Por Wladimir Uscátegui
@Edit_Galactica
Vivo en depresión desde hace algún tiempo. Unos 40 años, más o menos. Pero al parecer no soy el único: varios amigos, amigas, me confiesan que últimamente también se sienten deprimidas o, al menos, con una sensación de resaca; guayabo, como decimos en este país lleno de folclor y muerte. El Paro Nacional que empezó el 28 de abril de este año y se prolongó por varios meses (algunos optimistas aún hoy convocan marchas uno que otro miércoles) se vivió con una intensidad inédita. Fue un momento de efervescencia social cargado de emociones fuertes, muy fuertes: la alegría desbordada de las marchas; la brutal confrontación después; el dolor por los muertos y desaparecidos, al final. Y así, cada día, durante meses. Para quienes participamos de las marchas y movilizaciones sin que el oprobio de la muerte a manos del Estado nos tocara, la revolución era, tal como lo había anticipado Bateman, una verdadera fiesta.
Pero en algún momento la fiesta se acabó. Y vino entonces la resaca.
Los miles y miles de hombres y mujeres anónimas, la mayoría jóvenes (muchos incluso menores de edad), que habían protagonizado las jornadas de Paro, lograron paralizar el país y movilizar a la nación. Pusieron en jaque al Estado y conquistaron victorias reales y efectivas: tumbaron la Reforma Tributaria y la Reforma a la Salud y en el camino se cobraron la cabeza de un par de ministros. En otros casos, los y las estudiantes consiguieron que las Universidades públicas implementaran programas de “matrícula cero” (al menos por un semestre); otros más, forzaron una reducción, vía subsidio, de ciertas cargas fiscales. Incluso, forzaron la cancelación de la Copa América y pusieron al país en la mira de los organismos y la prensa internacionales.
Pero el precio que estaban pagando era muy alto: según datos del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz -Indepaz y la ONG Temblores, del 28 de abril al 28 de junio se registraron 75 asesinatos de manifestantes (la mayoría jóvenes, incluidos 5 menores de edad), de los cuales al menos 44 habrían sido ejecutados por la propia fuerza pública. Otros 83 manifestantes fueron víctimas de “violencia ocular” (bonito eufemismo para referirse a la mezquina e inhumana costumbre de los agentes del ESMAD de disparar proyectiles no letales a la cara de lxs manifestantes) y 28 de violencia sexual. El trágico saldo lo complementan las 1832 detenciones arbitrarias y los 1468 casos de violencia física.
Los miles y miles de hombres y mujeres anónimas, la mayoría jóvenes (muchos incluso menores de edad), que habían protagonizado las jornadas de Paro, lograron paralizar el país y movilizar a la nación. Pusieron en jaque al Estado y conquistaron victorias reales y efectivas. Pero el precio que estaban pagando era muy alto
Los motivos por los cuales se “desactivó” el Paro son diversos: desde la negociación convenenciera con Comités de Paro hasta el cansancio de los propios manifestantes o el afán del gobierno por “reactivar la economía”, que coincide con la necesidad de trabajar de la población en general. Atenuado el riesgo viral del Covid, la sociedad fue volviendo poco a poco a la “normalidad”: las estatuas volvieron a ubicarse en sus pedestales, las paredes volvieron a exhibir su impúdica e indolente pulcritud, los bancos reabrieron sus puertas, dispuestos, como siempre, a “hacer patria”. Peor aún, los altos oficiales de las fuerzas armadas fueron condecorados, los ministros pasaron por la puerta giratoria de la burocracia y terminaron en sendos cargos administrativos. Más aún, las reformas volvieron a presentarse y aprobarse por un Congreso mayoritariamente que legisla en la virtualidad, de espaldas a la dura realidad de la población. Se impuso nuevamente la normalidad de la muerte, el pillaje y la pauperización.
la sociedad fue volviendo poco a poco a la “normalidad”: las estatuas volvieron a ubicarse en sus pedestales, las paredes volvieron a exhibir su impúdica e indolente pulcritud, los bancos reabrieron sus puertas, los altos oficiales de las fuerzas armadas fueron condecorados, los ministros pasaron por la puerta giratoria de la burocracia y terminaron en sendos cargos administrativos… Se impuso nuevamente la normalidad de la muerte, el pillaje y la pauperización
El Paro había logrado convertirse en una revuelta aunque no en una revolución y es cierto que el gobierno había sido puesto en jaque, debiendo replegarse en sus cuarteles de invierno. Los organismos y las ONGs internacionales se dieron una pasada por la zona, emitieron sendos comunicados lamentando la situación, exhortaron al gobierno a respetar los derechos humanos (una simple formalidad en la mayoría de casos) y volvieron a dar la espalda al país, más interesados en crear nuevas sanciones contra Venezuela o Rusia. Pese a los muertos, las atroces violaciones a los derechos humanos y la criminal represión estatal, Colombia seguía -y sigue- siendo una de las «democracias» más sólidas del orbe.
Herido, pero no muerto, el gobierno arremetió, desplegando “seguridad” en las ciudades; blindando a la casta política; dotando de mayor presupuesto a las fuerzas armadas y, sobre todo, robando como si no hubiese un mañana.
Y alistando el fraude en el 2022.
Y ante ese escenario volvemos a responder con toneladas de indignación en las redes sociales, con memes, con denuncias que casi nunca prosperan porque la justicia en el país está secuestrada por la mafia.
Me dicen algunos amigos y amigas que la revolución iniciada por el Paro aún es posible y sigue latente; que solo es cuestión de replegarse un poco y acumular nuevas fuerzas, ya de cara al 2022; que para el próximo año habrá 12 millones de jóvenes aptos para votar y dar un nuevo golpe al establecimiento, esta vez por vía electoral. Algunos y algunas con más experiencia me explican que es normal que haya este repliegue, que las revoluciones son procesos de largo aliento y que es necesario hacer un alto para reconfigurar posiciones, reorganizar a la gente, hacer balances. Y a mí solo me queda la esperanza de que efectivamente eso sea lo que está pasando.
Por ahora, creo que el “subidón” emocional y anímico que nos provocó el Paro se ha ido convirtiendo en un “resacón” monumental que no hace más que crecer viendo cómo cada día la criminalidad, la corrupción y la impunidad crecen hasta niveles realmente mórbidos y que apenas es tolerable por la esperanza de que en cualquier momento la gente vuelva a volcarse a las calles y las ratas que nos gobiernan vuelvan a atrincherarse en sus cloacas.
O se vayan del país.
O se pudran en una cárcel.
O se suiciden…
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