Por Paula Andrea Marín Colorado

Cuba te confronta con todo lo que has pensado de ti mismo. Cuba te confronta con lo que tú creías que era Cuba. Con lo que creías era Libertad y Pobreza. Pero también te confronta con el tiempo detenido y con la idea de tranquilidad. Cuba no se parece a ningún otro país, porque Cuba, para quien no haya vivido ahí en el último medio siglo, es indescifrable.

Daniel Ferreira, Samizdat de La Habana.

Le debo a una buena amiga que vive en México la posibilidad de tener este libro de Daniel Ferreira (San Vicente de Chucurí, Colombia, 1982), editado en 2020 por la Universidad Veracruzana (la misma de la primera edición de Los funerales de la Mamá Grande y de las primeras obras de Elena Garro, entre muchas otras proezas editoriales). Ferreira, quien publicó la cuarta novela de su Pentalogía (Infame) de Colombia en 2018 (la portentosa El año del sol negro, Alfaguara), recoge en Samizdat de La Habana (la palabra es un término soviético referido a un cuaderno que circula de forma clandestina, por su contenido crítico frente al gobierno) dos cuadernos de viaje: uno de 2012, cuando va a la Feria Internacional del Libro de La Habana como ganador de un premio de novela; y otro de 2015, cuando asiste al mismo evento en calidad de jurado del mismo premio del que fue ganador antes. El libro recoge, además, su “diario” de lectura de libros sobre escritores cubanos o que vivieron en la isla (el legendario Hemingway). Así, el libro de Ferreira procura responder a dos preguntas: ¿Cómo entender la compleja realidad cubana? Y ¿qué se necesita para ser escritor? Estas dos preguntas articulan la lectura y convierten una experiencia personal en una social.

Quizá para muchos lo que cuenta Ferreira en este libro no sea sorprendente y quizá solo confirme lo que llevan narrándome amigos, colegas y conocidos que han ido a la Isla como turistas en los últimos años: las consecuencias del “Período Especial” de la década de 1990 hacen que hoy por hoy debamos asociar indefectiblemente la Revolución con la escasez, con la carencia perenne de productos básicos que, en países como el nuestro, se dan por descontado, porque los conseguimos (si se tiene plata para comprarlos) a la vuelta de la esquina. Sin embargo, por más que sepamos de la situación de Cuba por la experiencia de otros y por los medios de comunicación, no deja de ser importante volver sobre ella para la generación de Ferreira –que es también la mía- y para quienes nos educamos en universidades públicas y somos hijos de campesinos o de proletarios.

Muchos de quienes pertenecemos a la generación de Ferreira supimos de Cuba en la niñez y en la adolescencia viendo en televisión a los balseros (cerca de cuarenta mil) que arriesgaban su vida con la esperanza de cruzar las noventa millas que los separan de Estados Unidos. Las lecturas de la Universidad nos hicieron odiar a los gringos que bloquearon la Isla y añorar ese sueño cumplido en los sesenta que tras treinta años parecía que se derrumbaba y adquiría la forma de ruinas que amenazan con venirse encima. ¿Cómo fue que llegaron a esto?

Escribe Ferreira:

El que hizo la omelette de mi desayuno me dijo que era veterinario. El que preparó el expreso era director de orquesta. La camarera que arregló la habitación era ingeniera y me dijo que el día de mi partida podía dejarle mi crema de dientes y cosas personales que no necesitara escondidas bajo la cama. El botones que llevó mi morral era periodista. Ninguno ejercía su profesión y todos trabajaban en [el] hotel.

La Isla no alcanza a ofrecer suficientes puestos de trabajo para todos los profesionales que forma y, los pocos que ejercen su profesión reciben un sueldo de 40 dólares (el salario mínimo, en ese momento, era de 20 dólares y comprar un libro le supone a un cubano gastarse el 10% de este –al igual que sucede con muchos títulos disponibles en la Colombia actual-). En esas circunstancias, entendemos por qué el turismo se convirtió en la fuente de trabajo por excelencia de los cubanos y por qué todos los que viajan a la Isla se sienten todo el tiempo como si les estuvieran vendiendo algo. El hotel es un no-lugar tanto para los visitantes como para los lugareños. Fuera de allí abunda la falta de todo y el turista es solo una oportunidad de llegar a fin de mes con lo nunca suficiente.

Pero el hotel es también el sitio de encuentro de escritores latinoamericanos, incluyendo a aquellos que van a buscar en la Isla la postal (no) oficial: una prostituta negra (y que prefieren ignorar una de las enfermedades más comunes en la Isla: el sida). Cada encuentro de escritores en el subcontinente renueva la imagen de que existe una literatura latinoamericana, los deseos de fundar revistas que crucen las fronteras nacionales y construyan redes, al refresco de unas cervezas tomadas frente al mar.

En este libro, Ferreira incluye, además, transcripciones de apartados de diálogos que sostuvieron periodistas, intelectuales y escritores con Fidel Castro en 2012, algunos agotadores –para mí- y otros lúcidos, como aquel en donde se resumen el cambio de los medios de comunicación y el papel de la información en la sociedad actual. Los ideales siguen siendo los mismos de hace más de 60 años, aunque con otros actores y con nuevas herramientas, pero dentro de la Isla las paradojas no dejan de evidenciarse por igual en los medios de comunicación que no hablan del descontento de la gente en las calles, del desabastecimiento de los mercados, de los grupos de disidentes y sus huelgas de hambre, de la “lentitud premediática de internet”, del descontento de los profesionales por sus sueldos en comparación con los de “los militares y jerarcas del partido”. Esta es la otra gran contradicción, luego de la existente entre Revolución y pobreza: el contraste entre la Revolución y el control, entre la Revolución y la falta de libertad.

