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Por Paula Andrea Marín Colorado*

“Yo no me canso. Lo mío es una cosa íntima con ese señor con el cual me casé a los cinco años, de cola larga y dientes negros y blancos que me sonríe todos los días”.
(Opus Gelber).

Cuando era adolescente quise tocar el piano. El estímulo me duró poco, porque me costaba mucho aprender, manejar las dos manos al mismo tiempo y me faltaba paciencia –y vocación, digo ahora–; pero también –creo– influyó algo: yo esperaba un piano de cola y en la escuela que mis papás pudieron encontrar para mí todos teníamos organetas Yamaha. Fue poco lo que aprendí y me desanimé rápido, pero me quedó el gusto por el piano: las sonatas, los conciertos, los más románticos, los más melosos, los más decimonónicos. Cuando puse mis dedos por primera vez sobre el teclado de un computador (después de ejercitarme en el uso de la máquina de escribir –y de no haber tenido nunca máquina eléctrica– y de aprenderme de memoria el lugar de cada letra) sentí que, por fin, podría tocar ese piano que siempre sonaba intenso pero fluido en mi imaginación. Cada vez que escribo algo en el computador, siento que estoy creando armonías con un piano de letras; a veces me salen sonatas y otras conciertos –eso creo yo–, pero otras veces puro ruido y otras silencio.

Mis pocos conocimientos en música clásica no me alcanzan para distinguir entre uno y otro intérprete de una pieza musical para piano. Así entré al mundo de Opus Gelber, el más reciente libro de Leila Guerriero dedicado a Bruno Leonardo Gelber, un pianista argentino considerado uno de los mejores intérpretes del mundo y cuya carrera atraviesa toda la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI. Si hubiera sido pianista, me habría gustado que mi modo de tocar hubiera sido similar al suyo: una técnica perfecta, pero que no se ve ni de la cual se habla, porque lo importante es lo que logra transmitir al público eso que se está tocando.

Lo que sentís tenés que pasárselo a los demás. Es lo mismo que si hacés el amor con alguien. Tenés que pensar que la otra persona siente. No solamente morirte de placer vos. Hacer vibrar a los demás es una misión… No soy una persona que usa demasiado lo mental. Uso mi mente al servicio de lo que me interesa. El pensamiento puede ser un arma mortal. No podés permitir que el pensamiento sea tu maestro. Lo que hay que tener es la conciencia de estar preparado… No existe para mí la ciudad importante. Existe el hecho de esa comunicación con los demás. Y estudio todos los días del mundo. Yo vivo en la música. Y me encanta hacer vibrar a los demás por medio de la música que me hace vibrar a mí. (p. 72).

Gelber aparece en su casa, organizada como una escenografía que recrea ese universo de lujo y elegancia aristocrática vivido en Europa, durante más de cuatro décadas. Su vida reciente en Buenos Aires pasa entre su casa -ubicada en uno de los sectores más comerciales de la ciudad-, sus temporadas de verano de Mar de Plata y sus giras de conciertos por el interior del país y en el extranjero.

Bruno Leonardo Gelber. Devoto de la actriz argentina Laura Hidalgo, de comer, de las telenovelas y de los chismes de farándula; su fe es la estética, por encima de todas las cosas. Favorito de condes y duquesas. Enfermo de poliomielitis en su niñez y víctima de un accidente de auto que le impidió tocar por un año. Leila Guerriero está fascinada con él como con ninguna otra de las personas de las que ha hecho un perfil y por eso en este libro se decide a usar la primera persona para narrar. Gelber la llama a altas horas de la noche, le pone citas y luego se las cambia y Leila siempre cancelará sus compromisos con tal de estar con él. Gelber asaltará a Leila con preguntas, cuando es ella la que siempre las ha hecho: “Y me mira como si me atravesara, como si después de todo lo que él me ha contado en esos meses yo le debiera, al menos, eso”. (p. 270).

