Colombia afronta este fin de semana una nueva jornada electoral en la que se definirá quién será el presidente por los próximos cuatro años. Jornada que ha venido precedida de un debate álgido, intenso y particularmente agresivo en el que han cundido los ataques personales, las injurias, las noticias falsas e incluso amenazas de muerte. Como si fuera poco, la institucionalidad se ha fracturado, algunos representantes y órganos del gobierno se han envilecido en su afán de interferir en la contienda y la confianza de la gente en las instituciones es escasa o nula.

Tristemente, este clima de violencia es apenas un eco de la violencia armada que, después de un arduo intento por establecer la paz, volvió a tomarse poblaciones, regiones enteras del país, condenando a millones de colombianos y colombianas al destierro, el exilio, la desaparición y la muerte. En un ciclo trágico, Colombia ha vuelto a ser un país desangrado por una guerra intestina que parece favorecer solo los intereses de quienes durante siglos han perpetuado un sistema de exclusión e injusticia que anhelamos dejar definitivamente atrás.

Esa misma violencia ha apagado, incontables veces, la posibilidad de un cambio, la posibilidad de un gobierno popular. Los candidatos políticos inmolados en nombre de la “democracia” superan en número al de casi cualquier otra democracia moderna así como las cifras de líderes y lideresas sociales y ambientales asesinadas están entre las más altas del mundo.

Este dramático y terrible escenario debe cambiar. Y hoy tenemos la posibilidad de hacerlo, de manera democrática y pacífica. Con alegría incluso, pues nunca es tan oscura la noche como cuando ya se aproxima la luz de un nuevo día. Hace un año, una generación que ha crecido en medio de la precarización y la violencia pero en cuyo corazón late el anhelo de paz, irrumpió en la Historia para exigir un cambio. Un cambio que no fuese meramente formal, sino un cambio que permitiera que millones de hombres y mujeres pudieran gozar de manera plena de los derechos que con tanta esperanza consagró la Carta del 91.

Colombia es un país de inmensa riqueza: natural, cultural, humana. Pero al mismo tiempo, es un país empobrecido y humillado por una casta política que durante siglos se ha dedicado al robo y el pillaje, creando las desigualdades e inequidades que han sido, a su vez, origen de tantas violencias.

Una generación de hombres y mujeres está empujando el cambio en Colombia. Es una generación que ha aprendido (o está aprendiendo) a pensar el mundo en clave ambiental, feminista, popular. Una generación que no quiere revivir los estragos del fascismo ni perpetuar los daños irreparables del Capitalismo salvaje. Y desde este espacio queremos afirmar nuestra voluntad de contribuir, desde nuestros oficios y nuestras acciones, a la consecución de ese cambio.

No podemos ni queremos ser indiferentes al sufrimiento de millones de compatriotas que hoy carecen de los más elementales derechos. No queremos renunciar al sueño, transmitido de generación en generación, de vivir en un país en paz, en donde todos y todas podamos convivir en la diversidad y la diferencia. La jornada de este 29 de mayo puede ser el primer paso hacia una era de bienestar. Por todo esto, queremos hoy decir que le apostamos al cambio, que le apostamos a la construcción de un país en el que primen la vida, el respeto a la diferencia y la justicia social.