciones. Dicho de otro modo: con el propósito de restaurar la cuestionada legitimidad de las fuerzas armadas y crear la ilusión de seguridad y éxito militar, el presupuesto de la nación fue destinado al pago de recompensas; a la premiación, mejor dicho, de soldados convertidos en sicarios.

Algunas de las víctimas fueron sacadas por la fuerza de sus hogares y, en acción coordinada muchas veces con autodefensas y grupos paramilitares, acribilladas sin piedad luego de ser conducidas a un lugar donde nadie pudiera reconocerlas (lo describe el mismo Juan Manuel Santos); otras fueron asesinadas tras haberse presentado a una convocatoria laboral

En febrero del año 2020, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) aceptó la contribución del general retirado Mario Montoya, quien se limitó a ofrecer información prejuiciosa además de irrelevante: que los soldados son de estrato uno, que no saben utilizar ni el baño ni los cubiertos en la mesa y que eso debería servir para explicar los más de seis mil cuatrocientos homicidios contra personas protegidas. La infame tesis de las manzanas podridas. De otro lado está el testimonio dado por el teniente coronel Heber Gómez Naranjo ante la misma JEP en el año 2018. Gómez dejó en claro que el ejército tenía licencia para realizar levantamiento de cadáveres sin protocolo, sin recolección ni custodia de pruebas y sin contar con la presencia del Cuerpo Técnico de Investigaciones (CTI) de la Fiscalía. ¿Qué es esto, si no la coordinación interinstitucional para impedir las investigaciones?

Luego del discurso de Santos ante la comisión, Francisco De Roux le preguntó por qué había tardado tanto en dar un giro a la doctrina militar y a la impunidad. Santos explicó que no pudo actuar más rápido por “obstáculos de tipo legal” (falta de evidencias) y porque, en definitiva, la institucionalidad es un buque pesado que no vira de inmediato. Aquí hay dos temas: una cosa es decir “no lo supe” (como dio a entender en diferentes momentos de su discurso) y otra, muy distinta, decir “supe, pero no pude actuar con celeridad”.

Desde luego, no deja de ser cuestionable el hecho de que, después de tres años (2005-2008) de acumular una cantidad grotesca de cadáveres en fosas comunes como la de Dabeiba, la cúpula del poder ejecutivo no se hubiera enterado de que esos muertos no eran guerrilleros, sino campesinos, indígenas, estudiantes, personas con limitaciones cognitivas o motrices, habitantes de calle o jóvenes desempleados. ¿Cómo es posible que sigan diciéndonos esto y, peor aún, que remachen esta teoría boba en la cara de las víctimas? Como ha dicho el periodista Fabio Castillo, “los responsables directos de la implementación de esa doctrina del terror están plenamente identificados, y han dejado rastro legal de sus acciones. Otra cosa es que ningún juez en Colombia los quiera ver”.


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