
Por Edwin Manuel García Maldonado
Algunos consideran que la actual Constitución de Colombia (1991) aún no ha alcanzado el desarrollo necesario; es joven, por lo cual no se requiere cambiarla. Comparan su tiempo de vigencia con la Ley Suprema de EE. UU. (1789) para hacer notar la longevidad de esta y reforzar la argumentación en cuanto a que no es necesario un cambio de constitución en nuestro país.
Es respetable la realidad constitucional norteamericana, cada uno hará su interpretación de aquel sistema: si su vida prolongada refleja estabilidad o es evidencia de un poder hermético; lo cierto para mí es que las condiciones de aquella nación son muy diferentes a las nuestras, en cuanto a origen, historia, tradiciones y dimensiones geográficas, por lo cual cualquier intento de imitación es gravemente desatinado.
Quienes plantean aquellos argumentos no llegan a decirnos a partir de los cuantos años será válido pensar en la posibilidad de una nueva constitución en Colombia: ¿50, 75, 83, 102 años? Pues bien, 34 años de vida puede ser poco para las constituciones, sin embargo, el tiempo de obsolescencia de estas no viene en una etiqueta impresa en su empaque, no se puede establecer con antelación su caducidad. Pueden tener una vigencia más o menos prolongada de acuerdo con las condiciones objetivas y subjetivas en las que se desenvuelven, es decir, aunque sean creadas con la pretensión de perdurabilidad, estas están supeditadas a los impredecibles desarrollos sociales y políticos.
No obstante, podemos decir que una constitución entre más logre reflejar e interpretar a su sociedad, más posibilidades tendrá de prolongar su vigencia. En el caso latinoamericano, el gran problema de la construcción constitucional, estatal e institucional ha radicado en que nos hemos dedicado a calcar experiencias foráneas e implantarlas, con más o menos acierto, en nuestros pueblos: siempre hemos vestido con camisa ajena.
Otro argumento contrario a la idea de una nueva constitución consiste en plantear que los cambios que se consideren necesarios pueden hacerse sobre el texto vigente, sin modificarlo en su totalidad. Respecto a este asunto, cabe considerar que una de las principales debilidades que hoy en día presenta la Constitución de 1991 es la cantidad de reformas a las que ha sido sometida (60), lo cual afecta su unidad de materia e integralidad.* No sería acertado incorporar otro número importante de reformas para crear un verdadero “Frankenstein” constitucional. Frente a la necesidad de cambios de fondo (no solo cosméticos) en nuestro ordenamiento constitucional, es necesario un nuevo texto de Constitución.
* El mejor ejemplo para ilustrar esta situación es la incorporación a la Constitución del Acuerdo del Teatro Colón, con lo cual se introduce forzadamente una generosa lógica de paz dentro de un estrecho ámbito constitucional formulado en tiempo de guerra.
La posibilidad de cambiarla no puede determinarse solo por el número de años transcurridos, sino por lo más o menos ajustada que esté a las necesidades de la sociedad. La del 91 fue una Constitución que generó inmensas expectativas, sin embargo, dichas expectativas no se han materializado porque la misma Carta Política mantuvo entramados de poder y decisión que obstaculizan la satisfacción de las necesidades básicas de la población que reclama mejores condiciones de vida.
En este aspecto de organización del poder y toma de decisiones encuentro la principal razón para proponer un nuevo modelo y texto constitucional. Este debe profundizar la democracia, promoviendo que las decisiones trascendentales de la vida nacional sean tomadas más directamente por las bases sociales.
Para esto se requiere establecer un sistema de participación efectiva y permanente de las comunidades, para que decidan, entre otros aspectos, sobre su territorio, la forma de ordenarlo, planificarlo y proyectarlo, partiendo de cómo lo sienten, cómo se relacionan con su entorno, sus tradiciones y valores.
Dicha forma de gestionar el territorio debe encausarse a través de la prospectiva de una nueva división político-administrativa, que se fundamente en las identidades geográficas y culturales, con el agua como eje articulador de la vida y las comunidades como protagonistas. Esa valoración territorial en estrecha relación con la construcción democrática requiere un nuevo ámbito constitucional y edificio institucional, porque en el actual esquema no es posible aplicarlo. Se trata de materializar los postulados del estado social de derecho, preservando en el nuevo texto constitucional los ejes axiales de la actual Carta, pero llevando nuestro sistema político a un plano más avanzado, fundamentándolo en la justicia social como supremo valor identitario e interpretativo de la constitución y la ley.
Posdata: antes de cerrar el sobre quiero señalar que en este análisis coloco el énfasis en un punto distinto al de los abordados en el proyecto de ley (PL) anunciado por el muy respetado doctor Eduardo Montealegre. Aunque comparto esos puntos de vista y las razones que se mencionan en la propuesta de PL, debo expresar que si no se modifica la forma de tomar las decisiones, es decir, si no se democratiza profundamente el poder, se mantendrá el problema de falta de concreción del estado social de derecho. Por esto, creo que lo principal que debe discutir la Asamblea Nacional Constituyente e incluirse en una nueva constitución es la democratización del poder a partir de la forma de decidir: lo uno y lo otro debe trasladarse directamente a las comunidades para que, a través de la planificación y proyección de sus territorios, marquen el rumbo del estado colombiano.
Claro está, esto implica un cambio del más profundo calado, porque consiste en modificar la lógica centralista, pero además, lo que es más serio, implica cambiar la percepción de que la gente de las comunidades no está “capacitada” para ejercer formas de autogobierno, lo cual denota una concepción discriminatoria que subvalora el conocimiento del hombre y la mujer natural, para subordinarlos al “letrado artificial” que sale de las facultades universitarias a “resolver y ordenar” los problemas de un país que desconoce. En las comunidades se encuentra la sabiduría y conocimiento para resolver los problemas, como enseñara José Martí, el mejor gobierno es el que equilibra los elementos naturales del país.
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