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Según sostienen varias teorías, el ojo humano distingue más tonos de verde que de cualquier otro color, pues hace millones de años, para adaptarse al medio en el que se encontraba y asegurar así su supervivencia, el ser humano necesitó aprender a diferenciar la vegetación para reconocer a los depredadores.

Inspirados en los partidos verdes de Europa -caracterizados por un amplio enfoque ecológico y ambientalista-, los «verdes» surgieron en Colombia como una ola que pretendía renovar las formas de decir y hacer la política, lo que en la práctica significó poco más que una simple renovación estética y, sobre todo, semiótica, abusando de los clichés de la «alternatividad» y la «independencia», muy a pesar de que sus campañas siguen siendo mayormente financiadas, como todas las demás, por el poder financiero y empresarial del país.

Sus precursores, entre los que se contaban grandes exponentes de la nueva semiótica política y ciudadana como Antanas Mockus (más célebre por sus performances que por su gestión administrativa) o, tiempo después, Sergio Fajardo (otro devoto adepto de la simbología de los colores), construyeron un proyecto político que intentó sembrar la esperanza en un país estragado por la guerra. Su estrategia estaba (y lo sigue estando) basada en imponer una actitud «fresca», moderadamente rebelde, aséptica y despolitizada. El centro, esa quimera del espectro político, fue el lugar en donde afincaron sus aspiraciones. En el clímax de la estrategia, Claudia López y Sergio Fajardo lograron capitalizar el descontento de una buena parte del sector juvenil y de las clases medias-altas ilustradas (ojo con esto último). Hoy en día, Juanita Goebertus recoge los frutos y los potencia bajo dos premisas: gobernanza y tolerancia.

El estado moderno, al menos en su versión demoliberal, se ha erigido sobre modelos de «desarrollo» en sus múltiples variaciones (desarrollo sostenible, a escala humana, etc.), aunque en última instancia se trataba solo de reproducir el modelo de producción y consumo inflacionario norteamericano. Este proceso de «modernización» de los Estados-nación han generado sendos conflictos sociales y acentuado una lucha de clases que, sí, sigue siendo el motor de la Historia. En este tortuoso proceso, países como el nuestro terminaron convertidos en el campo de pruebas o, como suele decirse, el «patio trasero» de las grandes potencias mundiales.

Para superar esta confrontación, los poderes de facto, que son los que crean y difunden los paradigmas epistémicos con los que se explica la sociedad, propusieron un nuevo caballito de batalla para legitimar y perpetuar la desigualdad: la tolerancia. Así, las «nuevas» lógicas de decir y hacer la política que hoy esgrimen los verdes reproducen el discurso oficial y lo replican en sus prácticas. Bajo el lenguaje tecnicista de la tolerancia y la gobernabilidad, bajo su retórica oscura y hueca (que tiene mucho de impostura posmoderna), lo que subsiste es la perpetuación de un imaginario en el cual la transformación política y social solo es posible a partir de un dialogo burocrático e higiénico, ese vaporoso ideal liberal que promulgaron los fundadores de la Sociedad Mont Pelerin (la mismísima casta) que se difunde, hoy en día, a través de los editoriales de la prensa liberal.

las «nuevas» lógicas de decir y hacer la política que hoy esgrimen los verdes reproducen el discurso oficial y lo replican en sus prácticas.

Esta postura política, miope y descomprometida, ha llevado a los verdes a reconocer, por ejemplo, que la política de Seguridad Democrática del expresidente Uribe tuvo efectivamente un impacto positivo en la seguridad, aunque olvidan mencionar que dicho impacto se dio solo en asentamientos urbanos y, dentro de estos, en sectores de clase media y alta. En las zonas rurales, por el contrario, la nota común fue el despojo de tierras, el desplazamiento y los infames «falsos positivos», todo lo cual viene a ser apenas una suerte de efecto colateral que debe ser tolerado en aras del diálogo y el consenso.

El afán por superar la dialéctica izquierda/derecha propia de los partidos de «centro», resulta ser apenas una manera de higienizar la política y consolidar ese «universo post-ideológico» del que habla Zizek. Se trata, pues, de la consolidación de una política de las «buenas maneras» y el disciplinamiento social cuyo mejor ejemplo son las campañas «ciudadanas» de Antanas Mockus (caracterizadas por la corrección política y un afán obsesivo por el cumplimiento de la ley) o la más reciente cruzada en favor del voto en blanco durante las pasadas elecciones presidenciales.

Lo que hay que tener en cuenta en estos casos de pretendida y siempre malentendida tolerancia es que, tal como se ha advertido, esta se convierte en simple connivencia cuando la balanza del espectro político se inclina hacia un lado, lo que suele pasar invariablemente. De hecho, los partidos de «centro» han empezado a ganar terreno justo en el momento en que el mundo empieza a evidenciar un «giro a la derecha».

El discurso bienpensante de centro niega, así mismo, el devenir histórico y se afinca en un «aquí y ahora» idealizado y romántico, desconociendo las causas y negando las consecuencias de las políticas del sector hegemónico. Dicho de otro modo, es un discurso flexible, maleable, políticamente correcto, fácilmente adaptable a múltiples contextos y lo bastante ambiguo como para captar la atención del votante desideologizado, el mismo que equipara izquierda y derecha y rechaza el «radicalismo» de los discursos más progresistas: el feminismo, el animalismo, el descolonialismo.

De hecho, las epistemologías feministas han propuesto la noción de «conocimiento situado», la cual pretende controvertir y cuestionar el paradigma oficial: occidental, capitalista y heteronormativo. El conocimiento situado posiciona los objetos de estudio en el lugar desde el cual se enuncian o parten, sin prejuzgar a las personas, pero asumiendo su entorno ya que, independientemente del tipo de método empleado, ningún conocimiento está desligado de su contexto ni de la subjetividad de quién lo emite. Es una forma de remitirse al verdadero debate de ideas y nombrar las cosas con precisión. En este contexto, el posicionamiento político es explícito y nunca un punto de vista es neutro.

En contraste con esta idea, los verdes han optado por asumir o proponer una suerte de purismo intelectual que no incomoda ni cuestiona sino que, al contrario, busca eliminar las diferencias en beneficio de un consenso universal. Su sueño es convertir a los indignados e indignadas en resignados y resignadas, mientras sus representantes políticos se vuelven meros tecnócratas, «pilos» de un sistema opresivo y excluyente que ha sabido direccionar el arribismo de las clases medias, el clasismo/racismo/machismo de las clases dominantes y el conformismo del resto.

Estamos actualmente en un momento en el que se enfrentan claramente dos visiones de país, totalmente contradictorias entre sí, irreconciliables. Este conflicto, que ha pretendido caricaturizarse o satanizarse bajo el estigma de la «polarización», encarna la decisión fundamental sobre nuestro presente y nuestro futuro: o nos abocamos a respaldar y exigir cumplimiento de los acuerdos del proceso de paz o le abrimos las puertas de par en par a la nueva era del paramilitarismo.

En el medio de esas dos posturas no hay matices, como pretenden algunos. El ojo humano evolucionó para captar distintos tonos de verde, pero su fin última era la supervivencia de la especie misma. Quizá en nuestro contexto político convenga empezar a distinguir estos tonos para identificar los peligros y amenazas que nos acechan.

Foto: Hoach Le Dinh @ Unsplash


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