Por Gustavo Montenegro

Uno de los componentes sustanciales de la comunicación política se encuentra en el valor otorgado a la opinión pública, concepto que, por su complejidad, llegó hasta la denominación de “opiniones públicas” justamente porque con el pasar del tiempo, ante un tema de interés colectivo resultó imposible concertar una sola opinión que pudiera convertirse en la voz homogénea de la ciudadanía. La reconceptualización de la opinión pública abrió un nuevo debate en la comunicación política, pues ante la garantía de mayores derechos y libertades, también comenzó a crecer la presencia de los disensos, la diversificación de las ideologías y la multiplicación de las voces que se podían (y pueden) pronunciar en relación con una idea política o con una concepción del Estado.

Con el incremento de las “opiniones públicas” llegó también el acceso a las mediaciones comunicativas que favorecieron, paulatinamente, la presencia de las voces del disenso en los debates públicos, en los medios masivos de comunicación y en los escenarios de la confrontación política. Luego, con los avances tecnológicos, asistimos a la transformación del papel de espectadores pasivos y de opinadores distantes, a la conformación de organizaciones y colectivos de voceros, productores y generadores de contenidos con mayor capacidad de circulación de sus pensamientos, ideas, sentires y pareceres sobre los asuntos de la vida pública y política.

asistimos a la transformación del papel de espectadores pasivos y de opinadores distantes, a la conformación de organizaciones y colectivos de voceros, productores y generadores de contenidos con mayor capacidad de circulación de sus pensamientos, ideas, sentires y pareceres sobre los asuntos de la vida pública y política

Estas modificaciones prácticas y conceptuales de la “opinión pública” se evidencian, desde hace ya un buen tiempo, en las complejas maneras que los opinadores, la ciudadanía, la masa, lo colectivo y lo individual, desarrollan al momento de poner en escena sus pensamientos, ideologías, consideraciones, propuestas, diferencias o acuerdos.

Hechos recientes como la despenalización del aborto o la denominada invasión de Rusia a Ucrania, el debate electoral o el asesinato de los líderes sociales Teófilo Manuel Acuña y Jorge Tafur son el retrato de cómo la “opinión pública” se desvaneció para darle cabida a las múltiples manifestaciones ciudadanas que encarnan la complejidad del pensamiento colectivo.

En la guerra de las opiniones, se evidencian las características comunicativas que nos envuelven como sociedad, como ciudadanos, como electores, como seres políticos, como simples seres humanos. La inmediatez, el acceso a medios, canales y métodos informativos, la banalización de la información, la aceleración y la ausencia de pausas y tiempos reflexivos, la circulación de datos, nos ponen de cara a un nuevo escenario comunicacional trazado por la riqueza de las opiniones que están bañadas de todo tipo de modos, formas y consideraciones.

La conversación colectiva, la exposición de argumentos, el denominado sano debate, el diálogo de las ideas, la tranquila discusión de los disensos, han sido reemplazados por las libres expresiones arropadas por manifestaciones de ira, rabia, posturas moralistas, bromas, chistes, insultos; por la parodia, la descontextualización, el afán; por la humana, subjetiva y evidente necesidad de hacerse sentir, de decir lo que se tiene atragantado en el alma y escribir lo primero que se le ocurre a la cabeza o a los sentimientos de los corazones afligidos.

En el Estado social de Derecho que es Colombia, se entendería, desde la concepción homogénea de la opinión pública, que discusiones sobre asuntos como la despenalización del aborto deberían gestarse desde los referentes documentales como la propia Sentencia de la Corte o desde el mundo de los derechos o desde la esfera de la salud pública; sin embargo, la experiencia comunicativa en lo cotidiano, las discusiones mediáticas emergen con la Biblia en mano y las consideraciones religiosas en un intenso contrapunteo frente a quienes se paran desde posturas ubicadas del lado de las libertades humanas.

En un territorio en el que aún no hemos terminado de comprender la guerra de los últimos cincuenta años, surgen, en derecho, las voces de quienes asumiendo el papel de analistas internacionales quieren explicar y comprender un conflicto ajeno, lejano y del que se ha tipificado una serie de relatos con finales tenebrosos y desenlaces apocalípticos.

Las campañas electorales sobresalen por la capacidad que unos y otros tienen para enlodar a los “contrincantes”, para diseñar imaginarios de un futuro fantasmal, para enjuiciar y señalar. Muy poco se ha visto, leído o escuchado sobre auténticas reformas que el país necesita para encarar un nuevo rumbo económico y social. Lo importante son los likes, ser tendencia o darle luz a un deslumbrante titular de prensa.

Y aunque hoy abundan noticieros, medios, redes y escenarios para la circulación de información, el contenido circulante es pobre en análisis, reportajes, crónicas o documentales que permitan abordar los grandes temas de interés público con argumentos, fuentes diversas, voces diferentes, contextos y explicaciones.

Un Estado-nación, un territorio, una comunidad, un país, un colectivo que se presuma democrático y quiere avanzar en sus formas, en la confianza de sus instituciones, procesos de participación y ejercicios de representación, deberá prestar mayor atención a las opiniones ciudadanas, ya no con el ánimo de establecer un orden correcto, lógico y objetivo de la opinión homogeneizante; ni más faltaba. Al contrario, entre más divergente, mayor calidad de debate, diálogo y comunicación, pero sí, con el espíritu de saber leer, interpretar y comprender el impulso que se esconde detrás de quienes en derecho, con sus propias emociones y motivaciones, levantan la voz esperando, algún día, ser escuchados cuando dicen ¡yo opino!

Foto: Ana Flávia @ Unsplash


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