Por Wladimir Uscátegui

1. El gran dictador

En octubre de 1940 se estrenaba en Nueva York la película El gran dictador, en la que su autor, el actor y director británico Charles Chaplin, hacía una parodia poco sutil del régimen nazi. El famoso bigote de Chaplin se solapaba con el no menos famoso (y no menos ridículo) bigote de Hitler en un juego de simulacros que, al parecer, no desagradó demasiado al dictador alemán. Se dice, incluso, que el Führer organizó al menos dos proyecciones privadas de la película, una obra realizada por un absoluto contemporáneo suyo (habían nacido el mismo año con apenas cuatro días de diferencia).

En tanto la obra obtenía excelentes reseñas críticas, Chaplin enfrentaba un agrio proceso de divorcio con Paulette Goddard, quien era su pareja de facto desde 1932. En 1942, diez años después de iniciada su relación, la pareja se separó en términos bastante poco amigables, como lo demuestra el hecho de que, cuando la tumba de Chaplin fue profanada, en marzo de 1978, alguien llamó a Goddard para informarle del suceso. “¿Y a mí qué?”, fue la respuesta de la actriz.

Sin embargo, su tormentosa y, digámoslo de una vez, abusiva relación con Goddard no fue una mera excepción. Antes y después de ella, Chaplin sostuvo sendas relaciones sexo-afectivas (con mucho de lo primero y casi nada de lo segundo) con varias mujeres, casi todas menores de edad. Se casó por primera vez con Mildred Harris cuando esta tenía apenas 17 años (y él 29). Harris estaba embarazada (es decir, la embarazó a los 16) y el matrimonio fue una simple treta de Chaplin para evitar el escándalo que suponía haber abusado de una mujer que aún no había alcanzado la “age of consent”. Su hijo nació con malformaciones (hay quien sugiere que producto del estrés al que había sido sometida la mujer) y murió apenas tres días después de haber llegado al mundo. Liberado así de la obligación parental, Chaplin inmediatamente solicitó el divorcio.

Por la misma época en que se divorciaba de Mildred, Chaplin conoció a Lita Grey, quien sería su segunda esposa. Cuando la conoció, Lita tenía 12 años, así que Chaplin se abstuvo de acercarse a ella… hasta que tuvo 15. Entonces la embarazó. Habiendo fracasado en su intento de convencerla de abortar, Chaplin no tuvo más remedio que casarse y así evitar que se le imputaran cargos por violación. (Al parecer, según las leyes norteamericanas de entonces, violar a una menor de edad era ilegal… ¡a menos que fuera tu esposa!). Tuvo con ella dos hijos, nacidos con apenas 10 meses de diferencia. Después de la separación, Lita acusó a Chaplin de haberla forzado a realizar todo tipo de actos sexuales a cual más denigrantes y ofensivos y de maltratarla también de otras maneras, entre las cuales la humillación pública estaba entre las favoritas del gran dictador doméstico.

Finalmente, se casó con Oona, su última esposa, cuando ella tenía sus 18 años recién cumplidos. Él tenía 54… Ella renunció a su carrera para dedicarse exclusivamente a atender el hogar y a los ocho hijos e hijas que le dio al actor en escasos 18 años. Siempre dijo haber tenido un matrimonio feliz…

La lista de abusos cometidos por Chaplin es tan larga y abultada como su influencia y prestigio y no se restringen solamente a sus mujeres sino también a sus hijos y colegas del medio. El propio Marlon Brando, que protagonizó la última película de Chaplin, fue testigo de los malos tratos que este le dispensaba a su propio hijo, lo que lo llevó en un momento a afirmar que Chaplin era “la persona más sádica” que había conocido.

Cuando en 2012 el productor Harvey Weinstein, hoy condenado por delitos de abuso sexual y violación, organizó un evento para homenajear a Chaplin, no se cortó a la hora de afirmar que este era su “ídolo”; ahora sabemos que lo era en más de un sentido: Chaplin no solo fue pionero en las artes cinematográficas sino también en prácticas como el casting couch, la cual consiste en exigir favores sexuales a las aspirantes a actrices a cambio de ayudarlas a ingresar en la industria.

2. Cultura de la cancelación

El caso de Chaplin no es, ni de lejos, único y desde el surgimiento del movimiento #MeToo son cada vez más frecuentes las denuncias sobre abusos y violencias sexuales perpetradas por personalidades en todos los ámbitos: las artes, el deporte, la política y hasta la academia; el reciente caso del sociólogo Boaventura de Sousa confirma que se trata de conductas más que comunes y totalmente normalizadas y toleradas (hace pocos días un comentarista deportivo en Colombia justificaba la agresión de un futbolista a una mujer bajo el argumento de que una mujer “sabe a qué va” si acepta una invitación a la casa del deportista).

