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El arresto el día de ayer de Julian Assange, quien vivía asilado en la Embajada ecuatoriana en Londres, Inglaterra, desde hace más de seis años, tiene un significado simbólico por parte del establishment mundial, esto es, la «casta» (como la llama Owen Jones) que gobierna de facto el mundo moderno.

Es preciso detenerse un poco en esta cuestión acerca de quiénes son realmente quienes gobiernan, pues casos como este -y otros similares- suelen legitimarse a través de las instituciones pretendidamente democráticas, obviando el hecho de que, en una gran cantidad de veces, estas últimas están al servicio de verdaderos poderes en la sombra. De ese modo, acciones que son típicamente atentatorias de los derechos humanos más básicos logran soslayar la sanción pública gracias a su camuflaje institucional.

Es exactamente eso lo que ha ocurrido en este caso. El presidente ecuatoriano Lenin Moreno, fiel al mandato de Washington, ha echado mano de la «soberanía nacional» y otras bonitas palabras para justificar una decisión a todas luces arbitraria e inhumana, máxime tratándose de un ciudadano nacionalizado a quien el Estado ecuatoriano debería haber protegido o, en todo caso, garantizar un juicio justo o un proceso debido, condición mínima de cualquier Estado de derecho que se precie de tal.

Como es de amplio conocimiento, WikiLeaks, la plataforma informativa creada por Assange, ha venido sacando a la luz documentación clasificada o de escasa divulgación acerca de diversos asuntos relacionados justamente con las casi siempre turbias (por decir lo menos) maniobras de los gobernantes mundiales.

De hecho, el nombre del propio Lenin Moreno había salido ya a relucir en algunos de aquellos cables a razón de la existencia de cuentas offshore del presidente y su hermano. Es fácil suponer que dicha acusación no debió haber sido de buen recibo en el despacho presidencial, por lo que la decisión de Moreno tiene también cierto tufo a venganza personal. A esto habría que sumar el chantaje de una de aquellas instituciones «multilaterales» que dictan las pautas de la economía mundial, el FMI, el cual habría condicionado el empréstito de alrededor de 4.2 mil millones de dolares a cambio de la cabeza de Assange. Eso sí, en bandeja de plata, como corresponde.

De esta suerte, en un viraje grotesco de la trama, los acusados terminaron fungiendo de redentores (y de guardianes del orden, la paz mundial, el bien público y tantas otras nobles cuestiones) y el acusador terminó encarcelado, condenado de antemano a un juicio sin garantías.

Pasó igual con Snowden, igual con Chelsea Manning, otras cuentas en el rosario de «falsos positivos» políticos con los que la casta global pretende lavar su imagen.

Pero no nos dejemos enredar en la semántica y en los laberínticos caminos de la legalidad institucional. Es evidente que el fin último de esta acción es acallar a Assange, cortarle la posibilidad de informar y, de paso, escarmentar a cualquier otra persona que ose seguir su ejemplo.

En un mundo en donde los más grandes e influyentes medios de comunicación son propiedad de la banca y actúan como verdaderos agentes desestabilizadores, es preciso detener todo intento de comunicación crítica (como la que intentamos poner en práctica en este mismo sitio) o alternativa, sobre todo si dicha comunicación pone al desnudo las miserias y las conductas criminales que quienes se han apropiado de la institucionalidad y han hecho de ella su coto de caza macartista. Y en un contexto como el actual, en el que las elecciones en todo el mundo se ganan a golpes de talonario y «fake news», la figura de Assange se antoja una suerte de símbolo de resistencia y valentía que es preciso preservar.

Columna Abierta


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