Por Milena Passos
Dicen los titulares “Paro Nacional: Una menor de edad se habría quitado la vida tras denunciar violencia sexual por parte de policías”. Consternada abro la noticia y recuerdo las denuncias del día anterior. En Popayán, dos menores habían sido detenidas el 12 de mayo; una de ellas denunció en un video trasmitido por redes que en su retención un policía le decía «Uy, qué rico lamerla», y le preguntaban que qué hacía en la calle. La amenazaron con matarla, la golpearon y la ingresaron ilegalmente a la URI mientras su madre era agredida e irrespetada a las afueras de la instalación. Ahora, la otra menor, después de relatar en su perfil de Facebook los vejámenes de los que había sido víctima, se quita la vida.
Enseguida llegan los mensajes de indignación–acción de mis compañeras. Todas sentimos dolor y rabia, todas nos reconocemos en Allison. Según la ONG Temblores, en lo que va corrido de este Paro Nacional han habido 11 denuncias de violencia sexual contra mujeres; pero no es todo, el movimiento feminista antimilitarista puso en evidencia que entre el 2015 y el 2017 la fiscalía ha recibido 4.337 denuncias por agresiones de agentes de la fuerza pública contra mujeres, pero solo 34 han sido juzgados. Estos casos de violencias basadas en género responden no solamente a un proceder sistemático sino estructural, propio de una institución que hunde sus raíces y se sustenta en el patriciado.
Sin embargo, la poética transformación dialéctica que emerge en el momento en que hemos logrado reconocernos contrarias a nuestros agresores, se organiza y responde con digna rabia. Se gesta en la hondonada de nuestro vientre, donde pretendieron sembrar la semilla del miedo y la desesperanza: apuestas sororas, antimilitaristas y feministas que pondrán a tambalear los cimientos del Estado que no nos cuida, para quien nunca hemos sido ciudadanas, que no nos sirve y por ello desconocemos.
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