Por David Paredes
Foto: Anderson Pantoja

¿Qué sucede con la mirada en el teatro? Puede ser que, como en la vida cotidiana, la mirada sea lanzada para recibir señales, de la manera exploratoria en la que se emite sonidos en el mecanismo de la ecolocalización. Puede ser, por otra parte, que la mirada sea lanzada hacia un lugar previsto, indicado por el guión. Cualquiera sea el caso, la persona que actúa podría poner la mirada sobre el público, sobre algún objeto o sobre las acciones o el rostro de sus colegas. O podría lanzar la mirada hacia un punto indeterminado, “mirar al infinito”, como suele decirse.

Esto es, precisamente, algo de lo que sucede en buena parte de Zarzuela de la revolución, obra de teatro dirigida por el maestro Julio Eraso (estrenada en los primeros días de este año). Cabe mencionar que la puesta en escena contiene menos coloquios que declamaciones, de modo que la mirada de las actrices (entiéndase actrices y actores) es lanzada sin destino claro y sus rostros contienen una angustia particular.

Por lo anterior, no carece de importancia el hecho de que una de las luces encandile a las actrices desde el lugar del público (que no las rodea, sino que está en frente), razón por la cual ellas no pueden más que adivinar a la persona espectadora y esta última no es sorprendida en su acto de mirar. Dada esta disposición de la sala de teatro y el juego de luces, las miradas de un lado y del otro no se encuentran. Esta puede ser una circunstancia crucial si se tiene en cuenta que, cuando una persona lanza la mirada y no encuentra señales, queda a la deriva de sí misma, actuando de manera mecánica, naufragando, como cuando, por falta de luz o por razones fisiológicas, no se puede ver.

La actriz, desprovista de miradas o palabras que le ratifiquen, se pone en la situación del invidente cuya mirada, a fuerza de ser lanzada sin saber hacia dónde, deja de comunicar y queda velada, digamos, por su propio celibato. Y hay otras situaciones de naufragio: alguien se equivoca y su mirada urge sin encontrar asidero, y se desespera (deja de esperar, se hunde en sí).

En esta Zarzuela hay monólogos (tal que la actriz habla consigo misma, aunque por momentos se rompa esa “cuarta pared” -como dice Julio Eraso evocando a Brecht- cuando la actriz recuerda que aquello es una puesta en escena y que, por tanto, no está sola, sino que es observada; que los otros, aunque en silencio y en la sombra, están presentes) pero también soliloquios: un naufragio en el propio discurso y un discurso que parece no tener rumbo. Las actrices lanzan palabras al aire, hablan como piensan. Pero es de sobra sabido que ni siquiera en el pensamiento el otro deja de estar presente, en silencio, expectante.

A fuerza de hablar durante algún tiempo con la mirada extraviada, las actrices lucen enajenadas (dementes, hipnotizadas, zombis, fantasmas). Esto, en Zarzuela, adquiere un sentido especial y elocuente, pues, a la postre, el público está escuchando soliloquios de estudiantes asesinados, líderes comunales asesinados, campesinos reclamantes de tierras asesinados, ciudadanos realistas de la época colonial asesinados. Y adquiere sentido también el hecho de que esté roto el vínculo entre las personas del público y las personas del escenario, unas en la sombra, las otras encandiladas, mutuamente inalcanzables, en dimensiones diferentes, pues la separación evoca la insalvable zanja entre la vida y la muerte.

De aquí que la obra sea un encuentro solemne que posibilita la realización simbólica de una fantasía harto entrañable: la del vivo que ensueña con conocer la versión del difunto. Este puede ser un contexto propicio para recordar la fórmula proverbial de Byung-Chul Han: “conocimiento es redención”: el teatro, como lo demuestra esta obra, puede tornarse ritual, ritual de redención. Las circunstancias permiten al público conocer la palabra de la persona asesinada para redimirla del silencio al que fue condenada por mandato del asesino, aquel que encarna al Estado y a su deseo de aniquilar la voz que incomoda desde las periferias.

Por su parte, el espectador, la espectadora, se funden en la pluralidad. Es una más entre el público y, desde el momento en el que se enciende las luces, deja de importar la dirección o el modo de su mirada. Podría estar ausente (abandonar la sala, distraerse, dormir) y la actriz continuaría. Dicho de otro modo, la persona espectadora, en tanto ego y singularidad, es inconstatable desde la perspectiva de la actriz, pero no por esto es pasiva. Aunque fundida en la pluralidad, oficia como mirada que redime al ausente y lo hospeda en sí. (Un microrrelato de Juan José Arreola podría ilustrar de mejor manera este suceso: “La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones”).

Pero, más allá de lo anecdótica que puede ser la presencia de un espectador en la sala de teatro, el acto de escuchar al no-escuchado implica que se intensifique el valor político de la puesta en escena. Con este acto de memorización colectiva (es decir, de representación y escucha) se abre la posibilidad de transgredir los límites impuestos por la crueldad del mundo. Y podríamos concluir, entonces, que Zarzuela de la revolución acomete una tarea más importante que la del espectáculo.

Dice Jacques Rancière que el teatro “ha estado, más que cualquier otro arte, asociado a la idea romántica de una revolución estética, cambiando no ya la mecánica del Estado y de las leyes, sino las formas sensibles de la experiencia humana”. Esta obra es un gran asentimiento ante esa reflexión. Los muertos cantan, vuelven para ser observados (y en esa medida “ser-en-el-mundo”) y para poner entre paréntesis a la persona espectadora que, quieta, enajenada, silente en su sombra, se sabe viviente a pesar de que en semejantes circunstancias podría estar menos viva que los personajes.


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