Por David Paredes

I

Se presentan como salvadores que no consiguen su objetivo; héroes fracasados (pero nobles) no porque carezcan de los medios para cumplir sino porque, en su relato, el monstruo se hace cada vez más grande. La sociedad nos es presentada como un complejo ingobernable, una feria de causas perdidas en la cual se destaca la supuesta persistencia de ellos, los oligarcas, que llevan años diciendo que lo intentan. Hablan de acabar con el narcotráfico, los cultivos de uso ilícito, las bandas criminales, la corrupción, la injusticia, la inequidad… Prometen muchas cosas, estiman plazos. Alargan el proceso, dejan pasar tiempo y vuelven a prometer.

Ni siquiera tienen necesidad de actuar cuando se trata de asegurar el control social y aplacar los brotes de inconformidad e insurrección. Es cierto que los policías vapulean o acribillan a un individuo, incluso a un grupo de jóvenes, en una estación, y es cierto que infiltran manifestaciones y persiguen, acorralan y masacran a manifestantes aprovechando la oscuridad de la noche, y es inocultable que durante el gobierno de Álvaro Uribe fueron ejecutados de manera extrajudicial miles de civiles. Pero los oligarcas tienen cada vez menos necesidad de esa estrategia frontal; no hacen falta las demostraciones militares sanguinarias, los “vuelos de la muerte” y los tlatelolcos que tuvieron lugar en América Latina durante la segunda mitad del siglo pasado. Para los mismos fines, es decir, para intimidar y utilizar el miedo como instrumento de control, les basta con dejar que la crisis crezca.

La pandemia ha resultado útil para reforzar la idea de que el peligro son los otros cuando se juntan: “…son pobres asustados que temen a otros pobres”, escribía Martín Caparrós hace pocos días, haciendo referencia al sentimiento que se propaga entre la población de países como Argentina, México, Brasil o Bolivia, ante los linchamientos protagonizados por grupos de personas cansadas de que las instituciones no hagan lo posible para mitigar la inseguridad. Pero, quién lo creyera, en esta historia los oligarcas terminan siendo los portadores de una supuesta gestión providencial que nos salva de la crisis que ellos mismos administran.

II

En Colombia se repite una y otra vez la primera escena de Frenesí, la película de Hitchcock en la que, ante una pequeña aglomeración, un funcionario público anuncia que “gracias a las autoridades locales y gubernamentales” el agua del río “pronto estará limpia, sin residuos industriales, sin detergentes…”; anuncia, mejor dicho, el fin de la contaminación, y justo en ese momento aparece, bajando por el río de agua supuestamente saludable, el cadáver de una mujer estrangulada. Así, mientras el Ministerio del Interior promueve el hashtag #SeguridadEnLasRegiones, se engrosa el saldo de muertos y desplazamientos masivos en Alto Baudó (Chocó), Ituango, Cáceres (Antioquia), Pueblo Rico (Risaralda), Roberto Payán, Tumaco, Olaya Herrera (Nariño), por mencionar los más recientes, los de este mes.

Ante los hechos ocurridos en Buenaventura (Valle del Cauca), el ministro Daniel Palacios dijo en una entrevista que “una cosa es que un miembro de un grupo criminal haga disparos al aire o que un bandido haga una acción de sicariato, y otra que haya control territorial de un grupo criminal. Eso no es cierto”. Pero otra, más específica y elocuente, es la versión de Leyner Palacios, representante de víctimas y de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad: “la gente no puede salir de su casa después de las cuatro de la tarde porque la matan”.

la gente no puede salir de su casa después de las cuatro de la tarde porque la matan

Leyner Palacios, representante de víctimas y de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad

Los oligarcas utilizan medios de comunicación públicos y privados para presentar cifras, procesos, gestiones, logros, nuevas promesas, etcétera, pero, por obvias razones, se sabe cuánto hacen y no cuánto dejan de hacer. Se suele perder de vista que el poder político que ejercen no se basa sólo en acciones, pues también tienen el poder de no-hacer, de paralizar. De esta manera ejercen una suerte de poder pasivo y se deshacen del grado de responsabilidad que tienen en la crisis.

Con respecto a la aparente dificultad para garantizar la protección de las comunidades y la no repetición de los hechos violentos, la socióloga Sara Tufano escribía lo siguiente en una columna del año pasado:

“Lo que no queda muy claro es por qué en Urabá, donde hoy por hoy hay una gran concentración de efectivos militares –es la sede de X Brigada con 5 batallones de cerca de mil hombres cada uno– no se ha logrado el control de la zona y la violencia aumenta día a día”.

La omisión de estas élites supuestamente filántropas e ilustradas, que se han hecho cargo del gobierno para salvar al pueblo de su propio poder destructor, agrava una crisis que sirve, en las ciudades, para garantizar el control social (como cuando, en ocasión del paro nacional del 21N/2019, no reprimieron los cacerolazos sino que se limitaron a llevar, en carros de policía, a mercenarios cuya misión era simular asaltos a conjuntos residenciales en Cali y Bogotá) y, en el país rural, para limpiar el camino de los despojadores de tierras.

La omisión de estas élites supuestamente filántropas e ilustradas, que se han hecho cargo del gobierno para salvar al pueblo de su propio poder destructor, agrava una crisis que sirve, en las ciudades, para garantizar el control social y, en el país rural, para limpiar el camino de los despojadores de tierras.

A propósito, hace unos meses la Fundación Forjando Futuros entregó a la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad la información recabada en lo relacionado con, por una parte, la participación de grupos paramilitares y empresarios en el despojo de tierras, y por otra, con el “nivel de impunidad absoluto” y los intentos de terratenientes que pretenden obstaculizar la restitución (ejemplo de ello es la procaz cruzada del alcalde de Carmen de Bolívar y de otros entusiastas de la reforma que el Centro Democrático propuso hacer a la Ley de Víctimas). Y esto, que pasa por postura política, no es más que la materialización de un programa de gobierno abiertamente elitista y antidemocrático, pues queda claro que, en Colombia, no todas las personas tienen derecho a la propiedad privada, a la vida, a un entorno saludable, a un territorio o a la protección del Estado.

Lo que pasa por postura política, no es más que la materialización de un programa de gobierno abiertamente elitista y antidemocrático, pues queda claro que, en Colombia, no todas las personas tienen derecho a la propiedad privada, a la vida, a un entorno saludable, a un territorio o a la protección del Estado.

El balance de la gestión del Fiscal General de la Nación, Francisco Barbosa, realizado por la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento y suscrito por treinta y ocho organizaciones, cuarenta y siete representantes de gremios y tres plataformas de derechos humanos, alerta sobre la pérdida de independencia de la justicia, “impidiendo una lucha real contra la criminalidad, en aras de beneficiar a unos pocos”. Dicho de otro modo, a la Fiscalía, gran ejemplo de parálisis institucional, no le interesa investigar y es inoperante, deliberadamente perversa. Su omisión “coincide” con los intereses de terratenientes, empresarios, banqueros… financiadores de campañas políticas. De manera que la lucha de pueblos étnicos, comunidades campesinas y excluidos de toda laya no sólo se da sin apoyo de las instituciones estatales, sino a pesar de ellas, de su negligencia premeditada.

La omisión es la forma institucional del terrorismo de Estado.

Foto: JACQUELINE BRANDWAYN @ Unsplash


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