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Photo by Bogdan Dada on Unsplash

Por Camilo Parra

Tanto o más que un medio de expresión, el lenguaje es un instrumento de poder y de acción; su uso determina la forma que tenemos de entender el mundo y las decisiones que tomamos. Como es evidente, su distorsión puede llevar a un empobrecimiento del debate público -y por esta vía, la democracia misma- al impedir captar el sentido de ciertos conceptos e ideas. Basta ser testigo de la caracterización de los debates actuales, signados por un totalismo discursivo y fines simplistas –características de la comunidad troll-. En el contexto discursivo de la fake politics se nos plantea el reto de hacer una crítica al lenguaje dominante sin pretender, empero, sustituirlo por otro.

Nuestra cultura descansa en buena medida sobre el supuesto de que el pensamiento humano puede captar la naturaleza de lo real y expresarlo por medio del lenguaje, cuya función última sería, pues, expresar y poner en circulación el sentido de las cosas. El literalismo pretende que el lenguaje sea como un espejo en el que la realidad se refleja con transparencia absoluta: cada palabra, cada gramática funcionan transportando literalmente lo que en la realidad sucede. Esta narrativa supone, además, que hubo un momento originario en que las palabras y las cosas convergían en armonía y que, por algún motivo, esta armonía se rompió.

Platón, en el Crátilopone en el centro del dialogo el problema del lenguaje o, más exactamente, la exactitud de los nombres (las palabras): ¿reflejan estas la esencia de las cosas? En dicho diálogo, Hermógenes cree que los nombres son producto de la convención, en tanto Crátilo sostiene que son literales y revelan la naturaleza misma de las cosas; Sócrates critica ambas posturas, enunciando que de lo que se trata es de conocer a las cosas mismas para llegar a los nombres y no al revés. En la historia de la filosofía, este será el inicio de la famosa (y aún irresuelta) disputa entre realismo y nominalismo.

Ahora, toda esta disquisición filosófica va encaminada a enfocar el tema de esta nota. Siguiendo a Sócrates, creemos que antes que atender a los nombres, con sus sentidos ya definidos, es preciso atender a los hechos. En otras palabras, que hay que saber confrontar los discursos con los hechos mismos.

Tomemos por caso la palabra «democracia», tan manoseada y esgrimida de tantos modos y en contextos tan variados que parece haber perdido por completo su sentido y, por el contrario, adaptarse y servir de comodín semántico para justificar posiciones políticas de todo tipo. Así, la democracia que se invoca para pedir una intervención militar en Venezuela no es la misma que invocan quienes en Colombia demandan garantías para la participación política.

Sin embargo, lo que llamamos lenguaje dominante no es otra cosa que un conjunto de sentidos y significados asignados a ciertas palabras bajo la premisa de que lo que expresan es efectivamente una realidad (y no una simple convención). De este modo, dicho lenguaje se convierte en una suerte de desinformación que favorece y legitima las acciones, a veces contradictorias, del grupo dominante. Guy Debord, en La sociedad del espectáculo, afirma que esta desinformación no es la simple negación de un hecho que les conviene, o la simple afirmación de un hecho que no les conviene: eso sería psicosis. Al contrario que la mentira, la desinformación debe contener una cierta dosis de verdad pero deliberadamente manipulada. El lenguaje dominante no se cree él mismo libre de defectos, pero sabe que podrá atribuir a cualquier crítica esa excesiva insignificancia que está en la naturaleza de la desinformación; de esa manera jamás tendrá que reconocer un defecto propio.

En estas realidades artificiales, el oxímoron (combinación de dos expresiones de significado opuesto en una misma estructura semántica) cobra una actualidad enorme; postulados como «austeridad inteligente» (Santos) o «IVA reembolsable» (Duque) parecen sumarse a ese conjunto de premisas contradictorias o absurdas tan frecuentes en nuestra política, plagada de anuncios efectistas y eslóganes vacíos pero efectivos (quizá efectivos justamente por vacíos).

