Por Gustavo Montenegro Cardona

Por las calles de Jerusalén un desfile fúnebre intenta abrirse paso. Un grupo de hombres carga con el féretro. El ataúd lleva encima una bandera de Palestina. Muchas personas acompañan el cortejo. La prensa local y decenas de corresponsales internacionales registran el evento. La gente llora por esta vida que se ha perdido. A quien cargan, a quien lloran y por quien se lamentan, era Shireen Abu Akle, una periodista palestina que falleció el 11 de mayo luego de recibir un impacto de bala mientras realizaba la cobertura a una operación militar de las fuerzas ocupantes israelíes en la ciudad de Yenín, ubicada al norte de Cisjordania.

La marcha fúnebre avanza, la ciudadanía se suma. Más y más gente rodea a la víctima. La policía isarelí se lanza contra los asistentes. Los acompañantes se resisten. Se arma una trifulca. Los policías arremeten. Los cargueros hacen todo lo necesario para evitar que el ataúd caiga al suelo. De acuerdo con El País (España) Shireen Abu Akle “se había convertido, tras 25 años apareciendo en los televisores de millones de personas, en toda una referencia periodística en el mundo árabe».

Las imágenes circularon con la misma rapidez de la bala asesina. La indignación se quedó limitada a la inevitable pronunciación de la Asociación de Prensa Extranjera, el duelo de los periodistas palestinos, algunos titulares de medios internacionales y unos pocos párrafos explicando la situación.

Esa misma semana, en México, dos periodistas fueron asesinadas. La directora del sitio web de noticias El Veraz, Yessenia Mollinedo Falconi, y la reportera Sheila Johana García Olivera murieron en el municipio de Cosoleacaque. Con estas muertes ya son nueve los/as periodistas mexicanas asesinadas en desarrollo de sus actividades profesionales. Una premisa que de manera extraña se pone en duda cuando se trata de informar sobre estos hechos.

En Colombia, en lo que va de 2022, reportes de la Fundación para la Libertad de Prensa advierten que han ocurrido 21 agresiones contra comunicadores sociales; de ellas, nueve son hostigamientos, ocho amenazas, dos impedimentos para el acceso a la información y dos corresponden a daños a la infraestructura de los medios de comunicación.

En 2021, 768 periodistas fueron víctimas de diversas agresiones, una cifra que resultó significativamente alta por los diversos hechos que se presentaron durante el Paro Nacional. El principal agresor fue la Fuerza Pública y sorprendió el débil respaldo institucional al oficio periodístico.

La foto panorámica muestra un desolador paisaje. El oficio periodístico está amenazado de forma permanente. México resiente el poder del narcotráfico que, cuando se atraviesa en todos los estamentos de la sociedad, arrasa también con quienes buscan denunciar, informar o entregar indicios de nuevas verdades desde la plataforma periodística.

Es tremendamente paradójico que el asesinato de periodistas no se constituya en una noticia que conmueva al mundo. En muchos casos, el hecho, ni siquiera llega a ser noticia. Que tres mujeres periodistas hayan sido asesinadas en dos países diferentes, durante la misma semana, debería ser un hecho que paralice las rotativas, que rompa el silencio mediático, que promueva la reacción de las audiencias en protesta por quienes silencian las voces de los comunicadores y mediadores o que implique una indignación de largo aliento. Pero no, eso no sucede.

Aquí hay que recordar que el asesinato de periodistas y miembros de medios de comunicación constituye la forma de censura más extrema. El ejercicio periodístico, lo recuerda la OEA, “solo puede efectuarse libremente cuando las personas que lo realizan no son víctimas de amenazas ni de agresiones físicas, psíquicas o morales u otros actos de hostigamiento”.

Hemos olvidado que estos hechos de violencia atentan contra los derechos de todas las personas a buscar y recibir información e ideas de cualquier tipo. Además, la impunidad de estos delitos “fomenta la reiteración de actos violentos y puede resultar en el silenciamiento y en la autocensura de los y las comunicadoras” o, como lo hemos podido constatar en nuestro país, conlleva a que los periodistas terminen por adaptarse a las presiones de los intereses privados, aliados del poder o arrimándose a la sombra del árbol que mejor los cobije.

Así el silencio, figura poderosa de la acción comunicativa, sigue llegando a través de las manos asesinas que obligan al periodismo a callar, pero también se aumenta con la complicidad colectiva de quienes no se inmutan por la muerte de sus periodistas. El riesgo del silencio, seguir amplificando la realidad construida desde la banalidad, el show mediático, las noticias falsas y el ímpetu comercial de la agenda pública.

Foto de Ehimetalor Akhere Unuabona en Unsplash


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