La Cuba actual es –según testimonios de los isleños recogidos por Ferreira– la suma de tres generaciones que han vivido de manera distinta la Revolución y que hoy comparten la igualdad de la pobreza (“el ahorro obligatorio; la restricción amarga”), la zozobra del futuro del gobierno bolivariano en Venezuela, a riesgo de volver a caer en el hambre de los noventa, y el descreimiento en el embargo estadounidense, pues aún sin él Cuba no tiene como comprar nada:

La generación de los que hicieron la revolución sigue mandando desde el poder [la burguesía que no desapareció], la generación de los años sesenta, que creció con las ideas patrióticas de la revolución y su educación, está en el desconcierto de los salarios de hambre y en las galeras del desempleo, y las generaciones nacidas un poco antes de la caída de la Unión Soviética, principal benefactor de la Isla, gente muy joven que sufrió las hambrunas de los años noventa, el “período especial”, cuestionan el hecho de tener que estudiar tanto como sus padres para no tener nada. La mayoría de los más jóvenes solo quiere irse.

Ferreira responde la segunda pregunta del libro releyendo las obras de algunos autores y de otros que han escrito sobre ellos (estos capítulos son mis favoritos del libro): con Hemingway, sabe que un escritor necesita “silencio, tiempo libre, mangos, daiquirís, recuerdos, horario, disciplina” (y que tenerlo todo no es suficiente para ser feliz). Con Pedro Juan Gutiérrez, que hay que hacer oídos sordos a los aplausos y a las ofensas, que solo existen el escritor y sus personajes, que no hay que imitar a nadie y que se pagará un precio alto por alejarse de los caminos trillados. Con Reinaldo Arenas, que “lo que se necesita para escribir es valor”. Con Jorge Alberto Aguiar Díaz, que si todas las editoriales a las que tienes acceso están adscritas al Estado (como ocurre en Cuba), solo te salvarán “el pensamiento y el sueño”. Con Virgilio Piñera, que es importante la “resistencia intelectual” y contar al menos con una buena amistad literaria. Con Enrique Lihn –pese a que no es cubano-, que el escritor puede desilusionarse de una Revolución (porque la realidad siempre sobrepasa la imaginación), pero eso no significa que deje de creer en la revolución (aunque se declare disidente).

Ferreira alimenta con estas lecturas los mitos sobre sus “gurús espirituales”; yo, con este libro, alimento mi propia mitología de este escritor colombiano, cuyo Samizdat no es ajeno a los géneros confesionales que ha venido practicando desde 2007, con la publicación digital de su blog Una hoguera para que arda Goya y de algunas entradas de su diario.

Hay una película cubana de los noventa que se titula Azúcar amarga. Esa es la frase que me viene a la cabeza cada vez que pienso en viajar a la Isla. Mi “buena conciencia” me dice que ni en broma la puedo escoger como destino turístico, por más que sepa que así ayudaría a algunas familias cubanas a llegar mejor a mitad de mes; mi “mala conciencia” me dice que no quiero pasarme los días diciendo “no, gracias”, a los vendedores de placeres con discurso de favores y de cortesía. La nieta de campesinos, la hija de proletarios que soy, la estudiante y profesora de universidad pública que habitan en mí me impiden ir a regodearme o a lamentarme sobre las ruinas de lo que fue y que ya, de ninguna manera, podrá ser. La bailadora de ritmos caribeños y amante de la cultura negra que campea en otra parte de mí se imagina caminando por La Habana frente al mar, bebiendo daiquirís, bailando y coqueteando en las noches, comiendo fríjoles negros con ropa vieja y tentada de ir a escuchar las voces yorubas que predicen el futuro. Pero luego de hacer todo esto, mi “buena conciencia” me recriminaría que solo busque construir recuerdos de postal, como también lo es la Revolución misma.

Hay un romanticismo que subyace en mucha(o)s de nosotra(o)s (la(o)s de la generación de Ferreira, hija(o)s de, estudiantes de, etc.), frente al sueño cumplido de Revolución de los 60, frente al logro de una dignidad y de un proyecto de una sociedad diferente en donde la cultura, la educación y la salud son la prioridad (y estos aspectos todavía son inigualables en muchos países fuera y dentro del continente americano), pero casi de inmediato, las imágenes de la lucha armada -en la que no creo-, de la expulsión y “castigo” de los disidentes y luego el choque de la realidad económica que no ha podido ser resuelto se superponen sobre las primeras. Hemos sido disidentes (cobardes) de la revolución sin poder asumirlo del todo porque una parte nuestra quiere seguir creyendo, sigue creyendo en que igualdad y libertad son posibles en un proyecto de sociedad distinto. Lo que ha hecho Ferreira en este libro es rastrear esta disidencia de la que no desaparecen la furia y el asombro, la incomodidad y la esperanza.

Daniel Ferreira, Samizdat de La Habana. Xalapa: Universidad Veracruzana, 2020.

Foto: Juan Luis Ozaez @ Unsplash


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