Issmo.jpeg

Ilustración: Diego Bastidas (Issmo)

Por Paula Andrea Marín Colorado*

De Eugenio Díaz a Tomás Carrasquilla, de Carrasquilla a García Márquez y de García Márquez a Daniel Ferreira, es en esta línea de la tradición de la novela colombiana en la que se enmarca El año del sol negro; allí se resumen 160 años de una vertiente de la novela en Colombia que ha tratado de narrar, bajo una óptica particular, las historias que no suelen aparecer en las narrativas más dominantes en una época determinada. Díaz lo hizo con la gente de «tierra caliente» narrando aquellas historias de explotación y discriminación que vivían los campesinos y, sobre todo, las campesinas que trabajaban (y trabajan) en las haciendas; Carrasquilla lo hizo poniendo frente a los ojos de los lectores las historias propias que no querían escuchar; García Márquez irrumpió en la literatura colombiana introduciendo temas, personajes y tonos narrativos inéditos hasta ese momento. Todos estos escritores trataron de presentar una novela «total», una novela que diera un panorama lo más completo posible del pedazo de país que les había tocado vivir, del país que conocían. Esto mismo encuentran los lectores de El año del sol negro: Un relato que aspira a dar una visión lo más completa y compleja posible sobre un momento en la vida de este país (el despertar ensangrentado, mísero y enfermo de nuestro siglo XX) en una región específica: Santander.

En este sentido, Ferreira se aleja de todos sus colegas escritores colombianos contemporáneos, en quienes lo que predomina es una narración desinteresada de esa visión panorámica y que se insertan en una tradición muy distinta de la novela colombiana. De manera inevitable, la novela de Ferreira hace vigente la discusión sobre la «novela de la violencia”, pero los dos momentos (el de mediados de siglo XX y el actual) no son comparables en términos históricos ni literarios; si bien García Márquez, Cepeda Samudio, Hernando Téllez, Jorge Zalamea, los escritores de Mito y del Nadaísmo emprendieron una lucha para salir del conteo de cadáveres en la novela colombiana, no se puede comparar a Ferreira con Daniel Caicedo y su Viento seco o con aquellas primeras novelas colombianas que se escribieron tras los hechos del Bogotazo.

Ferreira conoce muy bien la discusión estética de la década de 1960 en Colombia y su decisión es volver a contar los cadáveres desde aún más cerca que hace sesenta años, para que el lector no quede inmune, para que no pueda pasar por encima de ellos o entre ellos sin que algo muera o se inunde dentro de él; es, en todo caso, una perspectiva que impide que el lector se tape los ojos, como nos los hemos tapado, aunque veamos el noticiero en tv. o las noticias del Facebook o en Twitter; o aunque pasemos al lado de quien cae sobre el cemento. Al mismo tiempo, es una perspectiva que no admite misericordias o juicios fáciles con víctimas o victimarios, porque por encima de ellos está la miseria y la descomposición social que permea todas las relaciones y que son más visibles en los pueblos, en donde ante la ausencia del Estado acuden aquellos que se imponen con la fuerza de la plata que tanto escasea, de la falsa seguridad y del falso futuro.

El año del sol negro tiene aún más fuerza expresiva que sus predecesoras (Rebelión de los oficios inútiles, Viaje al interior de una gota de sangre, La balada de los bandoleros baladíes) y demuestra la pericia de Ferreira en el manejo de todas las técnicas narrativas de las que se vale; si bien aquí, como en sus anteriores novelas, está presente la necesidad de narrar el mismo hecho desde la perspectiva de personajes distintos (como Cepeda en La casa grande o García Márquez en La hojarasca), el tono épico del relato, el sinsabor de la tragedia que rodea a seres que no figuran en los grandes anales de la historia del país y la posibilidad de mostrar a esos seres-personajes en una mayor extensión y profundidad, producen que el efecto de lectura sea aún más intenso (y expansivo) que en sus obras anteriores. Ferreira nos lleva cada vez más atrás –o hacia adelante, según el orden en el que se lean las novelas– en el encuentro con las raíces del desastre que vivimos (y hacia adelante –o hacia atrás– con la agonía de las utopías, la descomposición de casi toda esperanza, de casi todo vínculo) y su narración, su punto de vista está ahí, donde el Gobierno solo ha visto cifras o seres anónimos que a nadie le importan y que él elige como sus protagonistas, instalándose en el mismo plano, asumiendo sus contextos, sus discursos, sus registros.

Ningún escritor colombiano de su generación –al menos que yo conozca– tiene un proyecto tan ambicioso como el de Ferreira ni cuenta con un conocimiento tan claro de su tradición literaria (colombiana, latinoamericana y occidental, me atrevería a decir), con un andamiaje narrativo tan preciso y elaborado (para saber exactamente qué decir y cómo decirlo), con una opinión seria y clara sobre el papel del escritor en esta sociedad y con un universo tan propio como el que pone a andar en su novela, y que jamás deja al lector indiferente, con una narración capaz de echar mano de la mejor crónica, de lo mejor del lenguaje popular y hasta de lo mejor de ciertos estereotipos. Acompañamos al fusilero atravesando paisajes inhóspitos, jugándose la vida por llevar hasta las últimas consecuencias la decisión que ha tomado; acompañamos a Julia Valserra –quien ya había aparecido en Rebelión de los oficios inútiles, en la infancia de Ana Larrota–, en las contradicciones propias de su género, su época, su posición social y sus particulares ambiciones. Valserra y el fusilero son personajes que logran constituirse como unidades narrativas “vivas” para el lector, con sus propios vaivenes y limitaciones, con su particular vivencia de aquello que llamamos amor. La novela muestra muy bien cómo todos los que están en la guerra lo hacen por diversos motivos y en diversas circunstancias y cómo esa guerra marca inevitablemente sus destinos y los de sus descendientes directos e indirectos.

Ferreira, además, nos ha enseñado (o nos ha recordado) cosas sobre el funcionamiento de la vida literaria en Colombia: que si no tienes contactos importantes en el mundo literario, la forma (menos) fácil para ser escritor (hoy) es aprender a usar las redes sociales y los recursos de la comunidad virtual; concursar en cuanto premio te cruces hasta ganar alguno que te saque del anonimato y del territorio de lo inédito; que es mejor que los premios sean extranjeros y mucho mejor que sea de una editorial industrial multinacional; que después de eso, los lectores, editores y críticos literarios de tu país empezarán a fijarse un poco más en ti; que después de eso, vivir en la capital del país ya no será necesario, porque el trabajo que tienes entre manos se puede hacer casi desde cualquier lugar donde llegue internet.

Llegar a ese punto le ha tomado a Ferreira los últimos 18 años de su vida. Podría decir que “el que persevera alcanza”, pero es algo mejor, es algo diferente: quien se obsesiona, se apasiona, se rebela, encuentra siempre la manera de hacer las cosas, aunque los resultados sean inciertos. En este caso, lo cierto para mí –afortunadamente– es que con El año del sol negro Ferreira inaugura un nuevo y definitivo capítulo en la historia de la literatura colombiana.

* Investigadora en literatura colombiana