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Por Paula Andrea Marín Colorado *

Publicado en inglés en 2011 y traducido al español en 2012, llega a mí este libro reimpreso en Colombia a inicios de este año. Su autora: Eva Illouz (Marruecos, 1961), formada en Literatura y Sociología en Francia y luego en Estados Unidos y Jerusalén, donde actualmente trabaja como profesora. De ella conocía Erotismo de autoayuda (2014), un libro que me hizo leer de otra manera el fenómeno lector femenino alrededor de Cincuenta sombras de Grey, y en donde muestra las más profundas contradicciones en las luchas feministas del momento actual.

Illouz abre su libro con una advertencia: se dirige a las mujeres heterosexuales que aspiran a tener pareja e hijos; sin embargo, el libro termina siendo extensivo a todos: heterosexuales y homosexuales que aspiran o no a tener hijos, pero que sí desean tener una pareja “estable” (o que quieren saber por qué no la desean).

Quizá la idea más revolucionaria que desarrolla la autora sea aquella de que las tensiones que actualmente vivimos en la búsqueda (infructuosa) de relaciones amorosas satisfactorias están estrechamente ligadas a aspectos económicos y, por supuesto, de género. Nuestra contemporaneidad ha subsumido estas tensiones en una perspectiva netamente psicológica, pero hemos olvidado que tener o no una pareja no depende únicamente de la “salud psíquica” de nuestro yo, sino que en ello influyen directamente las desigualdades sociales, económicas y de género.

la idea más revolucionaria que desarrolla la autora sea aquella de que las tensiones que actualmente vivimos en la búsqueda (infructuosa) de relaciones amorosas satisfactorias están estrechamente ligadas a aspectos económicos y, por supuesto, de género

Para su análisis, que consiste en un contraste entre las formas de relaciones amorosas en la premodernidad y en la modernidad, Illouz toma ejemplos de novelas de los siglos XVIII, XIX y XX, así como columnas periodísticas de medios recientes y entrevistas, muchísimas entrevistas, con hombres y mujeres, especialmente de Estados Unidos e Israel.

La principal diferencia entre estas dos épocas reside en el hecho de que en la premodernidad las decisiones acerca de casarse estaban ritualizadas, protocolizadas, amparadas en una red social poco flexible que les otorgaba un marco de seguridad. En la modernidad más reciente, en cambio, las decisiones amorosas quedan exclusivamente a merced del yo, lo que ocasiona que estén siempre atravesadas por la incertidumbre (el yo que siempre y cada vez más duda de sí mismo) y la expectativa de encontrar a alguien “mejor”. Así mismo, antes el compromiso antecedía los sentimientos amorosos; hoy los sentimientos amorosos deben anteceder al compromiso. Antes, el rechazo amoroso no provenía –por lo general– del rechazo al yo del otro (a su carácter o personalidad), sino a causas externas, objetivas, que tenían más que ver con la posición social o con la moral. Ahora, dicho rechazo se asocia siempre a un “defecto” del yo. Esta es la mejor expresión del alto grado de vulnerabilidad que enfrenta el ser humano hoy con respecto a las relaciones amorosas.

En la actualidad, las relaciones amorosas se debaten entre dos principios: la autonomía y el reconocimiento, aunque la primera termina imponiéndose sobre la última. Por esta razón, si bien dependemos cada vez más de la mirada externa para validarnos a nosotros mismos, en las relaciones de pareja podemos pedir-esperar cada vez menos este reconocimiento del otro, porque lo que debe primar es el respeto por la autonomía-libertad de ese otro.

Estas relaciones amorosas funcionan hoy en lo que Illouz –siguiendo a Bourdieu– denomina “campos sexuales”, pues la búsqueda de pareja está más determinada por el atractivo físico del otro, cuya identidad de género se ha transformado en una identidad sexual “orientada a despertar el deseo sexual en otras personas” (p. 62); sobre todo, la de la mujer, aunque recientemente también la del hombre. Una de las mayores causas de esta transformación es el consumismo sobre el que funciona la economía actual, acrecentado por la cultura de los medios masivos, la industria cosmética y el mundo de la moda (p. 69), y que convierte la belleza en un estándar que jerarquiza a los seres humanos, junto con el estatus socieconómico y, en general, las cualidades que resulten útiles al otro para reafirmar su propio estatus. Todo en medio de un cálculo –racional– de costos y beneficios. Así, entre más parejas sexuales se tenga o entre más deseo de compromiso se inspire en otros, mayor “capital erótico” se tendrá, mayor será su valor social y mayores sus posibilidades de quedarse con el mejor candidato (p. 76). Esto convierte a los seres humanos en “capitalistas del sexo” (p. 80) y del amor.

