Por Wladimir Uscátegui

Entre tantas otras cosas, la pandemia Covid proscribió la celebración, en 2021, de las consabidas fiestas de fin e inicio de año en todo el mundo, lo cual suponía un duro golpe a la ya diezmada salud emocional de la gente. Aunque muchas personas terminaron encontrando la manera de engañar al virus y poder celebrar así Navidad, Año Nuevo y demás tradiciones familiares, no pudieron hacer lo mismo con respecto a las también tradicionales fiestas, festivales y carnavales populares. A inicios de 2022, sin embargo, estas celebraciones masivas volvieron a organizarse, a pesar de la amenaza latente (patente en algunas regiones) de la variante ómicron.

Las razones por las cuales, aún en medio de la pandemia, las autoridades permitieron o incluso organizaron ellas mismas estas actividades van desde la conveniencia política hasta la necesidad de ofrecer precisamente un bálsamo emocional en medio de las tensiones, miedos y amenazas constantes de este estado de emergencia social y sanitaria. Abiertos los mercados, permitido el libre flujo de mercancias y capitales, parecía lógico que, al final, terminaran por permitirse también los eventos culturales masivos. Este artículo trata de analizar un poco las razones (a veces lógicas y otras contradictorias), la pertinencia y eficacia de las medidas sanitarias tomadas para el caso y las posibles consecuencias sociales, sanitarias y políticas que pudieran derivarse de estas celebraciones, tomando como ejemplo los Carnavales de Negros y Blancos de Pasto.

En cuanto a las razones, hemos señalado ya que estas van desde lo político hasta lo espiritual, pasando por lo meramente económico. Para empezar, digamos que la celebración de las fiestas y Carnavales prometía un alivio a un buen sector de la población en muchos sentidos. En primer lugar porque, como es bien sabido, la fiesta es una de las escasas oportunidades que tiene la ciudadanía para adueñarse de la ciudad (de sus calles, sus plazas, sus escenarios), lo que de por sí tiene su valor sociológico (y político). En segundo lugar, porque la fiesta es un escenario de catarsis colectiva que refuerza la tan ansiada identidad y el sentido de pertenencia a un lugar, algo que tiene su valor antropológico (pero que también es usado indiscriminadamente como recurso político). Necio será insistir en que el aislamiento y el distanciamiento social impuestos por la pandemia golpearon fuertemente a comunidades gregarias y arraigadas como la nuestra, caracterizada por los tópicos de “lo latino”.

La necesidad de festejar se presenta así mismo como una suerte de victoria simbólica sobre el régimen de enfermedad y muerte decretado por el virus. Alcanzado ya un nivel aceptable de vacunación (más del 50% de la población tiene esquema completo), habiendo aplanado la famosa curva de contagios (de 30.000 casos promedio a finales de junio a 3000 en Navidad) y bajado los niveles de ocupación en las UCI, el miedo al contagio ha ido cediendo, lo que ha llevado a que la población se sienta más confiada y menos vulnerable ante una amenaza que parece cada vez más domesticada (aunque tal percepción puede ser muy engañosa).

En todo caso, entre la población había una sensación de desquite: como la pandemia nos impidió celebrar el año pasado y fieles a la chabacanería y folclor del que tan orgullosos nos sentimos, este año se iba a celebrar el doble. Las consecuencias empiezan a evidenciarse: de 1704 casos de contagio registrados en el país el 7 de diciembre la cifra subió a 26.190 un mes más tarde (aumento del 1436%). En el departamento de Nariño, en el mismo período de tiempo se pasó de 0 a 339 casos.

En cuanto a las razones económicas, baste recordar que las fiestas tradicionales suponen un fuerte dinamizador de las economías formales e informales de las regiones. En el caso de los Carnavales de Pasto, por ejemplo, muchos artistas, artesanos y cultores viven prácticamente de eso; pero no son los únicos: de las fiestas se benefician también (o buscan hacerlo) miles de vendedores y vendedoras ambulantes que ofrecen desde artesanías hasta pólvora y licor. Así mismo los bares, las discotecas y prácticamente cualquier establecimiento comercial. Como lo sabe todo el mundo, los Carnavales ponen en circulación un sinfín de bienes, mercancías y servicios. Aquí, el factor confianza vuelve a ser fundamental y la gente ha aprendido, en estos dos años de pandemia, que ante la incompetencia, inoperancia e indolencia de los gobiernos a la hora de ofrecer alternativas para miles y miles de familias que viven del “rebusque”, no queda más alternativa que salir a buscar el sustento a la calle. En resumen: que proscribir otro año las festividades habría supuesto un duro golpe a las economías domésticas.

