Por David Paredes

En una conversación organizada por la Universidad de Princeton en septiembre de 2020, la escritora chilena Diamela Eltit reflexionaba acerca de la inequidad: “hubo una bomba atómica en la política cuando empezó a existir una clase política que se reconoce como tal”. Sería bueno determinar el momento en que explotó esa bomba atómica, pero, en cambio, sólo tenemos a la vista las que pueden ser sus implicaciones. Una de ellas es la crisis de representación.

En teoría, si se trata de aplicación de justicia, la ciudadanía es representada por un abogado y por el ministerio público; en el ámbito de la legislación, es representada por congresistas y personas diputadas a nivel municipal y departamental; y por alcaldes, gobernadores y presidente en la rama ejecutiva. Pero sólo en teoría. En la práctica, estos actores institucionales representan muchas veces los intereses de la presidencia y del partido de gobierno antes que los de la ciudadanía. A esto habría que sumar el hecho de que mientras una persona que integra el Congreso de la República tiene un salario de 34.417.000 pesos, hay veintiún millones de personas (el 43% de la población) sumidas en un estado de “pobreza monetaria” porque no laboran o porque reciben un salario inferior al mínimo legal (que ya es precario de por sí).

En teoría, si se trata de aplicación de justicia, la ciudadanía es representada por un abogado y por el ministerio público; en el ámbito de la legislación, es representada por congresistas y personas diputadas a nivel municipal y departamental; y por alcaldes, gobernadores y presidente en la rama ejecutiva. Pero sólo en teoría. En la práctica, estos actores institucionales representan muchas veces los intereses de la presidencia y del partido de gobierno antes que los de la ciudadanía

Puesto que prevalece el interés del sector macroempresarial y este se encuentra íntimamente vinculado con el Congreso, en Colombia no parece viable el incremento del salario mínimo ni el avance de propuestas como la redistribución de la renta, la lucha contra la corrupción o la reducción del salario de altos funcionarios. Parafraseando lo dicho por el maestro Julián Sabogal en una entrevista del año pasado, en Colombia tampoco va a ser posible una reforma agraria, que parece tan urgente en favor de la justicia y los índices de productividad, porque los legisladores son al mismo tiempo los terratenientes que la impiden. En estas circunstancias, resulta obvio que la llamada “clase política” no representa a nadie que esté fuera de su círculo de interés.

Por otra parte, hace algunos días fue publicado un documento escrito y firmado por “un grupo de ciudadanos con trayectoria profesional en los sectores público, privado y académico”, como se describen a sí mismos, o “muchos de los economistas más importantes del país”, como los presentó Moisés Wasserman en su cuenta de Twitter. El documento compila argumentos para explicar por qué es importante, y en cierta medida inaplazable, la aprobación de una reforma tributaria. Afirman que, de no hacer la reforma, sería difícil asegurar la sostenibilidad fiscal del país. La clase media, dicen, terminará siendo más afectada por la crisis que por la reforma. De otro lado, en una intervención artística en la ciudad de Pasto, un grupo de jóvenes escribe en el suelo: “Al otro lado del miedo está el pueblo que soñamos”. La contraposición de estos dos testimonios (el documento de los economistas y la intervención gráfica de las jóvenes activistas) permite recordar cuán disímiles son las visiones y las actitudes que están en juego.

Están los rescatistas del establecimiento y los cansados de nunca ser realmente rescatados. Unos, los desposeídos, tienen apertura para considerar otras formas de organización social; otros, los explotadores, quieren aferrarse al viejo modelo donde no cabemos todos, el modelo que, además, parece derrumbarse sobre nuestras cabezas. Hay, pues, un problema basado en la falta de concordancia que es –o debería ser– obvia: la prosperidad de la “clase política” es proporcional a la precariedad y la miseria de la clase trabajadora.

Están los rescatistas del establecimiento y los cansados de nunca ser realmente rescatados. Unos, los desposeídos, tienen apertura para considerar otras formas de organización social; otros, los explotadores, quieren aferrarse al viejo modelo donde no cabemos todos, el modelo que, además, parece derrumbarse sobre nuestras cabezas

A menos de que uno quiera ser deliberadamente reduccionista y sesgado, no cabe aquí la conclusión de que la crisis social se deriva del paro nacional; ni siquiera de la pandemia. La crisis, por si hace falta decirlo, es principalmente el resultado de años de desigualdad y acaparamiento, años de un “sálvese quien pueda” disimulado por subsidios y simulacros de comunidad. “Todos somos Colombia”, “estamos juntos en esto”, han dicho y seguirán diciendo.

no cabe aquí la conclusión de que la crisis social se deriva del paro nacional; ni siquiera de la pandemia. La crisis, por si hace falta decirlo, es principalmente el resultado de años de desigualdad y acaparamiento, años de un “sálvese quien pueda” disimulado por subsidios y simulacros de comunidad

Hace mucho tiempo que se encumbra la figura del trabajador, el colombiano ejemplar, persistente, laborioso, el obrero, la joven deudora del ICETEX, el campesino “que pone los alimentos en nuestra mesa”, etcétera, pero no hemos querido ver que esas personas se han cansado de esperar justicia, pues ni su trabajo es bien remunerado ni la vivienda es propia, o las semillas no les pertenecen, no tienen empleo ni acceso al servicio de salud, o crecieron en un pueblo sin escuela o en un barrio donde los actores armados ponen y quitan la ley. Estas personas, es decir, una cantidad considerable de la población, no tienen representantes. En el mejor de los casos, el Estado de Derecho existe para ellas de forma intermitente. Así en cualquier lugar del país donde se ponga la mirada, en el campo y en la ciudad, en el centro, en las periferias, en las comunas y en los resguardos.

