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Por Paula Andrea Marín Colorado*

“Yo no me canso. Lo mío es una cosa íntima con ese señor con el cual me casé a los cinco años, de cola larga y dientes negros y blancos que me sonríe todos los días”.
(Opus Gelber).

Cuando era adolescente quise tocar el piano. El estímulo me duró poco, porque me costaba mucho aprender, manejar las dos manos al mismo tiempo y me faltaba paciencia –y vocación, digo ahora–; pero también –creo– influyó algo: yo esperaba un piano de cola y en la escuela que mis papás pudieron encontrar para mí todos teníamos organetas Yamaha. Fue poco lo que aprendí y me desanimé rápido, pero me quedó el gusto por el piano: las sonatas, los conciertos, los más románticos, los más melosos, los más decimonónicos. Cuando puse mis dedos por primera vez sobre el teclado de un computador (después de ejercitarme en el uso de la máquina de escribir –y de no haber tenido nunca máquina eléctrica– y de aprenderme de memoria el lugar de cada letra) sentí que, por fin, podría tocar ese piano que siempre sonaba intenso pero fluido en mi imaginación. Cada vez que escribo algo en el computador, siento que estoy creando armonías con un piano de letras; a veces me salen sonatas y otras conciertos –eso creo yo–, pero otras veces puro ruido y otras silencio.

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