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Por Romel Armando Hernández

El proyecto radicado por el Centro Democrático con el que se pretende acabar con la libertad de cátedra en las escuelas y colegios del país ha hecho surgir una multitud de voces en contra que, de manera general, parecen tratar de revitalizar el principio esencial expresado por la Ilustración, el cual incitaba a pensar por sí mismo: ¡sapere aude!, “ten el valor de servirte de tu propio entendimiento”, como lo expresa Kant en su famosa respuesta a la pregunta sobre lo que significa la Ilustración. En otras palabras, someter al ámbito crítico tanto la información como el conocimiento que se adquiere para alcanzar una certeza de las ideas que guían el actuar.

Así entonces, el ámbito de actuación de los individuos es el de un sujeto libre, cuyas decisiones no son el resultado de sus impulsos ni sus meras pasiones. Si para Hobbes el hombre era un sujeto pasional y por lo tanto salvaje, Kant comprendía al hombre como un sujeto racional que guía su actuar por preceptos de razón. La Ilustración fue la búsqueda de esto último, con la finalidad de salir de ese ámbito impulsivo que nos condiciona a vivir en un estado de naturaleza.

La libertad de cátedra guarda esa esencia que pretende formar hombres libres, ciudadanos que son capaces, no solo de aprender, sino de formarse sin ataduras. Bajo la compresión de que el hombre no es una tabula rasa sobre la cual se puede escribir, sino un sujeto que puede actuar y pensar por sí mismo, es incorrecto asumir que la educación es un proceso de simple transmisión del conocimiento, como si de una jarra llena de agua se intentara pasar a un vaso. El fin último de la educación no es transferir datos sino hacer posible que las personas alcancen lo verdaderamente humano que tenemos y eso es la capacidad de asombrarnos, de maravillarnos para inquietarnos y poder iniciar el proceso de crítica y posterior conocimiento.

Los seres humanos tenemos la capacidad de pensar, de elaborar ideas, de deducirlas, pero ese proceso no es un acto en solitario: quienes adquieren una capacidad crítica no lo hacen solos, sino en compañía de otros, bien sea porque los imitaron o porque estuvieron en desacuerdo. Como sugería Marx en su tercera tesis sobre Feurbach, “son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado.” En otras palabras, el proceso de pensar y pensar críticamente también se enseña y una de las condiciones esenciales para eso es la libertad de cátedra.

Por lo tanto, la libertad de cátedra es esencial y por ello su defensa debe ser entendida como la posibilidad de preservar aquello que nos hace realmente humanos. Es inconcebible educar sin diálogo, sin debate, sin valorar las diferencias. Solo a una sociedad que reduce la complejidad de la educación a simple transmisión de información se le puede ocurrir que es necesario que el profesor suprima sus opiniones, sus apreciaciones, porque cuando se enseña, se transmiten también sentimientos, percepciones, se genera empatía. Si se quiere una educación totalmente desapasionada, lo más cercano sería un centenar de computadores donde esté toda la información, a la cual acudir para obtener lo que sea meramente útil o productivo.

El Centro Democrático argumenta la necesidad de “vigilar y castigar a los docentes que ‘politicen’ sus clases”, lo cual está en total contradicción no solo con la libertad de cátedra sino con la libertad en su acepción más general; pone en evidencia, además, el talante auténticamente dictatorial de la propuesta. Sus argumentos son incluso anticonstitucionales, ya que, como lo señala la Corte Constitucional en la Sentencia T-588/98:

La función que cumple el profesor requiere que éste pueda, en principio, en relación con la materia de la que es responsable, manifestar las ideas y convicciones que según su criterio profesional considere pertinentes e indispensables, lo que incluye la determinación del método que juzgue más apropiado para impartir sus enseñanzas.

Cabe aquí recordar una anécdota que vivió Estanislao Zuleta cuando estaba cursando el bachillerato. En una ocasión el profesor de Historia tuvo que ausentarse y dejó a alguien encargado; esta persona se dedicó a contar historias de los viajes de Colón y de las guerras mundiales, sin mencionar una fecha ni hacer uso del tablero, motivo por el cual Zuleta refiere que no aprendió historia como se quisiera, pero sí llegó a quedar encantado por el potencial que tenía la historia, develándole los orígenes y raíces de nuestra existencia. El profesor le dejó a Zuleta algo mucho más valioso que los datos y las notas, una inquietud por la historia que marcó su vida.

Recordando esta anécdota podemos decir que quienes se oponen a la libertad de cátedra la defienden y la entienden de manera abstracta, sin comtemplar el pensamiento crítico como una condición innata; olvidan que no hay mejor forma de enseñar que aquella que apasiona, encanta, enamora y, más aún, decepciona, porque es por esos procesos afectivos que el ejercicio de la razón debe sobreponerse para valorar la solidez de lo aprendido, solo así se reafirma el pensamiento crítico.

Recuérdese, finalmente, lo que decía el maestro Carlos Gaviria al respecto de quienes afirmaban ser demócratas; él descreía de estas personas porque, decía, antes que ser demócrata “se es persona, amigo, hermano, liberal, republicano o socialista”, motivo por el cual no se puede ser demócrata en sí, abstractamente. De igual manera no se puede ser solo profesor en sí, pues antes que ser profesor se es padre, madre, hermano, hincha de algún equipo y seguidor de ideas políticas, de todo lo cual le será supremamente difícil desprenderse.

Foto: Carli Jeen on Unsplash

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