Gelber dice que Dios distribuye el talento de una forma poco democrática y que aquellos pocos que lo reciben deben hacer lo imposible para desarrollar su vocación. Así lo ha hecho él desde los cinco años, cuando sintió que era “especial” y que ser aplaudido era una de las mejores sensaciones del mundo. En gran medida, lo que permite ver este libro es que el talento resulta ser más el resultado de una voluntad de cumplir con una vocación. Muchos tienen habilidades para tantas cosas, pero pocos asumen la voluntad de realizar una vocación, pocos comprenden su talento “como un deber” (p. 151) y el triunfo como un esfuerzo para desarrollar esa vocación. Lo cierto es que no todos sienten el llamado de una vocación que deseen realizar o no lo sienten con el ímpetu, la obsesión de otros, quienes si no se entregan al cultivo de esa vocación pueden morir en vida o definitivamente morir:

Toda su vida ha sido eso: desde la infancia, durante la adolescencia, en la soledad de un sótano de París, frente a Chanel, ante el mar Mediterráneo, primero con su madre, después con ella y con Scaramuzza, más tarde con Marguerite Long y, finalmente, solo: estudiar, estudiar, estudiar, hundir la música en el cuerpo hasta ser, todo él, el primero de Brahms, el cuarto de Beethoven, el tercero de Rachmáninov, insuflado de melodías brutales para terminar, una vez tras otra, bestialmente abandonado por ellas.
Un cuarto de hotel. Un hombre solo. Un piano.
Toda su vida ha sido eso. (p. 183).

Hablar o escribir sobre el talento sigue siendo un tema rodeado por un aura de misterio, de incertidumbre. Sin embargo, el mérito para crear una obra de valor –sean cuales sean los criterios para otorgarlo– sigue siendo un elemento incuestionable en el momento de decidir quiénes merecen la posteridad artística, en cualquier campo. En Gelber, “su arte consiste en ser el mejor vehículo de la obra de otros” (p. 82), dice Leila, y añade, además, que él mismo es su mejor composición. Guerriero vincula así vida y obra en Gelber, haciendo énfasis en cómo este hombre cuida cada detalle de sus días, desde el tiempo que le dedica al estudio de sus interpretaciones hasta la forma que le dará a sus cejas.
Gelber le da vida a las composiciones de otros, a través de sus manos: “Esos movimientos que parecen empezar en algún sitio recóndito de su cuerpo, estar hechos de agua y tener una fluidez reñida con los cambios bestiales de velocidad y de expresión acometidos con seguridad de herrero” (p. 292).

Pienso en mí misma como una intérprete de la obra de otros que, al mismo tiempo, cree que está haciendo su propia obra, una armonía de letras, de palabras, para que otras, compuestas antes, continúen vivas. Cuando Gelber toca el piano, dice Leila que en su rostro se percibe a “alguien que contempla un cosmos de belleza inaudita o una bendición sideral o un epigrama que contiene el deslumbrante sentido de todo. El rostro de un devoto, de un raptado por el éxtasis, de un condenado, de un profundamente enloquecido” (p. 292). La belleza y el sentido que solo pueden dar la religión o el arte, esa forma de trascendencia, de divinidad laica.

Este libro de Leila es una declaración de amor a la vocación artística, que se realiza y se consume en ella misma. ¿Quién está dispuesto a sacrificarlo todo por realizar una vocación? ¿Quién la ha sentido con ahínco dentro de sí y no ha hallado paz hasta no verla realizada? ¿Quién está dispuesto a asumir el infierno de la vida pública? “Vos no tenés idea de lo que significa ser una figura pública. La gente cree que les tenés que dar, dar. Y que no tienen ningún deber hacia vos” (p. 325). ¿Quién está dispuesto a entender que nunca el trabajo estará terminado?

Lo que tiene la vida pianística es que no te recibís de pianista virtuoso y genial nunca. Tocás un día divinamente y sale una buena crítica, pero para seguir siendo genial tiene que ser continua la cosa. Lo gracioso es que te hacen una mala crítica en un lado y del mismo concierto tenés en otro diario una crítica divina. (p. 92).

Leila no quiere dejar de visitar la casa de Bruno, de hablar con él, el hombre que vive todo el tiempo en la música, el artista que poco habla de su arte, porque el “pez no se jacta de respirar debajo del agua”, el hombre para quien el amor solo puede ser de 6 p.m. a una de la madrugada. “Tenés que hacerlo con la felicidad de que ya se está terminando y con la alegría que comporta lo que decís” (p. 327). Y esto que escribo yo, ¿comportará alegría para alguien? Este yo que interpreta la obra de alguien que interpreta a alguien que interpreta la obra de alguien, ¿comportará alegría para alguien? Por ahora, la comporta para mí.

Coda: ¿Cómo pueden seguir siendo tan caros los libros de Anagrama?

Leila Guerriero, Opus Gelber. Retrato de un pianista, Barcelona: Anagrama, 2019.

*Investigadora en literatura y edición colombiana

Foto: Esther Vargas, tomada de Flicker


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