Por Ximena Idrobo Obando
Incomodarse puede ser el primer paso para reconocer las violencias contra las mujeres, pues estas son naturalizadas en nuestra cultura; por ejemplo, socialmente no se considera como violación el acceso carnal violento de un hombre hacia su esposa, ya que, según el mandato patriarcal, las mujeres deben cumplir con los “deberes conyugales” y obedecer a la autoridad de los hombres. Enmascaramos las violencias como actos de demostración de amor; se romantizan los celos y el control, naturalizándose estos hechos dañinos, evitando el reconocimiento del peligro que representan para la vida de las mujeres, y justificando el ejercicio violento, incluso en los casos de feminicidios.
Se justifican las violencias como forma de disciplinamiento o castigo cuando las mujeres rompemos con el ideal de mujer y nos apartamos del modelo mariano de la Vírgen María que nos han enseñado. Así, las mujeres diversas por orientaciones sexuales e identidades de género (lesbianas, bisexuales, trans), quienes ejercen profesiones estigmatizadas como el trabajo sexual o toman decisiones libres como abortar, están expuestas a ser victimizadas. De la misma forma, en nuestra sociedad racista y colonial pervive la hipersexualización de las mujeres negras y la concepción de que las mujeres negras e indígenas son apropiables y violentables.
Las mujeres soportamos múltiples violencias desde que nacemos a lo largo de nuestras vidas, en una espiral sin fin, pues no existen espacios seguros. La violencia contra las mujeres es un problema sistemático, estructural y generalizado, que se agudiza en escenarios de crisis – como lo ocurrido durante la pandemia del Covid-, de mayor conflictividad armada y en los lugares de disputa territorial del narcotráfico. Las condiciones de pobreza, y la falta de inversión social son factores que posibilitan las violencias; de ahí que ir a recoger agua a una quebrada, caminar por zonas sin alumbrado, no contar con escuelas públicas o puestos de salud, son circunstancias que incrementan los riesgos de violencia.
Este es un asunto público, un asunto del Estado, es una violación a los derechos humanos, que requiere políticas y estrategias efectivas para eliminar, prevenir y sancionar las violencias. Pero con cada caso que conocemos de violación, desaparición, acoso, abuso, feminicidio (y eso que solo vemos la punta del iceberg), reconocemos la inoperancia del Estado que permite la continuidad e impunidad de los crímenes. Las mujeres no creemos en las instituciones por la existencia de múltiples barreras que impiden la garantía nuestros derechos y el acceso a la justicia, la verdad, la reparación y la no repetición.
En medio de este desolador panorama, todos los avances normativos y del accionar del Estado han sido luchas conquistadas y gestadas por nosotras. Las olas feministas han ido rompiendo el silencio, nombrando y dando visibilidad a nuestras experiencias, encontrando caminos para la sanación y la desculpabilización.
Somos mujeres acompañando a mujeres en las denuncias judiciales o denuncias sociales (escrache), haciendo procesos pedagógicos, movilizándonos en las calles, cuidando de la vida, resistiendo y re-existiendo. Nos negamos a vivir una vida con miedo, a la militarización de la vida, a la cosificación de nuestros cuerpos, a la aniquilación de la diversidad, y al silencio.
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Angela dice:
Buena columna…pensar en propuesta de ciudades seguras …no solo en algunos municipios….. Debemos tener más información que nos aproxime a una realidad …como geógrafa puedo ayudar….
24 marzo 2022 — 10:56