Por David Paredes

Trabajan en bloque para descontextualizar y deshistorizar las palabras. Ellos, los que se refieren a sus contendientes políticos como “populistas” y a sí mismos como “perseguidos políticos” cuando avanza una investigación en su contra; los que en su momento quisieron imponer la categoría “homicidios colectivos” en lugar de “masacres” y justificaron estas últimas diciendo que eran inherentes a la “autoridad con criterio social”. Ellos, los que desde hace un tiempo empezaron a hablar de “corrupción”, “justicia” y “paz”. Ellos dicen haber “desmontado el paramilitarismo” hace más de quince años (en un proceso tan espurio que, por las investigaciones y las consiguientes acciones judiciales, el Alto Comisionado de Paz de la época aún sigue en condición de prófugo, buscado por la Interpol).

Simulan que están haciendo lo posible para poner límites al procesamiento y a la exportación de cocaína (a eso le llaman “lucha contra las drogas”), un gran esfuerzo en favor de la justicia y la legalidad, pero hasta un embajador tenía laboratorios en su finca (y hoy ese exembajador dice que fue víctima de un “abuso de confianza” por parte de sus mayordomos), y luego un avión blindado con los permisos de la Aeronáutica civil y cargado con casi media tonelada de cocaína (un “vuelo humanitario”) despega desde el aeropuerto Guaymaral Flaminio Suárez Camacho de Bogotá, lugar donde se ha establecido nada menos que una base aérea antinarcóticos de la Policía Nacional de Colombia. Es más: hasta la campaña de Iván Duque fue irrigada con dinero de narcotraficantes, pero el mismo Duque ha tenido la cara dura para sentenciar que el narcotráfico es “el cáncer de Colombia”. Y hablan de “seguridad”, de “prosperidad” hasta que esas palabras pierden su significado convencional.

hasta la campaña de Iván Duque fue irrigada con dinero de narcotraficantes, pero el mismo Duque ha tenido la cara dura para sentenciar que el narcotráfico es “el cáncer de Colombia”. Y hablan de “seguridad”, de “prosperidad” hasta que esas palabras pierden su significado convencional

En una columna publicada hace poco más de tres años en este mismo portal se puede encontrar una referencia precisa al concepto de lenguaje dominante: “no es otra cosa que un conjunto de sentidos y significados asignados a ciertas palabras bajo la premisa de que lo que expresan es efectivamente una realidad”. Ahora me interesa sumar algunas ideas a esa definición y revisar el propósito y el objeto del lenguaje dominante.

La citada columna incluye unas palabras de Clara Valverde: “El lenguaje es la primera y más necesaria arma del capitalismo neoliberal”, que me hacen recordar una sentencia similar de Masha Gessen: “El lenguaje es la moneda de la política”. En ambos casos, sabemos bien, el lenguaje aparece como instrumento de poder. Pero para que las palabras sean monedas (para que alguien pueda decretar su significado y su valor, es decir, controlar la polisemia) deben ser puestas, como explica Agamben, a “girar en el vacío”; se desactiva su potencial expresivo, se las neutraliza “…como si ningún nuevo uso fuera posible, como si ninguna otra experiencia de la palabra fuera ya posible”. Asistimos, en fin, a la reiteración de aquello que Samuel Beckett pusiera en escena: “la abolición de la palabra por medio de la palabra” (cito estas palabras del artículo Una obra en el silencio, de Martha Triviño y Rafael Moreno).

“Democracia”, “adoctrinamiento”, “odio de clases”, “flagelo”, “comunismo”. Algunas palabras dicen lo que ellos han decidido. Aparte, recae una prohibición tácita sobre otras: “disidencia”, “marcha”, “manifestación”, como si describieran acciones insensatas, alta traición, actitud insurgente antidemocrática. Que nadie mencione las palabras “plusvalía”, “parapolítica”, “terrateniente” o “chuzadas”, so pena de empezar a convertirse en enemigo público de una parte de la nación y, sobre todo, del gobierno.