En plena manifestación, una mujer encara a un policía y le grita “lo único que estamos haciendo aquí es pedir que dejen de robarnos y de matarnos”. Parece la petición modesta de alguien que definitivamente no quiere “todo regalado” y ha decidido representarse a sí misma en las calles. Por cierto, si la manifestación es una coyuntura en la cual desaparecen los interlocutores y cada manifestante se representa a sí mismo y a su gremio, habría que preguntar cuál es, entre tanto, el rol del llamado comité del paro.

En no pocas ocasiones esta organización ha asumido funciones de coordinadora logística, pero desde las movilizaciones de noviembre y diciembre de 2019 quedó la duda con respecto a la concordancia entre la lectura que el comité hiciera de la realidad y la lectura que hacían quienes resistían la represión estatal en primera línea. Además, las agendas locales no siempre coinciden con la agenda nacional. La representación, como es evidente en este caso, apenas llega a ser parcial y condicionada. ¿Y Gustavo Petro? ¿Representa a todos los sectores sofocados por la inequidad? Unos pocos optimistas dirán que sí. Pero hay desconfianza ante las instituciones, las autoridades y, en general, ante el modelo económico, los procesos electorales y la democracia liberal diseñada a la medida del interés de las élites.

¿Qué diálogo es posible en medio de esta crisis de representación, es decir, en medio de la rabia, la desconfianza, la división y un grado alarmante de ingobernabilidad? ¿Qué quieren todos estos sectores empecinados en transformar su realidad? ¿Es posible soldar tantos pedazos de país? Las conversaciones que nos esperan son muy largas. Pero a los encargados del gobierno nacional no parece importarles. Quieren negociar, a puerta cerrada, con quienes no están en paro. Mientras tanto, la gente en las calles se arriesga a las pérdidas que genera el bloqueo, y es posible que en el camino vaya surgiendo un diálogo horizontal que, como indica Juan Cárdenas, es lo más temido por “los poderosos”, el diálogo entre explotados que antes parecían transitar la miseria por caminos irremediablemente separados.

En las calles se unen barristas de diferentes equipos de fútbol y transportadores de una u otra modalidad; si los estudiantes eran blanco de críticas, hoy reciben el apoyo de vendedores ambulantes y de volqueteros que acuden con materiales para construir una barricada; un médico explica a un grupo de jóvenes de qué modo se puede contener una herida y hacer un torniquete; dos adolescentes ayudan a un habitante de calle afectado por el gas lacrimógeno; ya en la noche, alguien abre las puertas de su casa para que se resguarden los manifestantes perseguidos por la jauría… En las calles, sobre las ruinas del Estado de Derecho demolido cuando la fuerza pública se convierte en verdugo de la nación, se fraguan la tolerancia, la solidaridad y la autogestión, formas de comunitarismo, semillas de algo que echará raíz en el país situado, como dicen por ahí, al otro lado del miedo.

A este paso, tal vez en un tiempo consigamos dar respuesta a la pregunta que hiciera Alain Touraine en los primeros años de este siglo: “¿podremos vivir juntos?”, pero seguirá siendo importante asumir una pregunta todavía más concreta, difícil, incómoda y crucial: “¿podremos –y queremos– prescindir de la ‘clase política’ que vive desconectada del resto del país y hace fortuna con el producto de nuestro trabajo?”

En las calles se unen barristas de diferentes equipos de fútbol y transportadores de una u otra modalidad; si los estudiantes eran blanco de críticas, hoy reciben el apoyo de vendedores ambulantes y de volqueteros que acuden con materiales para construir una barricada; un médico explica a un grupo de jóvenes de qué modo se puede contener una herida y hacer un torniquete; dos adolescentes ayudan a un habitante de calle afectado por el gas lacrimógeno; ya en la noche, alguien abre las puertas de su casa para que se resguarden los manifestantes perseguidos por la jauría…

Coletilla:

Lo que comenzó el 21 de noviembre de 2019 y se reanudó el 28 de abril de 2021, esa suma de inconformidades y cansancios, se está convirtiendo, con el paso de los días, en un proceso popular. En Pasto, por ejemplo, aunque haya todavía brotes de furia y oportunismo, gente impulsada por la necesidad y la desesperación para romper una vidriera y agarrar lo que esté a la mano, empieza a ser clara la posición de las multitudes que se encargan de evitar los saqueos. Y hay asambleas populares para analizar el proceso, sopesar posibilidades, conseguir botiquines e insumos, verificar información o evitar confrontaciones. Cuando los policías, por verse rodeados en la Plaza del Carnaval y en la avenida de la calle 27, en pleno centro de Pasto, renunciaron el día 5 de mayo de 2021 a atacar a la población civil, esta última les respondió con un aplauso. En palabras de uno de los presentes, aquella fue la prueba de que “no somos iguales que ellos”.

La manifestación sigue con el lirismo que, quizás, sólo el sur puede tener: quenas y zampoñas curan miedos con un sonsureño o con la melodía festiva de un raymi, incluso entre arengas iracundas y detonaciones de granadas aturdidoras.


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