Por Camilo Parra

En la actualidad, hablar de violencia o siquiera mencionar la palabra en su marco histórico genera en los receptores una prevención notoria, propiciada las más de las veces por un significado superfluo y confuso, asociado a comportamientos que se consideran agresivos y lesivos para la convivencia. Dice George Lakoff que cuando se oye una palabra se activa en el cerebro su respectivo «marco», que son estructuras mentales que conforman nuestro modo de ver el mundo; los conceptos incrustados en nuestra sinapsis -los cuales estructuran nuestro modo de pensar- difícilmente cambian por un nuevo hecho. Es decir, que si los hechos no encajan en determinado marco, este se mantiene, los hechos rebotan y preferimos ignorar lo que no encaja con nuestra visión del mundo.

En el contexto actual, la palabra «violencia» está asociada, entre otras cosas, a las acciones que llevan a cabo muchos sectores sociales a la hora de tomarse calles y plazas; a la vez un estigma y un descalificador. Es por esto que creemos necesario desglosar el concepto de violencia para redirigir su concepción a una forma válida de la protesta en un contexto determinado, dando forma a una reflexión de la acción violenta política espontánea y también la organizada.

La relación entre violencia y política no siempre está articulada: tanto la teoría clásica como la contemporánea abordan la cuestión refiriéndose a conceptos como fuerza interna o fuerza externa, y el contexto histórico ofrece diversas muestras de ambas. Así, por ejemplo, según la psicología social la violencia es instintiva, se entiende como una causa del comportamiento agresivo, una causa natural e inherente a cada ser humano, un enlace directo a las teorías darwinianas; en esta perspectiva la agresión se asume como una consecuencia inevitable ante la aparición de una señal, especialmente de peligro: haciendo una analogía con el contexto sociopolítico actual, diríamos que la amenaza estará encarnada en quienes promueven la defensa y disputa por los derechos sociales, en tanto la especie amenazada será la que defiende el privilegio y el statu quo. La violencia es así mismo un aprendizaje social que surge por imitación de los comportamientos agresivos: su imitación y efectiva réplica está vinculada directamente a elementos de recompensa.

Es una obviedad que la cultura de la violencia que se ha impuesto en Colombia y sus consecuencias en el ámbito familiar, simbólico y de género, refuerzan la idea de que nada debe hacerse bajo la forma de la violencia, puesto que ya tenemos suficiente de esto. Esta perspectiva aborda muy claramente las “violencias” que se deben prevenir, pero deja de lado la compresión sobre la violencia política. Al poner en el mismo saco y sin diferenciar a “las violencias”, estamos condenando los métodos históricos de la violencia política para contrarrestar injusticias.

La violencia es frustración y agresión, generada por una pulsión interna ante la presión de un elemento externo, es decir, cuando ese elemento externo impide que las personas desarrollen acciones propias, estas experimentan frustración, la cual desencadena en agresión. Esta perspectiva puede servir para justificar la reacción ante las injusticias visibles; en un país donde parece que nada merece nuestro asombro, la gente acumula frustraciones y aguanta la agresividad que le produce la estructura de injusticias diarias de nuestra clase política. Una muestra de esta condición de frustración/agresión, sumada a una cultura del aguante, se ve reflejada en la explosión de las movilizaciones espontáneas como las de el post Plebiscito por la paz o las masivas y confrontacionales del 21 de noviembre del año pasado.

Esta teoría de la violencia se acomoda a los intereses estatales; es así que calificativos como «vándalo», «terrorista», etc., se insertan en una narrativa maniquea de buenos y malos, en la que la frustración que explota en el pueblo debe ser combatida por la institucionalidad, garante de la normalidad. Estos imaginarios permiten que el Estado haga uso de la violencia y se legitime a través de un discurso ideológico que pone en el centro de mira la agresión, como una conducta socialmente desviada, pero sin discutir las acciones violentas de las instituciones (Stainton -Rogers, 1995).

calificativos como «vándalo», «terrorista», etc., se insertan en una narrativa maniquea de buenos y malos, en la que la frustración que explota en el pueblo debe ser combatida por la institucionalidad, garante de la normalidad. Estos imaginarios permiten que el Estado haga uso de la violencia y se legitime a través de un discurso ideológico que pone en el centro de mira la agresión, como una conducta socialmente desviada, pero sin discutir las acciones violentas de las instituciones

Bajo este presupuesto, conviene analizar algunos elementos que hacen de la violencia política un camino de defensa válido. La violencia política ha sido un medio para dominar a otros y establecer, cambiar o preservar el orden social, conflictuado por relaciones de poder. La razón de ser de la violencia política es su legitimidad: cuando un grupo social decide emplear la violencia, es necesario que se legitime, pues el impacto psicológico de sus acciones puede acarrear consecuencias contrarias a sus objetivos políticos, como el rechazo social (Sabucedo, 2002).

