Por Camilo Parra & Wladimir Uscátegui
La escena es ya harto conocida: estudiantes entusiastas (cada vez menos) que salen a protestar a las calles, policías atentos a responder a la menor provocación (muchas veces provocando ellos mismos), gentes curiosas e indiferentes apostadas a un lado y otro de las calles y una hormigonera de personas que por culpa del colapso vehicular llegaron tarde al trabajo, a las citas médicas, a las ventanillas donde cobran su miserable pensión de jubilados…
El más reciente episodio de esta saga, por demás violento, se escenificó ayer en el centro de la ciudad de Pasto. Aunque el episodio siguió de manera fiel el guión del “tropel” básico (una puesta en escena calculada y cada vez más rutinaria) quizá sea pertinente ofrecer una de tantas lecturas posibles para comprender mejor los sentidos y fines de este tipo de acciones. Tratándose de un asunto confrontacional y -vale la pena insistir en ello- “escenificado”, las reacciones excesiva e inevitablemente pasionales inundan las redes, proscribiendo casi la posibilidad de una mirada crítica y autocrítica. Más allá de una disputa entre buenos y malos -que es como con frecuencia se leen este tipo de eventos- el tropel pone en evidencia aspectos ideológicos, políticos y estratégicos que creemos necesario señalar con el fin de soslayar el riesgo de que termine siendo una acción cada vez menos efectiva y más cooptada por agentes cuyos fines son muchas veces ajenos a los del propio movimiento.
Bajo esta perspectiva, lo primero que hay que señalar es que el movimiento estudiantil se ha caracterizado por tener una agenda nacional; si bien hay particularidades locales, lo que se decide y hace en Bogotá señala el norte de las acciones en las demás regiones del país. Esto entraña tantos inconvenientes como oportunidades: la consolidación de un movimiento nacional unificado es fundamental para afrontar el pulso con el gobierno nacional, pero a la vez desatiende las circunstancias muy particulares de algunas regiones, como lo mencionamos más adelante.
Por otro lado, hay que recalcar que si bien es cierto que la represión -a veces en sus formas más crudas- ha sido la nota común en todo el país, también lo es que los tropeles están en mora de explicitar sus fines y, sobre todo, evidenciar sus logros. Es bien sabido que la dinámica del tropel responde a una dilatada (y casi agotada) apuesta de algunas facciones de izquierda que persisten en estrategias de raigambre bolchevique, de confrontación pura y dura. Sin embargo, existe ya sobrada evidencia de que la sola confrontación no es ni suficiente ni eficiente si no se acompaña de acciones complementarias y menos previsibles. Dicho de modo más simple: que a veces el tropel no es más que una simple demostración de existencia y rebeldía primaria de sectores que no han sabido adaptarse a las dinámicas de un movimiento que necesita renovarse permanentemente y que cada vez conectan menos con las mayorías populares.
La falta de visión política y la torpeza estratégica de estos sectores puede terminar actuando en contra de los intereses del movimiento, toda vez que la santa alianza entre gobierno y medios ha impuesto la socorrida tesis del «vandalismo» y ha sabido, con mayor o menor fortuna, usar dicha tesis para deslegitimar al movimiento todo. Quienes están detrás de estas acciones (insistimos: no en todos los casos, pero sí en algunos) parecen desconocer el hecho elemental de que actualmente la lucha se desarrolla en diversos frentes y con diversas herramientas: la confrontación directa, quién podría negarlo, ha demostrado ser efectiva en otros contextos (y no faltará quién esgrima el caso reciente de los «chalecos amarillos» en Francia, olvidando que las circunstancias concretas, históricas, sociales y culturales no son equiparables) pero no es una fórmula infalible cuyas dinámicas y resultados se repliquen de igual manera en todo momento y lugar. De hecho, nos guste o no (a nosotros, por supuesto, no nos gusta), en Colombia la agenda mediática se ha impuesto de tal manera que ha impedido que se consoliden procesos de liberación y empoderamiento popular que parece ser la condición sine qua non para obtener victorias significativas en el terreno de la acción colectiva.
