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Foto: lapaginamillonaria.com

Por Wladimir Uscátegui

La foto registra un gesto grotesco y desafiante; un rostro desfigurado en un rictus burlesco a la par que violento, casi como extraído de un cuadro de Brueghel o El Bosco: el ceño prominente, la mirada desorbitada, la lengua obscena… Darío Benedetto afrentaba así el gol que abría el marcador en la más reciente final de la Copa Libertadores de América, postergada y jugada en tierras ibéricas por culpa de la violencia, misma que, como pretendemos mostrar en esta nota, se encuentra aupada por las narrativas e imaginarios difundidos por la prensa deportiva.

Nos interesa, pues, hacer un breve ejercicio de semiótica gestual y análisis del discurso aplicado a las formas de expresión de un deporte que, como pocos, se ha convertido en metáfora de multitud de conflictos sociales, políticos, económicos y culturales.

Se dice con frecuencia que el fútbol (el deporte en general) permite la creación y consolidación de identidades. Se lo afirma, sin embargo, con demasiado optimismo, dando por sentado que eso es algo necesariamente bueno. Y lo cierto es que no necesariamente lo es. Ni bueno ni malo per se, pues ello depende justamente de qué tipo de identidades se pretende reivindicar. Como juego -esto es, en tanto práctica lúdica-, el fútbol tiene sin duda un atractivo enorme, pues convoca un amplio conjunto de estrategias (tanto individuales como colectivas), habilidades, estratagemas e incluso dosis de gestualidad (a veces exageradas) que le confieren un tono dramático y lo convierten en una puesta en escena sofisticada y compleja; así mismo, permite vehicular todo un conjunto de valores colectivos, sociales, basados en la solidaridad y el hedonismo puro (las formaciones en la cancha se asemejan a las coreografías danzísticas).

Pero, por desgracia, el fútbol es hoy mucho más que un simple juego, un divertimento: es un negocio increíblemente jugoso: las cifras de las transacciones son mareantes, los sueldos ridículamente astronómicos, las mafias de las apuestas y los «pases» numerosas. Y es ahí donde el fútbol se revela como una auténtica práctica de exclusión, pues no solo se fundamenta en la idea de eliminar al contrario (esos otros y, sobre todo, esas otras a quienes se ha proscrito) sino que crea, además, dinámicas e imaginarios elitistas y bélicos.

De los primeros cundan los ejemplos y a diario se conocen detalles de los derroches, los lujos, las excentricidades y -vale la pena mencionarlo- las evasiones fiscales de los jugadores de élite, apenas superados por las estrellas rutilantes del rock y el pop. Hay excepciones notables, como el del delantero egipcio Mohamed Salah, de quien se dice que ha construido escuelas y comprado una ambulancia para ayudar a las gentes de su ciudad natal; o el del jugador de Costa de Marfil Didier Drogba, quien organizó algunos partidos como fórmula de reconciliación en un país que, como el suyo, aún resentían los flagelos de la guerra, lo que demuestra el poder convocante que tiene la lúdica futbolística. Pero estas son, claro, las excepciones que confirman la regla.

Habrá quien arguya que la mayoría, si no todos los jugadores mejor pagados del mundo tienen, mal que bien, sus escuelitas y fundaciones que son, sin embargo, simples fórmulas de amortización de cargas fiscales; como diría Galeano, «meros impuestos que el vicio paga a la virtud». Es significativo el caso del proyecto Common Goal liderado por el español Juan Mata, con el cual se invitó a que los jugadores de primer nivel de todo el mundo donaran un mísero 1% de su salario para financiar causas sociales, ninguno de los cuales aceptó (en cambio, sí lo hicieron jugadores y jugadoras de bajo renombre y, por tanto, ingresos mucho menores). El problema es que el prototipo de estrella (millonarios, rodeados de lujos y mujeres) se está convirtiendo cada vez más en la razón de ser del fútbol y millones de niños en todo el mundo empiezan a practicar el deporte con el objetivo de emular a sus ídolos (ídolos de barro) en esos aspectos.