La legitimación debe tener una justificación ideológica, ya que debe disputar la aprobación de la sociedad. Según Kelman (2001), la legitimación es el proceso de recategorizar una acción, política o demanda, y la deslegitimación es el proceso inverso. Esta volatilidad de la palabra y su contenido explica los cambios en las normas sociales que facilitan a ciertos subgrupos a justificar violaciones extremas de las normas sociales. La legitimidad, al tener ese carácter cambiante que favorece a la élite política, debe llevarnos a poner en cuestión la defensa de los objetivos que promueven la violencia política.

Pero, entonces, ¿cuál es la violencia política que podría considerarse legítima en un contexto de evidentes desigualdades sociales? Bajo el comportamiento de las recientes movilizaciones en nuestro país, en su desarrollo, ganancias, derrotas y criminalización, me aventuro a responder esto: La violencia política legítima es la violencia política esporádica, es decir, una violencia surgida de un estallido social que representa dignidad y hastío, que tiene como objetivos el derrocamiento de lo simbólico como lo sistémico que representan la desigualdad. Por ejemplo, luego de las masivas protestas en Estados Unidos por la muerte de George Floyd, se dirigió la violencia política hacia los símbolos de la desigualdad: estaciones de policía e instituciones públicas; tanto que las demandas de las movilizaciones atacaban lo sistémico proponiendo una reforma policial y su desfinanciación.

La violencia política legítima es la violencia política esporádica, es decir, una violencia surgida de un estallido social que representa dignidad y hastío, que tiene como objetivos el derrocamiento de lo simbólico como lo sistémico que representan la desigualdad

En nuestro contexto, la lucha política debe conducir a controvertir aquello que se entiende por “normalidad”. Por ejemplo, cuando en circunstancias de convulsión social se producen saqueos, debemos tener en cuenta que, si bien en algunos casos estos son producto de conductas francamente vandálicas, en otros obedecen fundamentalmente a situaciones de pobreza y necesidad, hoy más visible que antes: en un país como en nuestro, en el que alrededor de 5 millones de personas no tienen trabajo y otros 5,7 millones viven del rebusque, conviene recordar a Deleuze, citando a Reich: “Lo sorprendente no es que la gente robe, o haga huelgas; lo sorprendente es que los hambrientos no roben siempre y los explotados no estén siempre en huelga».

“Lo sorprendente no es que la gente robe, o haga huelgas; lo sorprendente es que los hambrientos no roben siempre y los explotados no estén siempre en huelga»

Reich, citado por Deleuze

No quiero hacer de esto una apología a la violencia, porque muchos de los denominados grupos que usan la violencia política organizada carecen tanto de apoyo como de reflexión del momento y lugar; aquello que Lenin llamaba historicismo. La violencia política organizada por pequeños movimientos no tiene sentido si busca compararse con situaciones de convulsión en otras latitudes, acomodar la situación de otros países a la nuestra, como si se tratara de una teoría aplicable a nuestras localidades, lo que reduce la violencia política a su instrumentalización. Estas comparaciones pueden resultar más cómodas y ajustarse a nuestros síntomas sociales, pero quitar la complejidad de pensarnos en nuestra realidad nos impide crear un modelo propio. Transgredir lo simbólico y lo sistémico no es solo una lucha local sino global de una política indignada; desde el mayo del 68 ya hemos venido promoviendo esa generación de lucha global; sin embargo, se requiere la singularidad del modelo propio para reforzar eso que debe ser más grande que nosotros. Eso que nos trasciende es a veces la utopía que nos mueve, otras veces la materialidad de una vida digna.

Los detonantes de esta violencia política son emociones que requieren una profunda interrogación; si no conectamos nuestra frustración, nuestro dolor o empatía con quienes sufren la exclusión, estas emociones son improductivas, inútiles. De lo que se trata es de elaborar estas emociones desde una perspectiva de justicia y exigencia de la igualdad.

Una violencia política espontánea, con sus ejercicios simbólicos confrontativos, es sinónimo de dignidad; la lucha contra las normas lesivas es de vital importancia para una reflexión individual y social del aguante de las desigualdades. Es en los momentos de convulsión cuando han surgido movimientos y organizaciones que se piensan un mundo distinto, que perduran y siguen ahí. Puede que tratar de comprender estos comportamientos en procesos de movilización, por parte de quienes los reprochan constantemente, sea algo muy difícil de entender, como de experimentar. Reproches que en su mayoría son juicios morales que no distan de ser una contradicción, pues -por ejemplo- si se está de acuerdo con el uso de la fuerza estatal, entonces se está de acuerdo con el uso de la violencia; el desacuerdo en esta situación varía en los fines y no en los medios; si se está de acuerdo con el uso de la violencia entonces se debe estar de acuerdo en que se use para conseguir justicia y no para perpetuarla. Lo único que queda por definir es a favor o en contra de qué se está.

Foto: Hasan Almasi @ Unsplash


Síguenos en nuestras redes:

Facebook: columnaabiertaweb
Twitter: @Columna_Abierta
Instagram: columnaabierta/