Esta confusión entre los nombres y las cosas, la considerable distancia de los significantes y los significados, lleva a Juan Carlos Monedero a afirmar que

el oxímoron también se ha puesto al servicio de la mentira social al enmascarar operaciones políticas como las escondidas tras “conservadurismo compasivo” (que incluye la pena de muerte y la guerra de conquista), “desarrollo sustentable” (que permite la depredación de la naturaleza), “revolución verde” (que se basa en el uso de semillas transgénicas, abonos y pesticidas que agotan los suelos y encadenan a los campesinos) (…) “capital humano” o “capital social” (que presupone que los seres humanos son mercancías sujetas a los avatares del mercado), “capitalismo popular” (…) “mundo libre” o “modernización” (que significa defensa cerrada del modelo capitalista) o “globalización” (que ensalza lo que se globaliza y discrimina lo local…)

Lo que en poesía es un recurso válido y sirve para crear paradojas que realcen lo que se quiere ver, en la política desvirtúa y genera confusión y parálisis.

Frente a la imposición de sentidos del lenguaje dominante, la escritura no puede recaer en el pesimismo descriptivo sino en brindar alternativas; los significados de los discursos, que son la base de los cálculos políticos, son siempre parciales. Según Ernesto Laclau los significantes que explican este comportamiento -que a su vez son de dimensiones parciales y analíticamente delimitables- se dividen en “vacíos” y “flotantes”, estructuralmente diferentes. Los primeros tienen que ver con la construcción de una identidad popular una vez que la presencia de una frontera estable se da por sentada; la segunda intenta aprehender conceptualmente la lógica de los desplazamientos de esa frontera. Es decir, hay una batalla política crucial entre lenguaje e ideología: el discurso político no es expresión sino construcción. En el ejemplo ya mencionado de la palabra democracia, esta es una de las que más se han vaciado y la más susceptible de adoptar diversas formas, de acuerdo a las interpretaciones interesadas.

El romanticismo empezó una fuerte crítica contra la racionalización del lenguaje, cuestionó la frialdad y cosificación de un lenguaje netamente ocupado en el uso correcto de sus parámetros, en la deducción valida de sus conclusiones y en la desambiguación de todo significado. Las vanguardias artísticas de siglo XX buscaron disgregar el lenguaje desde una poesía de ruptura que subvierta la naturaleza misma del lenguaje, su legalidad; ya disuelta esa legalidad del lenguaje, se disuelve también una manera única de ordenarse lo real.

Pero ¿qué es eso real? El significado de una palabra es su uso en el lenguaje -decía Wittgenstein-; que las palabras se refieran a las cosas es una de las tantas formas de hablar, pero no la única, es apenas uno de los tantos juegos de lenguajes posibles. La poesía puede superar las deficiencias del lenguaje racional ya que incorpora una dimensión más profunda, reinventando un mundo desgarrado por el hombre “civilizado”. Si la poesía es nuestra arma para derrotar el lenguaje dominante, nuestro mundo es un poema, y en un poema son otros los tiempos, los significados y las funciones que cumplen las palabras. La integridad del poema es amplio y se opone al lenguaje comunicativo, reemplaza lo común por la diferencia y no pretende que todos entiendan lo mismo, bajo un hilo discursivo; en cambio, busca que cada uno se pierda en su propia lectura: la poesía está hecha de palabras pero rompe esa gramática.

Clara Valverde, en su libro No nos lo creemos, escribe:

Las palabras no son neutras: sirven para provocar algo en quien las escucha. Las palabras y frases que utilizan las élites políticas y económicas neoliberales intentan que la ciudadanía se comporte de cierta manera, sobre todo para que adopte opiniones y comportamientos sin que los poderosos tengan que ejercer la fuerza de manera obvia. El lenguaje es la primera y más necesaria arma del capitalismo neoliberal.

Todo conocimiento posee múltiples significados pero la historia hace ciertos algunos por encima de otros; si el poder se monta en las palabras, también es cierto que el lenguaje nos libera, nos subvierte y nos poetiza. A veces parece que no hablamos un lenguaje, sino que el lenguaje nos habla, creemos que lo utilizamos pero él nos trasciende y nos determina. Estamos ante panoramas adversos, pero todo puede significar mucho más, porque en todo sistema cerrado encontramos fisuras y la naturaleza misma de la esencia humana son fisuras, líneas de fuga, alternativas, diferencias. El reto es recuperar el sentido olvidado de las palabras y rescatar así, el carácter indecidible y abierto del lenguaje. Si nada hay fuera que el lenguaje dominante no ofrezca, de nosotros depende que las palabras que somos se vuelvan poesía.