Por Liliana Múnera Benthan
Ilustración de María Rosero

Antes de ser mamá, cuando contemplaba el tener hijos, pensaba en plural. Para mí era absurdo tener un hijo único, condenado a la soledad de sus juegos; que al tiempo de estar libre de peleas con sus hermanos se perdiera de experimentar la compañía fraterna. Entonces pensaba mínimo en dos hijos y que, si no los tenía, pues los adoptaba. Creía además que siempre iba a estar con ellos, que no los dejaría solos un minuto; jamás los gritaría y, en lugar de regaños, estaría siempre la explicación racional. Todo esto sería posible porque esperaría para tenerlos hasta ese momento de mi vida en que fuera un poco más estable económicamente y que hubiera trabajado lo suficiente mis demonios personales para ser una mamá digna de criar vidas en este caos social.

Eso era antes de quedar embarazada, antes de tener a mi hijo.

Ahora pienso que ni de broma tendría otro, así se me parta el corazón cada vez que mi ‘chiqui’, de cuatro años ya, me dice que quiere un amiguito que salga de mi panza y juegue con él. Pienso que se pueden planear mucho pero que igual los hijos llegan cuando quieren, a menos que tomes decisiones radicales para evitarlos. Muestra de ello es que, aun deseándolos mucho, millones de mujeres no pueden tenerlos. Y aquello de haber terminado de domar mi carácter para no descargar en mi hijo frustraciones y dolores lo entiendo como una meta que no acaba, sino que va paso a paso construyéndose.

Y creo que no habría podido llegar a esas conclusiones antes de tener a mi hijo. Porque antes de tener a mi hijo yo era una hija. Una hija en esta sociedad nuestra. Entonces durante mucho tiempo la fuente de mis conflictos fue, como para casi todas las mujeres, la relación con mi madre, una relación dolorosa en la infancia y llena de reclamos en la adolescencia y entradita mi veintena. Yo entendía que mi mamá tuviera que trabajar duro, muy duro para contribuir con el sostenimiento económico del hogar, pero no entendía la falta de afectividad, la dureza y, sobre todo, que a pesar de haber sido buenos hijos, nos dijera: si quieren ser felices no tengan hijos.

Mi mamá transgredió casi todas las expectativas de la maternidad exaltada por la sociedad: no hubo zapatos lustrados y uniforme planchado junto a mi cama, más que los que yo misma alisté; no había comida caliente, abrazo de bienvenida, palabras suaves, ni un «te amo» incondicional. No hubo juegos con ella, porque siempre le dolía la cabeza. Sí hubo muchos juegos y complicidad con mis hermanos, risas, travesuras a escondidas de mi madre: cuando crecía no era hija única, ni éramos dos, sino tres. No hubo mucho tiempo porque ella estudiaba y trabajaba, hasta con tres trabajos simultáneos. Pobre madre mía.

Yo esperaba que fuera incansable como dicen aún los comerciales, incondicional, tierna en extremo. Añoraba tener una de esas madres que limpian todo como si fuera una misión personal. Que tuviera lista una sopa de verduras a las 12 del día.

Ahora entiendo esa imposibilidad. Por el tiempo disponible, por el ánimo y el carácter de ella y, sobre todo, porque no son expectativas reales. Inmediatamente quedé embarazada empecé a entender y a sentir: la rebeldía frente a la imagen de la madre, frente a la necesidad social de tocarte la panza, de sobre recomendarte cuidados, de hablarte en diminutivo, como si de repente se te hubiera caído el cerebro y la adultez. La rabia frente a la expectativa de que como madres seamos dulces, incondicionales, sacrificadas, calladas, perpetuada en discursos explícitos e implícitos, publicidades, memes, chistes. La impotencia frente a la opinión de un montón de gente sobre la manera correcta de maternar, un montón de gente sin siquiera planes de hijos en su horizonte. La confusión y el sentimiento de traición: ¿por qué nadie me dijo que era así? ; ¿por qué parece que lo que se vive realmente tenga que conservarse como un secreto para preservar la imagen sagrada de la Maternidad?

Resuena la advertencia de mi mamá de que no tuviera hijos. Mi mamá ha sido la grieta en la Matrix, que me ayuda a entender y desmontar esa romantización del Ser Madre. A ir develando que hay un discurso en la superficie, uno lindo, adornadito, que te saca lágrimas de ternura y añoranza, pero que la realidad que corre abajo es bien distinta y a veces opuesta.

Y poco a poco me he ido dando cuenta de que no es solo la romantización de la maternidad: está la del amor, la de la “autoestima”, del éxito, de la vida. Parece que todos los aspectos del ser femenino pasan por esta visión irreal a la que se nos alienta a llegar. La última que me ha estado perturbando, por poner un ejemplo: la romantización de la menstruación y de los métodos usados en el periodo (en especial la copa).

Esa romantización te sonríe, mientras con dedo acusador te advierte: «cuidado no vives una maternidad feliz, controlada y captable estéticamente. Cuidado no crees en el mandato de la crianza respetuosa –esa que muchas veces no respeta a la mamá que la intenta practicar-. Cuidado no retomas tu vida inmediatamente tuviste tu chiqui, o cuidado si retomas demasiado pronto y no te dedicas a tu bebé. Cuidado no vuelves a ser deseable y cuidado si sigues siendo deseable y deseosa».

Cuando quedé en embarazo tuve un poco de temor de cómo reaccionaría mi círculo de amigos: creería que lo verían como un fracaso, una caída que pondría en duda mi inteligencia. Ahora creo firmemente que la maternidad va al corazón del conflicto de ser mujer. El serlo o no serlo, cuándo, cómo y con quién. Cuestionamientos que descubren las inequidades e injusticias sociales de género y la necesidad de transitar a una sociedad de cuidados hacia las infancias y hacia las maternidades todas.


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