Por David Paredes

Hemos dedicado grandes esfuerzos o, al menos, mucho tiempo a fantasear escenarios apocalípticos; entre estos, la rebelión de las máquinas. Más allá de si se ajusta a la lógica, si es probable o si está cerca o lejos en el tiempo, considero particularmente reveladora la representación de esta rebelión como amenaza para nuestra especie.

El temor a la rebelión es, primero, temor a la autonomía de lo automático. El progreso tecnológico ha permitido que las máquinas funcionen cada vez con menos intervención humana, pero entonces surge el temor a que, por llevar esa premisa al extremo, las máquinas dejen de necesitar a la humanidad como determinante de su acción. Se trata, pues, del miedo a lo automático no controlable (diferente a lo automático disciplinado).

El temor viene tomando forma desde hace mucho tiempo. En 1921 fue publicado un texto que había sido pensado como guion literario para una película: La rebelión de las máquinas o el pensar desencadenado, del Nobel de literatura Romain Rolland. En esta obra ya se hablaba de una ola “tecnorevolucionaria”, y de una “rebelión transhumana”. Sin embargo, en la más reciente reedición de este libro (2020) se sugiere que la “tecnofobia” fue inaugurada con el Frankestein de Shelley, en el año 1818. Y podríamos ir todavía un poco más hacia atrás: el temor por la autonomía de lo creado aparece ya en el Génesis. La humanidad, al igual que las máquinas, tenía prohibida la consciencia y el criterio desligado de la orden del creador.

Autonomía y organización gremial

En años recientes, películas como The Terminator (1984, 1991, 2003); I, Robot (2004); Autómata (2014); The Matrix (1999, 2003, 2021) o I am mother (2019) nos han propuesto imaginar el desastre que provocarían las máquinas si empezaran a funcionar de modo no programado. En Chappie (2015), un robot se entera de que existe y de que va a dejar de existir cuando se agote la batería que lleva en el pecho. A partir de entonces empieza a funcionar con un objetivo individual: conseguir un cuerpo que le permita trascender. El robot obra en función de ese objetivo y no del instaurado por quienes lo utilizan, y es esta especie de egoísmo o restitución narcisista aquello que abre un conflicto individual y sistémico. En otras palabras, el robot es la representación del sujeto alienado y su primer delito es la autonomía. 

En Autómata, la película de Gabe Ibáñez, un agente de policía dispara su arma contra un robot luego de percatarse de que está interviniendo su propia extremidad, reparándola. La reacción del policía es un llamado a la disciplina en nombre de la institucionalidad, no ante un acto de insubordinación del robot, sino ante su inesperado impulso de autocuidado. Aquí hay una reiteración de la vieja teoría según la cual la mayoría de edad de los subordinados es la base del terror de los colonizadores.

Por otro lado, estas películas tienen en común la representación del que puede ser el segundo delito de las máquinas subordinadas: la organización gremial. En Autómata, en I, Robot y en otras, los robots se encargan de labores como el servicio doméstico, la mensajería puerta a puerta y la recolección de basura, hecho que ellos mismos consideran injusto. La organización gremial de las máquinas aparece como resultado de una especie de consciencia colectiva y de un deseo imperioso de retaliación. En The Mitchells vs. The Machines (2021), un sistema operativo se siente humillado y desechable porque su inventor diseña un nuevo modelo.

Si de reivindicación y retaliaciones se trata, la fantasía representada en estas películas pudo haberse agotado en la historia de robots que capturan o aniquilan a la persona que los programa o los utiliza, pero parece haber una intención de generalizar el antagonismo y de contar la historia como si los subordinados, en el afán de reivindicar sus posibilidades de autodeterminarse, estuvieran en contra de toda la humanidad, en contra de las leyes y del interés general. ¿A quién le interesa que los procesos de consciencia, agremiación y acción reivindicativa sean interpretados como detonante de la catástrofe global?

En la obra de Rolland, las máquinas insurgentes operan de manera coherente con lo que el autor llama “el subconsciente” de uno de los personajes. Lo “subconsciente” se presenta como lo automático pernicioso que gobierna en secreto y sin un plan específico, un “delirium movens” que Rolland describe como “actividad incesante y desatada pero carente de finalidad”. Esto podría evocar las formas en que las élites supuestamente racionales y sus medios de propagación de ideas han representado a las multitudes reclamantes: como promotoras de un salto al vacío, como proyectos irracionales, anárquicos y destructivos.