En los primeros días de diciembre del 2021, el Fiscal General de la Nación, Francisco Barbosa, afirmó que detrás de toda crítica dirigida a la Fiscalía hay un “delincuente parapetado”. Sobra resaltar que no hacía referencia a un delito real (como atentar contra su vida o contra la de alguien más, o contra el orden social o el interés general). Hablaba de la crítica entendida como indicio de actividad delincuencial. Barbosa estigmatiza de frente, sin ambages, a cualquier persona que quiera poner en duda el poder o la ilusión de poder que él intenta sostener en alto; condena a quien dude del relato según el cual la Fiscalía es una entidad proba y eficiente, imparcial y pertinente. Y digo que condena porque luego salen los andresescobar, dizque por solidaridad con la policía, a disparar sin tratar de ver la diferencia entre criticar y delinquir. Y este es el punto en el que convergen el lenguaje dominante y cierta disposición sicarial de la autodenominada “gente de bien”.

Con esta perspectiva, gobernar un país es, entre otras cosas, tener oportunidad, condiciones y una disposición ética particular para crear y seleccionar sentidos y significados acordes a la propia conveniencia. Es como si la intención y la orilla ideológica del emisor fueran un garante: “ustedes repitan esa palabra, no se preocupen por el significado”. Y dada la selectividad, el sesgo y la tergiversación de los hechos, parece haber razones suficientes para corroborar una vez más que el lenguaje es uno de los bienes públicos que han sufrido mayor detrimento durante los últimos años. Dicho de otro modo, con la imposición de unos significados y la anulación de otros se ha hecho efectivo el poder encubridor del establecimiento. Eso es más o menos obvio, pero ¿qué es aquello que se encubre?

parece haber razones suficientes para corroborar una vez más que el lenguaje es uno de los bienes públicos que han sufrido mayor detrimento durante los últimos años. Dicho de otro modo, con la imposición de unos significados y la anulación de otros se ha hecho efectivo el poder encubridor del establecimiento

Luciana Cadahia, doctora en filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid, se ha dado a la tarea de investigar y explicar qué es y qué no es el populismo, y advierte que esta palabra ha quedado distorsionada por el “embrollo afectivo” orquestado por un sector, el sector minoritario, la élite gobernante que promueve el rechazo general ante “cualquier experiencia política que busque salirse del libreto económico y político del neoliberalismo”. Y hablando en general acerca de la manipulación del lenguaje, Cadahia va más allá de reconocer el encubrimiento y enfoca la atención en el objeto encubierto: señala que aquello que se pierde de vista es “la dimensión estructural y las causas reales de las desigualdades sociales y las formas de explotación capitalista”. Por consiguiente, quedan ocultas las causas históricas del conflicto entre clases. Zizek, por su parte, ve en ese encubrimiento la construcción y el efecto de la ideología, y define esta última como “un edificio simbólico que oculta, no una esencia social escondida, sino el vacío, lo imposible alrededor de lo cual se estructura el campo social”.

El Estado social de derecho es parte del “sueño ideológico” que las élites alimentan para ocultar la explotación; lo nombran pretendiendo que hablan en nombre de todos, y hacen que ese objeto soñado oficie como una “totalidad que quiere borrar las huellas de su imposibilidad” (otra vez Zizek). De manera particular, bajo el gobierno de narcotraficantes y parapolíticos, la “institucionalidad” es un sustantivo detrás del cual no hay objeto real. Es la ilusión vacía e impuesta. Por esto, los proyectos políticos realmente transformadores, si llegan a prosperar, tendrán que ser encaminados hacia la recuperación –la reconstrucción y la reapropiación– de las instituciones públicas; en particular, la más grande de ellas, la más cotidiana: el lenguaje. Es preciso que seamos capaces de ver los artefactos ideológicos vacíos o, en el mejor de los casos, presenciar el vaciamiento y leer la intención política que lo guía.

los proyectos políticos realmente transformadores, si llegan a prosperar, tendrán que ser encaminados hacia la recuperación –la reconstrucción y la reapropiación– de las instituciones públicas; en particular, la más grande de ellas, la más cotidiana: el lenguaje

Foto: Volodymyr Hryshchenko @ Unsplash


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