Por Ángela Martínez
Lo confieso: desde niña he experimentado una fuerte preocupación acerca del amor. Ser correspondida es quizás una de las angustias más grandes en mi experiencia y ser queriente ha implicado sin duda muchos riesgos. Vivir el amor, en el sentido no solo de experimentarlo, sino de entenderlo, ha sido mucho más complejo siendo mujer, más desde que decidí vivirme, pensarme y representarme desde el feminismo, una cuestión que supone constantes retos, sobre todo, el llamado a la coherencia.
En particular, el amor en pareja constituye para las mujeres una apuesta por la definición misma de la vida. Hacia 1949, Simone de Beauvoir, refiriéndose al amor romántico muy propio de las relaciones heterosexuales, afirmó que las mujeres solamente podríamos alcanzar plena libertad en el amor cuando este constituya para nosotras fuerza, encuentro con nosotras mismas, afirmación de la existencia y el proyecto de vida y no, por el contrario, expresión de la sumisión, la humillación y la muerte (Beauvoir, 2013); y es que precisamente, el amor en la vida de las mujeres ha representado desde siempre una encrucijada, pensadas desde el amor y para el amor, las mujeres hemos renunciado incluso a nosotras mismas.
Muchas de nosotras, y no solo en antaño, hemos esperado el encuentro de esa persona que nos ame, creyendo en los cuentos de hadas donde las princesas y los príncipes se encuentran para quererse eternamente.
Eva Illouz (2020), afirma que en el contrato sexual-romántico -ese que se suscribe de forma tácita en las relaciones heterosexuales- los hombres y las mujeres asumen y viven el apego y el deseo de formas diferentes, quedando las mujeres, siempre, subyugadas a la vivencia plena del amor por parte de los hombres. Entonces, asumimos la carga de vivir el amor de acuerdo con las reglas patriarcales del merecimiento, es decir, aprendemos a comportarnos de tal o cual forma, de manera que merezcamos ser queridas, entendiendo al tiempo que todo quebrantamiento del amor debe asumirse como responsabilidad de las mujeres; la lógica patriarcal nos hizo creer que somos sujetas para ser amadas, escogidas, y ello requiere sacrificios.
Parte de esos sacrificios están asociados con la violencia ejercida contra nosotras:
En la conciencia patriarcal el amor continúa siendo una de las razones utilizadas para justificar las violencias ejercidas contra las mujeres. De acuerdo con el último boletín del Observatorio de Género de Nariño, para el año 2021 se presentaron 1232 casos de violencia en el contexto de pareja, en los que el 100% de las víctimas son mujeres, el 67% de ellas entre los 20 y 39 años de edad; en la mayoría de los casos, esta violencia se presenta en el marco de relaciones heterosexuales. Para el caso de la violencia sexual, la mayoría de los agresores son parejas o exparejas de las mujeres (Observatorio de Género de Nariño, 2022).
En el mismo sentido, el Observatorio de Feminicidios resalta que, para 2022, Colombia registró 614 feminicidios (conocidos y denunciados); las víctimas eran mujeres, en su mayoría entre los 20 y 34 años, y también en la mayoría de los casos, el agresor era una persona conocida, pareja o expareja (Observatorio de Feminicidios Colombia, 2022).
Si esto es así, ¿Por qué nadie habla del amor? ¿Por qué no decir que esa fuerza que habita en el corazón, o el cerebro, es al tiempo el arma mortal para las mujeres desde siempre?
Hablar del amor permitiría cuestionarnos sobre lo que esperamos de él y sobre las condiciones que permiten hoy, a las mujeres, vivir el amor. Las mujeres, en mi opinión, vivimos una encrucijada, pues mientras el feminismo nos enseña a crecer en el amor propio, a priorizarnos, a romper los lazos y vínculos de la apropiación, y nos reclama la conciencia del mayor entendimiento y defensa de nuestros derechos y libertades, en la práctica esto es más difícil de lo que parece, precisamente porque, a la par, el sistema patriarcal, aun fundado sobre la estructura vetusta del amor romántico, nos retorna al lugar que nos ha sido asignado.
Las mujeres debemos entonces tomar una “decisión” y esa elección no es tan simple: las mujeres, sensibles, entrañables y trascendentales (como somos sin que ello signifique menor valía) debemos decidir entre luchar por un amor diferente, aunque ello nos implique renunciar a las expectativas más profundas y personales sobre el amor, o bien, sacrificar la propia libertad para encontrar ese amor que desde niñas perseguimos. Esa elección, compleja, implica para nosotras una escogencia entre la vida y la muerte, un azar que no podemos controlar, pero que tampoco debería obviarse.
Con ello no intento decir que las mujeres somos culpables de soportar la violencia, ni que seamos nosotras quienes, exclusivamente, deberíamos trabajar en el amor propio, la autoestima y el reconocimiento; mucho menos afirmo que el amor debe desecharse y que deberíamos sentir miedo de experimentarlo. Por el contrario, sugiero que el amor, más allá del romanticismo con el que suele abordarse, es una cuestión estructural, que no puede dejarse en manos de los discursos de autosuperación y empoderamiento, sino que merece ser trabajado desde una agenda conjunta, en la que la familia, los sectores educativos, las organizaciones sociales, el movimiento feminista, la iglesia e incluso el derecho contribuyan a la reinterpretación de las bases que sustentan el relacionamiento desde un amor que permita a las mujeres vivir plenamente, amarnos y reconocernos, y que no encontremos en las relaciones peligros de muerte, sino esperanza.
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