Las ya mencionadas razones de orden espiritual y económico terminaron forzando finalmente la voluntad política de los gobiernos locales, quienes tuvieron que improvisar planes de contingencia para permitir la celebración de las fiestas al tiempo que contener la propagación del virus y sus variantes. Ante una amenaza sanitaria que ha menguado pero sigue existiendo y cobrando la vida de muchas personas, lo más lógico y responsable hubiese sido postergar una vez más las celebraciones, pero es evidente que ningún mandatario quiso asumir el costo político que esto implicaba, especialmente en un año tan crucial como este, en el que toda la clase política debe cuidar su potencial caudal electoral.

Sin embargo, los planes de manejo y gestión de la pandemia en temporada de fiestas ha sido, como mínimo, ridículo, y las administraciones parecen haberse resignado a obtener la gracia del Espíritu Santo. No de otro modo pueden entenderse decisiones como la de permitir aglomeraciones en plazas y escenarios culturales y deportivos disponiendo, como única medida de protección y prevención, el uso de tapabocas, medida a todas luces paliativa y ridícula, pues su efectividad es nula en situaciones de aglomeración y lo único que hace es, por un lado, crear una falsa sensación de seguridad (la idea descabellada de que un simple tapabocas logrará contener a un virus cuya alta transmisibilidad y potencial mortalidad está más que probada) y, por otro, permitir que autoridades y ciudadanía se laven las manos y se eximan mutuamente de responsabilidades. Los primeros dirán que cumplieron con “exigir” el uso del adminículo, legando la responsabilidad del posible contagio en los segundos; estos, a su vez, pagarán su cuota de riesgo a cambio de disfrutar de la fiesta. Pero hay que recordar que, por ejemplo, los conciertos no son precisamente recitales de cámara en los que se exige silencio y recato al respetable sino, al contrario, espectáculos en los que el público se desborda en expresiones rituales y sociales.

La pregunta que surge entonces es: ¿De verdad el simple uso de tapabocas en eventos masivos (a veces miles de personas) es suficiente para contener la propagación del virus? Proponemos dos posibles respuestas a esta incógnita: 1. Que los índices de vacunación nos hayan llevado finalmente al escenario de la “inmunidad de rebaño”; y 2. Que la gente simplemente le haya perdido el miedo al virus y este empiece a ser considerado endémico más que pandémico. La disminución progresiva de los casos de contagio y, sobre todo, de muertes a causa del virus, confirma, o parece confirmar, que el virus va cediendo. El tan anhelado (por muchos) retorno a la “normalidad” incide también en este clima de tranquilidad generalizado. No obstante, las autoridades sanitarias de todo el mundo (obviamos aquí los argumentos, mayormente descabellados y fantásticos de los conspiranoicos) no han dejado de alertar y recordar a la población que la pandemia no ha terminado y que el riesgo, así sea mínimo, sigue existiendo.

Y es esta idea de lo “mínimo” lo que quizá esté influyendo más en la percepción y concepción que hoy tiene la gente de la pandemia. Es decir, que el Coronavirus y sus variantes empiezan a ser concebidas como un riesgo más entre muchos otros. Esto, que es comprensible entre ciudadanos y ciudadanas comunes, no debería ser, sin embargo, el criterio de quienes están al frente de la administración pública. Por el contrario, si existe el riesgo de que al menos una persona muera por una enfermedad que se puede prevenir, las autoridades deben hacer todo lo que esté a su alcance para evitar esa sola muerte y no conformarse con lavarse las manos, evadir las responsabilidades éticas y morales y convertir un problema que es de naturaleza pública en una simple decisión personal.

En la región de Nariño hay una expresión coloquial que reza: ¡Pero quién ataja al Guáitara!, frase que significa que difícilmente se puede contener el caudal de un río impetuoso. Así, es totalmente comprensible que los mandatarios hayan visto la imposibilidad de contener el deseo de celebración de una población cansada de las limitaciones e imposiciones de la pandemia. Pero que se conformen con implementar (si es que a eso se le puede llamar implementar) planes de contingencia (si es que se les puede llamar así también) improvisados, absurdos y a todas luces ineficaces es solo una muestra de incompetencia y desdén por la preservación del bien público y la incapacidad de crear políticas de seguridad (sanitaria en este caso) que no pasen por el uso del pie de fuerza policial.


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