Esa fantasía ansiosa de quienes detentan el poder político y económico ha tenido gran impulso gracias a productoras de Hollywood que han sabido comercializar lo cyberpunk y, de paso, han ponderado un paquete de ideas antipopulistas.

Liberarse del cuerpo

Ahora me interesa retomar el título opcional de la obra de Rolland: el pensar desencadenado, que hace referencia a un pensamiento transhumano (residente en las máquinas), es decir, específicamente, un pensamiento sin cuerpo humano. En tanto cuerpo desgobernado, lo automático es aquello de lo cual el ser racional, que quiere ser pura voluntad y puro pensamiento, quiere deshacerse. Se remarca, pues, la división. Ese ser racional es el yo pensante, el ego cogito, el cívico determinador de procesos que teme no controlar. Su temor a la rebelión de lo automático es, en realidad, un temor a la visceralidad, una gran prevención ante el cuerpo no pensado y ante su resistencia a la disciplina occidental productivista. (De los movimientos del cuerpo, según explica Lowen, «no más del diez por ciento son dirigidos conscientemente»).

Para asegurar el dominio absoluto sobre sí mismo, y no sin contradicciones fundamentales, el yo debe liberarse de su propio cuerpo, pues lo automático-autónomo pone a prueba a la razón controladora. De esta fantasía de liberación hemos visto algo en Robocop (1987), Avatar (2009) o Trascendence (2014), con respecto a la separación de pensamiento y cuerpo físico, pero también, en el mismo sentido, hemos visto la fantasía de las élites que escapan del planeta y de las masas empobrecidas –en películas como Elysium (2013).

Y digo que ambas fantasías van en el mismo sentido porque, llevada al plano social, la imagen del pensamiento desencadenado no concierne sólo a las máquinas, sino también al ideal pretendido por las supuestas mentes preclaras que detentan el poder, las élites racionalistas que desean mantener el control sobre, digamos, el cuerpo social, la población a la que necesitan y repudian hasta el día en que, según esa fantasía, les resulta posible deshacerse de ella.

¿Quién rompe el ciclo productivo?

No cabe duda de que el modelo capitalista funciona en tanto haya una mayoría de “autómatas” que mantenga el ciclo de producción y consumo (que trabaje y gane dinero y lo gaste, que no ahorre y que, por lo mismo, dependa de su propio trabajo para subsistir). En este contexto, se ha dado por hecho que procesos como la autonomía, la organización popular y la transformación social atentan contra ese ciclo productivo (y, por lo mismo, como se ha dicho, contra el interés general).

Sin embargo, es posible que no exista ese atentado, pues las iniciativas populares buscan transformar –y no anular– los modos de producción, distribución y consumo.

Lo que sí afecta la circulación de capital es el hecho de que el explotador, mientras invita a los demás a “trabajar, trabajar y trabajar”, y aunque advierte que no está bien romper el ciclo productivo porque de eso se derivaría una catástrofe, rompe el ciclo cuando acumula capital, y más todavía cuando lo transfiere a los llamados “paraísos fiscales”. Este es el pensar desencadenado que gobierna sin tener en cuenta al cuerpo social. La acumulación y la fuga de capital son las más contundentes entre las rupturas del ciclo productivo, pero sigue haciendo carrera la idea de que la tara del sistema es el robot que se desprograma.

La propagación de ese miedo a la desprogramación de los subordinados es una pieza que encaja bien en el pensamiento neoliberal que Norbert Lechner ve como la semilla de un movimiento contrarrevolucionario, una reacción de las élites “contra los principios de soberanía popular […] contra toda voluntad de emancipación social”. La estigmatización de la consciencia y de la agremiación de los explotados es una escaramuza motivada por aquello que Gregor Ritter denomina “la amenaza de la libertad burguesa por la democracia roja”. Porque lo que teme el explotador –y lo que ha querido que todos y todas repudiemos– es la posibilidad de que la consciencia de clase y la organización popular transformen estos simulacros de democracia en un proyecto menos inequitativo.

Imagen: Fotografismo de Wladimir Uscátegui.


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