Las mujeres han imitado a los hombres en este comportamiento, afirma Illouz. Los hombres redoblaron la búsqueda de acumulación de capital erótico, tras la pérdida de su estatus económico y social frente a la mujer, que ha ido ganando espacios en estos ámbitos en el último siglo. El campo sexual ha sido, pues, la forma de conservar su estatus social masculino. Si bien la mujer ha incursionado también en esta acumulación de capital erótico, la competencia con el hombre en este ámbito resulta desigual, pues tiene en su contra el tiempo. Según los estudios que refiere Illouz, la mayoría de mujeres en el mundo siguen teniendo a la maternidad como un objetivo; esto hace que el tiempo dedicado a la acumulación de experiencias sexuales sea menor al que pueden invertir los hombres. A esto se suman los criterios de sensualidad basados en la juventud y en el aspecto físico, que “generan una profunda conciencia femenina sobre el proceso de envejecimiento” (p. 106).

Según los estudios que refiere Illouz, la mayoría de mujeres en el mundo siguen teniendo a la maternidad como un objetivo; esto hace que el tiempo dedicado a la acumulación de experiencias sexuales sea menor al que pueden invertir los hombres

A su vez, los hombres, al tener más tiempo para “vagabundear” en el mercado sexual, se vuelven menos propensos al compromiso matrimonial; también porque para ellos la presión social de tener una familia no es tanta como sí lo sigue siendo para las mujeres –para ellos la presión es la de ascender de estatus económico–. A esto se adiciona que, mientras las mujeres han aumentado su nivel educativo y salarial, desde 1980, “el nivel educativo de los varones viene aumentando a un ritmo más lento” (p. 108), así como su capacidad salarial. A pesar de que las condiciones educativas y salariales para hombres y mujeres siguen siendo muy desiguales en el mundo, lo que plantea Illouz es que si bien hay más mujeres con mayor nivel educativo y salarial, hay menos hombres en igualdad de condiciones a las de ellas. Como las mujeres tienden a formar parejas con hombres con condiciones similares a las suyas en estos dos aspectos –también por una fuerte presión social, diría yo– y para los hombres no está mal visto que estén con mujeres más jóvenes que ellos, con menos nivel educativo y económico, la “oferta” de posibles candidatos para las mujeres es menor, mientras que los hombres tienen cada vez más mujeres para elegir. Así las cosas, mientras las mujeres buscan un compromiso, los hombres lo esquivan, pues tienen muchas más opciones de elección y por mucho más tiempo.

La dinámica que se deriva de estas circunstancias en las relaciones amorosas entre hombres y mujeres marca la actitud masculina de la “distancia y el desapego” (p. 112). De esta manera, los hombres logran controlar los encuentros heterosexuales, a través de una “dominación emocional” (porque ellos tienen más alternativas de acción), y las mujeres se ven obligadas a echar mano de estrategias culturales para “generar escasez y aumentar su valor” (p. 120) en el mercado sexual; esto ocasiona que muchas de ellas se vean obligadas a ocultar sus sentimientos por temor a que el hombre se vaya, rechazando cualquier compromiso. La distancia y el desapego como actitudes femeninas serían así más un simulacro, una imitación de los hombres, provocado por la necesidad de no mostrar sus intenciones de tener una relación “seria” que pueda poner en “alerta” al hombre, quien siempre tendrá mucho más de dónde elegir, más aún con las opciones que ofrece Internet.

La abundancia de alternativas que ofrece el mercado sexual afecta la capacidad de elegir de hombres y mujeres, pues siempre está latente la idea de que se están perdiendo otras oportunidades, pero la “dominación emocional” ejercida más por los hombres que por las mujeres provoca en ellas una serie de contradicciones más profundas que en ellos entre la sexualidad acumulativa y el deseo de una relación de exclusividad. La mayoría de las mujeres fingen distancia y desapego en sus relaciones sexuales acumulativas y deben fingir también que no les interesa encontrar una pareja estable; esto genera una represión en la expresión de sus emociones y en la demanda de sus deseos ante los hombres.