Todo esto ha generado una actitud de abierto rechazo a la obra y milagros de los perpetradores de la violencia así como a ellos mismos. Una actitud de desacralización y des-endiosamiento que, independientemente de las causas que la hayan provocado, es más que deseable para consolidar una ciudadanía crítica capaz de trascender los espejismos de la moda, el prestigio, la fama y el poder.

La pregunta, en tanto, sigue en el aire: ¿Qué hacemos ahora con las películas de Chaplin, de Woody Allen o Polanski, todos acusados de violación y pederastia? ¿Dejamos de ver las películas producidas por Weinstein? ¿Deja de tener valor la poesía de Neruda ahora que sabemos que fue un tipo despiadado y cruel que negó y repudió a su hija (nacida con hidrocefalia) y la abandonó a su suerte? ¿Sigue teniendo valor artístico una novela como Memoria de mis putas tristes de García Márquez o su modelo La casa de las bellas durmientes de Kawabata, las cuales romatizan la pedofilia y la violación?

Ante esto se ha propuesto una respuesta que, a mi criterio, peca de demasiado ambigua y complaciente: “separar a la obra del artista”. Pero quienes esgrimen este sofisticado argumento ignoran, quizá sin quererlo, que lo que se busca “cancelar” no es tanto al autor de una obra como al autor de un delito.

Es harto comprensible que, especialmente las personas que hacen parte, de una u otra manera, de los círculos e industrias culturales (para centrarnos solo en este ámbito), traten de salvaguardar el intangible bien de la cultura misma. Pero aquí, nuevamente, y a pesar de las buenas intenciones, caen estas personas en el error de ignorar que, sobre todo en nuestra época, el valor de una obra está más determinada por los motivos económicos o políticos que por los estéticos. ¿O acaso no le dieron el Premio Nobel de Literatura a Churchill por motivos netamente políticos? (Se dice que el premier inglés, cuando fue avisado del galardón, apenas atinó a preguntar: “¿en qué categoría?”).

Además, tampoco se debe pasar por alto el hecho de que es justamente el consumo de sus producciones lo que ha llevado a algunos creadores a erigirse como auténticas vacas sagradas, por lo que la cancelación adquiere un sentido pragmático que apunta a la base misma de ese pedestal sobre el que reposan los pesados bustos de los creadores. Dicho de otro modo: que quizás Chaplin no habría ganado tanta fama, prestigio y dinero de haberse denunciado a tiempo sus abusos y violencias sistemáticas. Tampoco el infame imperio de Weinstein habría surgido si sus pares y colegas en Hollywood (directores y actores) no se hubiesen hecho los de la vista gorda.

Los defensores y defensoras a ultranza de la cultura y el arte han señalado que el mayor riesgo de esta denominada “cultura de la cancelación” es que podría terminar por privarnos de algunas obras de arte que se supone son la expresión máxima de nuestra cultura. Pero este argumento es engañoso, pues parte del supuesto de que existen criterios objetivos e inapelables para definir cuál o cuáles obras merecen considerarse magistrales e imprescindibles, ignorando el hecho de que, en realidad, es el mercado el que crea a las audiencias y define los estándares con los cuales se establece el valor de una obra.

Acostumbrados como estamos a trasladar el paradigma competitivo neoliberal a todos los ámbitos de nuestra vida, hemos creado también una cultura obsesionada por la excelencia y el renombre: lo que importa es ganar el Oscar o el Nobel o la Copa Mundial. Pero la realidad es que la cultura es más, mucho más que un canon y por cada “obra maestra”, por cada “genio” existen cientos, quizá miles de otros artistas creando arte, uno que no llega a satisfacer las demandas del mercado y la industria del entretenimiento pero que en muchos casos tiene un altísimo valor estético.

Por otro lado, es una contradicción que se diga que el arte es constitutivo de la sociedad y al mismo tiempo abogar por preservar el legado de personas que han atentado contra los principios éticos de esa misma sociedad. Quienes fungen de defensores y defensoras de “la cultura” parecen reproducir el tópico según el cual “la ropa sucia se lava en casa”, una postura mediocre que solo ha servido para perpetuar el silencio y la complicidad de los agresores. Ninguna de las niñas-actrices de Chaplin pudo desarrollar una carrera sólida en la industria del cine, como tampoco lo pudo hacer Maria Schneider, la actriz violada por Marlon Brando en el set de filmación de El último tango en París

Y es que, en últimas, seguimos sumidos y sumidas en una sociedad del espectáculo en la que, tal como lo conceptualizó Debord, el arte se ha tornado en fetiche y “toda realidad” ha sido sometida a la apariencia. Antes que una condena moral a los autores y creadores, la cancelación es una invitación a cuestionar las razones por las cuales hemos optado por mirar hacia otro lado cuando las inmundicias de la vida doméstica amenazaban con mancillar la figura de alguna personalidad idolatrada.


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