Esto hace necesaria la reflexión sobre la invención de estrategias que apelen a la concienciación colectiva. Como hemos sugerido antes en otro lugar, el éxito del movimiento hoy en día está determinado por el grado de complicidad que exista con otros sectores sociales pero, sobre todo, con la ciudadanía llana, a la que de manera torpe y miope se ha hecho a un lado e incluso estigmatizado por su falta de empatía con las demandas del movimiento. Antes que culparla el reto es integrarla y para ello se deben crear nuevas formas de movilización que apelen menos a viejas fórmulas y más a la solidaridad y la coimplicación. Mucho daño le hacen al movimiento quienes creen que la disciplina marcial es la única forma de lucha, ignorando las más básicas y elementales necesidades y demandas cotidianas de amas de casa, pensionados, desempleados y muchas otras personas cuya máxima preocupación radica en resolver qué llevarse al estómago día tras día. A la política de las ideologías abstractas hay que anteponer siempre la política de las necesidades más concretas y corporales…
La jornada cultural (con conciertos, intervenciones artísticas y talleres en la plaza) parecía (¡y lo era!) una forma increíblemente efectiva y afectiva de convocar la solidaridad y sentido de pertinencia de amplios sectores de la población que, sin duda, terminarían posicionándose (o reafirmando su apoyo) del lado de los estudiantes. La expectativa era grande; la jornada se había publicitado como un auténtico festival que lograba convocar múltiples expresiones y que se esperaba que lograra cohesionar y servir de pegamento emocional de un movimiento que ya acusa cierto desgaste. Era una excelente manera de recargar fuerzas y reafirmar el compromiso con el paro.
Es una lástima que un evento cultural así, rico en expresiones, termine reducido a un conjunto de videos y audios espectaculares y amarillistas que hoy se comparten por WhatsApp y redes sociales y que, en últimas, no dejan de ser meros objetos de entretenimiento malsano, propios de esta «sociedad del espectáculo» que ha desterrado la posibilidad del análisis y entronizado la imagen y los discursos unidireccionales y «cerrados».
Por último, y a riesgo de parecer a-críticos con el establecimiento (nada más lejos de la realidad, pero hay riesgos en la comunicación que se deben asumir), es preciso hacer notar que, al menos en Nariño, las autoridades han optado, de manera astuta, por ofrecer más o menos garantías a la movilización; de hecho, la instalación del campamento estudiantil en plena plaza central de Pasto se hizo de manera totalmente consensuada con la administración municipal y lo mismo sucedió con la toma pacífica del patio central de la gobernación en semanas pasadas. Así pues, los gobiernos locales han sabido ir un paso por delante y cerrar la posibilidad de confrontación, lo que ha despojado al movimiento de una de sus estrategias más espectaculares pero menos efectivas y lo ha obligado a generar dinámicas que permitan trascender la típica refriega anti-establishment.
Todo lo dicho no debe ser entendido (y que quede constancia) como justificación a la desmedida reacción de la fuerza pública que, por supuesto, ha actuado fiel a los dictámenes de la famosa Ley Corcuera. Su forma de proceder, además, debe servir para revivir el debate (y la sospecha) acerca de quién tiene la voz de mando al interior de la institución policial. La desmedida e indiscriminada utilización de gases terminó, como de sólito, afectando a un buen número de personas -entre las que se contaban varios niños y niñas- totalmente ajenas a la disputa y que, en últimas, terminan encajando de mala manera los efectos colaterales (pero previsibles) del tropel. Es previsible que estas acciones terminen siendo justificadas como una simple reacción «necesaria» al «vandalismo» (por favor, nótense las comillas) de los encapuchados, negando la responsabilidad de los determinadores de las mismas.
No faltará quien acuse esta crítica de reaccionaria o con otros epítetos más fuertes. Nos hacemos cargo de lo que escribimos y esperamos que los lectores y lectoras se hagan cargo de lo que unos y otras leen…
Jorge dice:
Buen artículo lo que no logro comprender es suponiendo de que se logró empapar a toda la ciudadanía de las problemáticas supongamos se despierta todo mundo y dice el pueblo de a pie «si los estudiantes y demás sectores sociales tienen razón» pero hasta ahí, que procede si las marchas, jornadas culturales, y demás se van solo en palabras el gobierno se burla en la cara y no escucha de razones de este modo, y eventualmente cuando un movimiento está bien fundamentado política y socialmente llegara la exigencia y la necesidad misma de golpear contundentemente haciendo un análisis simple de como la gente de a pie lo mira no puedes pedir que reunamos a 45 millones de personas a discutir de temas tan sinuosos políticamente trate de leer el texto con tranquilidad y soy una persona medianamente letrada pero la verdad me costó bastante entender algunas conjeturas expuestas como explicar esto a las personas más «sencillas» y como encargarle una función más allá de la movilización que en los últimos años no ha servido para nada si no se asume las vías de hecho y no se trata de ser incendiario solo es mirar que las dinámicas de la protesta social cada vez son menos efectivas en el caso de la marcha la pedagogía el voto incluso lo menciónara y cada vez más desligitimadas(incluso desde el mismo movimiento) en el caso de las vías de hecho, en términos sencillos y frios no se ha avanzado ni por una vía ni por la otra estamos en un punto muerto así duela admitirlo y debemos o rendirnos o reinventarnos dónde se ve necesario el uso de acciones condundentes es el curso natural de las protestas sociales y es la enseñanza que nos ha dado la historia de este platanal
9 diciembre 2018 — 09:01