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Por David Paredes

El 13 de febrero de 2019 fue publicado un comunicado/manifiesto desde la cuenta de Twitter del presidente de Colombia, Iván Duque, junto a Carlos Vecchio, representante del autoproclamado presidente Juan Guaidó en Estados Unidos. El objetivo, claro, era reafirmar el apoyo a Guaidó e insistir en el proceso de sabotaje sistemático para forzar la dimisión de Nicolás Maduro. Pero, en definitiva, se trata de una entre tantas acciones “diplomáticas” que durante años han intentado derrocar al chavismo.

El recurso más elemental y propagado entre los detractores del chavismo es el juicio moral; se asume una posición presuntamente del lado de los buenos (para el caso, los defensores del desarrollismo neoliberal) y se ataca a los malos (comunistas, dictadores, castrochavistas). Además, para ahorrar el tiempo de análisis, se identifica a un culpable.
Nicolás Maduro es, desde la muerte de Chavez, el villano de turno. A él se le atribuye una crisis que efectivamente existe, pero que puede ser explicada solo en parte por el programa de gobierno chavista. Si se quiere ver la realidad, habrá que aceptar que la crisis venezolana ha sido causada tanto por problemas internos (inherentes a cualquier forma de gobierno) como por el boicot internacional que sufre Venezuela por cuenta de un continente cada vez más ultraderechista.

Hace apenas unos años, el chavismo contaba con el beneplácito de presidentes como Michelle Bachelet, Néstor Kirchner, Cristina Fernández, José Mujica, Fernando Lugo, Tabaré Vásquez, Evo Morales, Ollanta Humala, Rafael Correa, Lula, Fidel Castro y Daniel Ortega, para enumerar solo los mandatarios del continente. El panorama de la política latinoamericana era propicio para que la izquierda pusiera a prueba la viabilidad de sus ideas. Con los tropiezos y las dinámicas de cualquier proceso de transformación social, el chavismo postuló una interpretación particular de temas como la propiedad, lo público, el bienestar social y el papel del Estado en la regulación de la economía nacional (todo en congruencia con la aspiración chavista de magnitud continental: la unificación de los pueblos a la medida del sueño bolivariano). Esta interpretación implicaba un distanciamiento del modelo de desarrollo promovido por instituciones como el Banco Mundial y aprovechado por la Casa Blanca.

Para hacer frente a esa visión neoliberal se propuso avanzar hacia el integracionismo (con iniciativas como Mercosur o la Alianza Bolivariana para América, ALBA, creada como respuesta al ALCA), la inclusión y la participación activa de sectores históricamente marginados, el énfasis en políticas sociales y la nacionalización de recursos y proyectos extractivos (Guy Emerson 2018).

El chavismo era entonces un programa de gobierno, pero también un proceso popular. De ello daba cuenta Elías Jaua, exministro de educación venezolano, en el año 2012:

Ser Chavista es saber que el Poder nos pertenece como pueblo y no a los ricachones; es sentirnos respetados en nuestra diversidad cultural y social. Ser Chavista es ser consciente de que el ingreso nacional es para todos y todas; es tener la solidaridad humana como un valor supremo. Ser Chavista es sentirnos parte de una fuerza ética para la vida, para la emancipación de los pueblos, para la unión Suramericana, para lo grande, para lo hermoso como no los enseñó nuestro Padre Simón Bolívar. Ser Chavista es ser irreverente frente al poder de la dominación. Ser Chavista es pensar y hacer desde la Izquierda (sic; Jaua, 2012).

Tal vez no haga falta explicar por qué el chavismo ha sido perseguido por quienes detentan el poder hegemónico y lo ejercen de forma antidemocrática. Y no se trata únicamente de partidos, sino también de medios de comunicación obstinados en crear la realidad que creen conveniente. Llevan años increpando al chavismo con más gritos que argumentos, fomentando el miedo como tantas veces se ha hecho en Colombia: estipulando que todo pensamiento progresista habrá de transformar al país en una segunda Venezuela.

Con esa historia, los dirigentes colombianos hicieron frente al embate de la “marea rosa”. Será por eso que, fiel al modelo neoliberal, Colombia ha sido marcada por tendencias políticas e ideológicas de derecha y ultraderecha. Precisamente, ahora que repunta la ultraderecha en el continente, ahora que recibe la venia de sus homólogos, Iván Duque posa con más osadía y da voz a la tendencia continental contra Venezuela. En el comunicado desde Estados Unidos dice: “seguimos avanzando en el cerco diplomático a la usurpación, a la dictadura, y que el pueblo venezolano pueda volver a acariciar la libertad y soñar con un nuevo mañana”.

¿Cerco diplomático? Con semejante eufemismo se tergiversa la naturaleza de una intervención criminal, justificada a medias por el supuesto “nuevo mañana” y la no menos inconsistente idea de “libertad”. En esa cruzada participan, desde luego, Donald Trump (y John Bolton, un apasionado por la guerra, consejero de seguridad nacional, promotor, durante años, de la ofensiva militar contra Corea del Norte y ahora contra Venezuela), Jair Bolsonaro, Mauricio Macri, Lenín Moreno, Sebastián Piñera, Martín Vizcarra y el resto de mandatarios adscritos al llamado Grupo de Lima (amén de Canadá y la Unión Europea).

Hace menos de una semana, en conferencia de prensa, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, dijo que ante la “crisis política y económica y la tragedia social y humanitaria […] se acabó el tiempo de las reflexiones y los diagnósticos, y llegó el tiempo de la acción y de las soluciones”. Estas palabras tenían el objetivo de presionar a Michelle Bachelet, hoy Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, para que se posicionara a favor del sabotaje transnacional en contra del gobierno de Maduro (sabotaje que, desprovisto ya de todo pudor, baraja la posibilidad de una intervención militar).