Lo cierto es que esta búsqueda de una relación de exclusividad (pero también de acumulación sexual) se emparenta con la necesidad del individuo actual de diferenciarse de los demás, de sentirse único; la relación amorosa es la forma privilegiada para alcanzar ese estado. La demanda de sentirse amado es en realidad una “demanda social de reconocimiento” (p. 159). Ser amado se convierte en un sustituto del valor propio que no somos capaces de encontrar en nosotros mismos; sin embargo, este comportamiento no es una patología del yo, como lo ha hecho creer la mayoría de discursos psicológicos o de autoayuda sobre la autoestima, sino una expresión de la “dificultad que siente el yo para hallar puntos de anclaje” (p. 163) en una sociedad que los ofrece cada vez menos. Desde la sociología, no obstante, lo lógico es que el valor propio no se genere solo en el yo, sino que los lazos sociales también contribuyan a él. La necesidad de reconocimiento es mayor en las mujeres que en los hombres pues, históricamente, ellas han podido acceder menos a los canales públicos de reconocimiento parar reafirmar su valor propio.

Esta lógica genera que hombres y mujeres sean menos resistentes al rechazo y que rehúsen el sufrimiento que puede estar asociado a las relaciones amorosas, pues un yo “sano” –exigido en la sociedad actual– debería ser siempre un candidato amoroso deseable, que sepa controlar sus emociones. En sus condiciones actuales, sin embargo, el amor no brinda seguridades al yo y esto genera una mayor falta de confianza en sí mismo. Esta falta de confianza afecta más a las mujeres que a los hombres –por la manera como se estructuran las relaciones amorosas entre ambos–; de allí que sean ellas las que se sientan más responsables de los fracasos amorosos, más culpables de su soltería y, por ende, que los discursos de autoayuda estén más dirigidos hacia ellas.

Estas experiencias no gratificantes asociadas al amor provocan un sentimiento de decepción anticipado en hombres y mujeres que configura una actitud irónica ante las relaciones amorosas e impulsa a ser más racionales –y utilitarios– en la selección de nuestras parejas. Al mismo tiempo, los medios de comunicación y las industrias culturales alimentan ficciones sobre el amor: los parajes paradisíacos, los cuerpos perfectos, el sexo intenso como índices de la felicidad pura. La actitud irónica ante el amor (que actúa como defensa ante cualquier conato de decepción amorosa) se complementa con una actitud fantasiosa que procura mantener la relación en un estado de deseo perpetuo para conservar la fantasía del amor. De allí que las relaciones a distancia sean más y más comunes entre nosotros, así como “enamorarnos” de hombres y mujeres que en realidad no están disponibles para iniciar una relación a largo plazo –así como quizá tampoco lo estemos nosotros mismos–.

Por momentos, Illouz podría ser malinterpretada; por momentos, parecería querer regresar a un momento de la modernidad en el que no nos diera miedo el dolor que puede producir la experiencia amorosa, como una manera de fortalecer nuestro carácter y los vínculos sociales. En parte, hay una nostalgia en ella, pero también un deseo de mostrar que no todas las prácticas entre las relaciones de hombres y mujeres del pasado son negativas.

Las luchas del feminismo no están concluidas, pareciera ser la otra gran conclusión de este libro, junto con aquella otra de que todos necesitamos amor y este viene, en gran medida, de los vínculos que podamos construir con otros. La manera en la que podemos construir esos vínculos es el reto: reconociendo las desigualdades sociales y económicas que subsisten entre hombres y mujeres e insistiendo en que la libertad femenina no puede ser solo consecuencia de la imitación de comportamientos patriarcales masculinos. ¿Cómo conseguirlo? Nadie dijo que fuera fácil. Podríamos empezar revisando nuestros “criterios de selección” de parejas (estables o no) o los criterios con los que otros nos eligen como parejas (o no): ¿Qué tan capitalistas somos en ellos?, ¿qué tanto seguimos el juego del mercado sexual?

Eva Illouz, Por qué duele el amor. Una explicación sociológica (Traducido por María Victoria Rodil), Katz Editores-Capital Intelectual, 2019.

*Investigadora en literatura y edición colombiana


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