Por Camilo Parra

A pesar de que nuestro país se define como «capitalista» (al menos tiene un papel menor en el capitalismo globalizado y su economía funciona con mano de obra asalariada, inversión extranjera libre de gabelas, acumulación de capital, etc.), persisten aún ciertos modelos de feudalismo en varios territorios rurales, que vale la pena explorar y que dejan en evidencia las fisuras de ese pretendido capitalismo que tanto se suele pregonar.

El feudalismo -en teoría- funciona como un sistema de descentralización política y de redistribución, en el que la gente común produce cosas, los nobles y/o élites se quedan con una parte importante de esas cosas y, luego, reparten otra porción entre sus subordinados (sirvientes, guerreros, vasallos, campesinos). La razón por la que los nobles y/o élites reparten la cosecha que se han apropiado de los campesinos es que, sin una segunda redistribución, no hay manera de justificar la primera. Los clientes de los primeros, al beneficiarse materialmente de este sistema, estarán de su parte. El noble, a su vez, queda como un hombre generoso que provee empleos.

En parte, la ‘largesse’ (generosidad) y la ‘noblesse oblige’ (la ascendencia noble obliga a conductas honorables; el privilegio conlleva responsabilidad) aristocrática consistían en esto. En otras palabras, el señor feudal debe crear empleos que justifiquen su existencia. Este rol económico trae consigo una sumisión -voluntaria- política que, en otras palabras, adquiere la forma de un gamonalismo que entra a engrosar el poder político de ciertos personajes específicos.

En el feudalismo, en suma, el empleo en gran parte se genera por esa “generosidad” del noble. En las casas nobles y/o elitistas abundan sirvientes con tareas innecesarias, muchas de las cuales solo son caprichos de los feudales, pero que tenían empleo. Pero dicha “generosidad” es solo posible a causa de la expropiación de los campesinos, anterior a la generación de los señores feudales. Max Weber llamaría a esto «dominación carismática», entendida como «la confianza en el jefe -por parte de los dominados; reconocimiento que se mantiene por “corroboración” de las supuestas cualidades carismáticas.[…] Este “reconocimiento” o “corroboración” es, psicológicamente, una entrega plenamente personal y llena de fe surgida del entusiasmo o de la indigencia y la esperanza». (Weber, 1944: 194).

Ahora, en Colombia, el sistema político funciona con base en la falta de consenso del sistema económico que nos rige, por eso es de carácter clientelar y gamonalista. Ese personaje especifico -el gamonal- o el político es quien se apropia de los recursos públicos, crea o arrienda empleos “generosamente” y la gente que beneficia le resulta leal hasta la sumisión total de sus esperanzas; incluso si su empleo es una dádiva temporal, está anclada a esa donación del buen jefe y sujeta a su obediencia y búsqueda de más adeptos de los cuales será responsable para la suma de sus listas electorales.

Uno esperaría que los capitalistas criollos piensen de manera diferente y reconozcan el sin sentido de empleos carentes de proyección futura, porque no tiene sentido crear empleos innecesarios o que engrosan la burocracia nacional solo para justificar la propia existencia y tener un ejército -al que le llaman pueblo- de sirvientes leales. Uno no busca tener trabajadores innecesarios en la propia empresa, en muchos casos en las filas de las empresas o instituciones públicas.

Estructura de las redes clientelares

Pero la mezquindad elitista, esta nobleza criolla, como lo demostró David Graeber, explica que en las empresas capitalistas se encuentre también esta lógica, sobre todo en el sector financiero. En todas partes se crean estos puestos comodines, es decir, puestos administrativos que no hacen nada real. Esos empleos administrativos son bien recompensados y son el producto de la “generosidad” de un gerente, una «palanca» o un político. Un ejemplo más para esa redistribución “feudal”. Esto ha pasado también en muchísimas Universidades y compañías internacionales, nada se salva.

David Graeber (2020) cuenta lo siguiente:

(…) en los años cincuenta, sesenta y setenta, había un entendimiento tácito en gran parte del mundo industrializado de que, si la productividad en una determinada empresa mejoraba, una cierta parte de las ganancias aumentadas se redistribuiría a los trabajadores en forma de mejoras. Salarios y beneficios. Desde los años ochenta, este ya no es el caso. ¿Nos dieron algo de ese dinero? No. ¿Lo usaron para contratar más trabajadores, o maquinaria nueva, para expandir las operaciones? No, no lo hicieron. Entonces, ¿qué hicieron? Comenzaron a contratar más y más trabajadores administrativos. Originalmente, cuando Empecé a trabajar aquí (Polonia), solo había dos de ellos: el jefe y el chico de recursos humanos. Había sido así durante años. Ahora, de repente, había tres, cuatro, cinco, siete tipos en traje deambulando. La empresa creó diferentes títulos para ellos, pero básicamente todos pasaban su tiempo tratando de pensar en algo que hacer. Estaban caminando arriba y abajo por las pasarelas todos los días, mirándonos, escribiendo notas mientras trabajábamos (…) Pero todavía no podían encontrar ninguna excusa real para su existencia. Entonces, finalmente, uno de ellos encontró una solución: ¿Por qué no cerramos toda la planta, despedimos a los trabajadores, y trasladamos las operaciones a Polonia…?

(Graber, 2020: 52).

La dirigencia empresarial en Colombia actúa de este modo: se creen señores feudales “generosos”, pero hay que tener siempre presente que esa “generosidad” viene de la expropiación de quienes sí han trabajado: campesinos, obreros, profesionales, etc. Parafraseando a Weber, diremos que la nuestra es una «nobleza» demogógica, cuyas prácticas no hacen más que ocultar la apropiación histórica real del trabajo, la cual solo es posible por nuestra complacencia. De ahí que urge que, como sociedad, seamos capaces de terminar con esa «tradición» asumida como normal, convertida ya en costumbre.

Imagen de Carlos Andrés Ruiz Palacio en Pixabay


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