En cuanto a los imaginarios bélicos, que es de lo que se trata esta nota, basta con echar un vistazo al lenguaje usado por fanáticos y comentaristas deportivos para evidenciar hasta dónde la violencia, que muchos encuentran «inexplicable», está en perfecta consonancia con él. Palabras como eliminación, penal, tiro, disparar (en algunos países se usa el verbo «chutar» que deriva del inglés shoot) o expresiones como «muerte súbita» o «pase de la muerte» son de uso común y totalmente normalizado. Las metáforas y símiles siguen la misma línea bélica y tanatológica (los disparos al arco son referidos con verbos como fusilar, encañonar; a los jugadores se les apoda «bombarderos», «verdugos», «el que no perdona», etc.) e incluso una abiertamente sexual y machista: no hay nada más humillante que un «caño» o un «túnel», es decir, sobrepasar al contrario metiendo el balón por entre sus piernas, una jugada que en ocasiones suele denominarse con una referencia directa al órgano sexual femenino (v. gr., «se la metieron por la…»). La metáfora es clara: hacerle un túnel al oponente significa «rebajarlo» a la condición de mujer (un ser carenciado, proscrito) y aprovecharse de la circunstancia de que abra las piernas… Ahora, es muy probable que, en principio, la jugada sea simplemente un ingenioso y hábil regateo, una floritura; quizá así la entienden los niños. Pero los adultos parecen no poder ignorar las implicaciones sexuales de la jugada, inevitablemente ligada a los imaginarios propios del machismo más rancio.

De esto último mejor ni hablar. Baste recordar el vergonzoso impase de cierto maestro de ceremonias que optó por preguntar a Ada Hegerberg, primera mujer en ganar un Balón de Oro, si ella sabía hacer twerking pues, por lo visto, a eso y no a jugar fútbol es a lo que deberían dedicarse las mujeres.

O hablemos de los colores, sobrenombres y símbolos de las «escuadras» (otra palabra tomada del entorno militar), que revelan también de manera cristalina conflictos de clase o políticos: en todos lados hay rivalidades entre rojos y azules, entre «millonarios» y «populares», entre centro y periferia, todos símiles tomados del campo político en donde los bandos enfrentados asumen también esos signos distintivos. En Colombia, por ejemplo, la lucha fratricida entre conservadores (azules) y liberales (rojos) ha mutado en una rivalidad (que también ha cobrado sus muertos) entre hinchas de Santafé (cachacos, de clase media o media alta) y Millonarios (un equipo de raigambre más popular, cuya denominación tiene cierto afán compensatorio). Argentina tiene también su propia confrontación, que a veces adquiere connotaciones épicas, entre un equipo millonario (River) y otro de estirpe más popular (Boca). Las implicaciones políticas, por supuesto, no son solo simbólicas: en Argentina la barra brava «La 12» (de Boca) es auspiciada por líderes políticos afectos al fascismo, los cuales tuvieron mucha injerencia en la subida al poder del derechista Mauricio Macri, a la postre antiguo presidente de Boca Juniors.

Allende las fronteras, varios juegos de fútbol se siguen leyendo en clave política. Según la mitología forjada por narradores y comentaristas deportivos, Maradona vengó la afrenta de las Malvinas en México 86, con sendos goles al seleccionado de Inglaterra, y una victoria de un equipo «chico» (por lo general latinoamericano o africano) contra un grande (europeo) servirá siempre para revivir las heridas del colonialismo o, por el contrario, señalar el declive del espectáculo (en el mundial de 2014, un petulante y estúpido «comentarista» -eufemismo para referirse a encopetados charlatanes, narradores de lo obvio- deploró que la selección de Costa Rica hubiera avanzado hasta los cuartos de final pues, según él, ese hecho señalaba la decadencia del deporte mismo).

Todos estos ejemplos (y muchos más que los lectores y lectoras deben conocer) sirven, pues, para confirmar que el fútbol ha sido pervertido, despojado de su carácter lúdico y hedonista, y convertido en escenario de nuevas batallas que trascienden las canchas y céspedes. Las identidades creadas alrededor de los equipos o seleccionados siguen reproduciendo los estereotipos y clichés del clasismo, el racismo y, cómo no, el machismo, y el lenguaje que privilegian, masifican y «normalizan» los locutores (auténticos agentes incendiarios) y comentaristas está plagado de arengas belicistas e invocaciones a la identidad nacional propias del fascismo. Y no hay que olvidar que hoy por hoy, en plena «sociedad de la información», el lenguaje es un poderoso generador de realidades.

El gesto de Benedetto lo dice todo: no basta con anotar, con jugar y divertirse; hay que humillar, rebajar al oponente, aún cuando, muchas veces, la afrenta termine siendo finalmente vengada y quienes triunfen sean, al final de los tiempos, los humillados y ofendidos de los que escribió Dostoyevski.