Tendrían razón esos personajes (y los miles de detractores del chavismo) si el modelo de desarrollo neoliberal, que interpreta lo público como un mina de recursos y al gobierno como el encargado de subastarlos, diera como resultado un desarrollo integral o un fortalecimiento de la democracia. Pero ese es el punto en el que, para no ir más lejos, un gobernante como Iván Duque debería tener un poco más de prudencia, pues ¿por qué aúpa la transición de Venezuela hacia lo que él llama “democracia”, como si fuera muy democrático un país en el que la Corte Constitucional deslegitima las consultas populares? ¿No han ocurrido, pues, en la democracia que él ofrece, las muertes de tantos niños por inanición? ¿No mueren casi a diario personas que quieren acceder a los predios que les pertenecen y que fueron despojados por la acción de grupos armados legales e ilegales? ¿No atraviesa también Colombia por una crisis no solo política sino económica, social y ambiental?

En el Grupo de Lima no hay quién proponga crear una comisión para evaluar la situación de Colombia. En cambio, durante el año anterior y lo que ha corrido de este, los mandatarios adscritos a este Grupo –con excepción de Manuel López Obrador– han conformado un coro para deslegitimar las elecciones presidenciales celebradas en Venezuela. Entre las razones que se ha mencionado están: falta de contendientes (aunque participaron, sin muchas esperanzas de ganar, dos candidatos alternativos al chavismo), falta de veeduría internacional, instalación de propaganda política dentro de los sitios de votación y presunta compra de votos. Esto hace pensar a los integrantes del Grupo que las mencionadas elecciones “no cumplen con los estándares internacionales”. Su atención selectiva les permite ver eso, verlo con lupa, sin percatarse de que esas son las condiciones en las que se dan las elecciones en otros países. Colombia, por ejemplo, no ha recibido juicios ni sanciones, incluso cuando se ha engañado públicamente a la población para que saliera a votar «verraca”. La compra de votos es ya una obviedad y no es posible garantizar veeduría en la vastedad del territorio nacional. Incluso hay niños, previamente instruidos por tal o cual partido, que “ayudan” a votar a personas con discapacidad visual. Eso se hace y se seguirá haciendo. En todos los procesos electorales, en todas las ciudades. Es evidente. La democracia de la que hacen gala los ultraderechistas que hoy detentan el poder oficial es una entelequia.

Otra de las razones que se suelen esgrimir para deslegitimar las elecciones presidenciales que ganó Maduro es el alto porcentaje de personas que se abstuvieron de votar (alrededor de un 54%). ¿Cuándo ha sido ese un criterio para considerar que unas elecciones no son válidas? Según cifras del IGAC (Instituto Geográfico Agustín Codazzi), en Colombia, para el año 2002, la abstención fue también del 54% (aunque en departamentos periféricos como Vichada y Guaviare fue superior al 70); en el 2006, 55%; y en 2010, 56%. Como era de esperarse, en aquellos momentos no hubo un Sebastián Piñera ni un John Bolton que agitaran banderas y se lamentaran por la democracia.

Ahora, por considerar que en Venezuela ha sido menoscabada la democracia, los gobiernos de Canadá, Estados Unidos y otros países de la Unión Europea han sancionado económicamente a los dirigentes venezolanos. En varias ocasiones han dicho que no quieren afectar al pueblo y que por eso sancionan, por ejemplo, a la directora del Consejo Electoral, Tibisay Lucena, o al mismo Nicolás Maduro. Pero la más reciente sanción a Petróleos de Venezuela S. A. deja pérdidas que se cifran en miles de millones de dólares. ¿Qué nombren le pondrán ahora a la asfixia económica que no afecta tanto a los dirigentes como a los millones de personas que se beneficiaban de esos rubros? En enero de 2018, el analista político Simón Colmenares interpretó el bloqueo económico como

un acuerdo político entre Estados Unidos y la UE, un tipo de control social que pretende hacer ver que Venezuela tiene una economía destruida, una incapacidad de sus líderes para resolver la inseguridad o el desabastecimiento, con el fin de posicionar en la mente de la población que el Gobierno debe salir.

Los detractores de Venezuela deberían mencionar las verdaderas razones por las cuales han orquestado la injerencia y el consecuente golpe de Estado. El mencionado John Bolton, en entrevista concedida a Fox Business el pasado 29 de enero, admitió que, desde la perspectiva del gobierno estadounidense, la situación sería mejor si las compañías norteamericanas pudieran procesar el petróleo en Venezuela. Lo dijo para apoyar la autoproclamación de Guaidó como presidente interino, y para indicar que Nicolás Maduro es el gran obstáculo de la transformación que, según él, desea la gente.

Pero se equivoca: cuando dicen “la dictadura de Nicolás Maduro” debieran decir “la dictadura de los miles que apoyan y defienden al chavismo dentro y fuera de Venezuela”. Porque son más de los que parece, más de los que han querido registrar las cámaras de CNN. Y es por esto que la andanada contra Maduro se dirige, en realidad, a miles de personas que tienen una opinión diferente. El Grupo de Lima y sus animadores quisieran derrocar a un hombre, pero bien saben que tendrán que llevarse por delante a miles de contendiente ideológicos. Y lo harán, tal como se hace en Colombia.


Referencias:

  1. Guy, E. R. (2018). La “marea rosa” en América Latina: orígenes y posibles trayectorias. Escenarios Regionales, pp. 152-179. Disponible en:
    https://www.researchgate.net/publication/328560645_La_marea_rosa_en_America_Latina_Origenes_y_posibles_trayectorias