Mural alusivo al Concurso Departamental de Bandas de Música de Samaniego, Nariño.
Foto: Gustavo Montenegro.

Colombia es un estado barbárico. Más que barbárico, es un estado salvaje. En los manuales de historia al uso se suele afirmar que fue la invención del lenguaje escrito lo que permitió a los seres humanos superar la barbarie y entrar en la etapa que conocemos como civilización. Hoy, parece evidente que ningún lenguaje parece describir el horror de la realidad; la verdad de la muerte se impone sobre cualquier otra realidad simbólica o discursiva. Navegamos en un mar de palabras que ya no bastan, que ya no describen el mundo ni son reflejo de la cruda realidad que nos circunda. No terminamos de llorar a los muertos de ayer y ya estamos llorando los de hoy. Retorno a la barbarie.

Un país que le apostó a la Paz, que logró -con oposición de un mezquino y miserable grupo de políticos y empresarios- consolidar un Acuerdo de Paz con una de las guerrillas más viejas del mundo, ve ahora cómo los escuadrones de la muerte vuelven a sembrar sangre en los campos y pueblos de la geografía nacional, ensañándose con la población más inocente: niños, niñas y jóvenes. Hace unos días, fueron dos escolares en Leiva, Nariño. Hace pocos días, 5 jóvenes en la localidad de Llano Verde, en Cali. Ayer, dos nuevas masacres dejan tristes saldos en los municipios de Magüí Payán y Samaniego, ambos nuevamente en el departamento de Nariño, un territorio acosado por grupos criminales que se disputan el control territorial y criminal. En este último caso, comunicadores y comunicadoras regionales han lamentado el tremendo y macabro contraste entre un Samaniego que por estas fechas, como lo hace cada año, debería estar celebrando una edición más del Concurso de Bandas Municipales, uno de los más importantes del país, y hoy se enluta con la muerte de 9 jóvenes ajusticiados por grupos armados que operan con la más absoluta complacencia y permisividad del gobierno nacional.

un Samaniego que por estas fechas, como lo hace cada año, debería estar celebrando una edición más del Concurso de Bandas Municipales, uno de los más importantes del país, hoy se enluta con la muerte de 9 jóvenes ajusticiados por grupos armados que operan con la más absoluta complacencia y permisividad del gobierno nacional

Este último, por su parte, en cabeza del presidente Iván Duque, sigue fiel a su estrategia de mantener el estado de excepción y describir un país de ficción, encubriendo con eufemismos la realidad inminente: el recrudecimiento de la violencia y el retorno a una época que quisimos creer superada: la época oscura y miserable de las desapariciones, de las masacres, de los falsos positivos. Nada de eso es importante para un gobierno indolente, incompetente y cómplice, más preocupado por lavarle la cara a los ideólogos del terror que en actuar de manera eficaz contra los perpetradores de la violencia, que es muy probable sean del mismo bando, tal como se ha venido denunciando desde hace meses.

Nada de esto es importante para un gobierno indolente, incompetente y cómplice, más preocupado por lavarle la cara a los ideólogos del terror que en actuar de manera eficaz contra los perpetradores de la violencia

Nosotros y nosotras, mientras tanto, nos hemos visto conminadas, resignadas, cobarde o complacientemente resignadas a “protestar” en nuestras engañosas “redes”, las cuales, como su nombre lo deja muy claro, son trampas. Nos dieron el Twitter, pero nos arrebataron la calle, el verdadero lugar de enunciación de la sociedad. Así, hoy, como ayer, como antier, como siempre, Twitter se llena de hashtags, de inflamadas proclamas y hasta de insultos de los más indignados. Pero nada de eso le hace mella a un gobierno convenientemente sordo a la voz popular ni sirve para otra cosa que no sea catapultar a los oportunistas, siempre dispuestos a usar las cifras y evidencias como arma arrojadiza contra sus adversarios. Colombia hoy es eso: un país de adversarios, un territorio en donde la barbarie se impone a través de las armas, segando la vida de los más vulnerables, los más jóvenes.

Ante esa realidad no hay discursos ni hashtags que valgan; ante la imposición del régimen del terror debemos oponer el valor afirmativo de la esperanza. Pero no una esperanza vacía, mero sustituto de una fe metafísica; si no una esperanza fruto de la acción colectiva. Está cada vez más claro que las medidas de confinamiento y el discurso del miedo ante la actual pandemia han tenido también un efecto adormecedor en la sociedad, cada vez más dispuesta a aceptar como inevitable un estado de excepción en el que ha quedado proscrita la posibilidad de ejercer la mínima ciudadanía.

Ante esa realidad no hay discursos ni hashtags que valgan; ante la imposición del régimen del terror debemos oponer el valor afirmativo de la esperanza. Pero no una esperanza vacía, mero sustituto de una fe metafísica; si no una esperanza fruto de la acción colectiva

Cercados por el virus, atemorizados por el poder, engañados por los media, nos vemos hoy impotentes para hacer frente a la barbarie, al salvajismo -insistimos- de quienes siguen empeñados en imponer por la fuerza la verdad del fusil. Y quienes no somos aniquilados por las balas vamos siendo poco a poco aniquilados por la indiferencia, la indolencia, la incapacidad de escapar de las redes que nos tendieron para arrebatarnos el derecho de tomar las calles, de alzar la voz y afirmar nuestro rechazo a este régimen de terror. El virus de la violencia y la indolencia están cobrando también su cuota de mortalidad en un país que parece trágicamente condenado a perpetuar una época con un nombre muy específico: la Violencia.


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