Por David Paredes
Suelo encontrar cosas que me interesan en los programas de telerrealidad. Entretenimiento vulgar, sí, pero también dilemas éticos, escenificación de rasgos grotescos de la sociedad, metáforas, problemas narrativos resueltos en la posproducción, etcétera. Hace años vi algunos capítulos de un programa aparentemente insípido que no cabía en el molde típico: no tenía el foco puesto en la representación de conflictos socioeconómicos, en la exhibición de talentos especiales o en la ilustración de los extremos a los que llegan las personas en condiciones de aislamiento. Sólo se trataba de seis personas jóvenes que pasaban una temporada en una casa ubicada en Tokio.
Si querían, se quedaban en la casa hasta el final; si no, se iban sin ninguna repercusión. No había premios ni pruebas ni encierro. Las personas participantes ni siquiera tenían que estar todo el tiempo en esa casa ni abandonar el ritmo normal de sus vidas. Por otra parte, los conflictos interpersonales eran mínimos porque estas personas, en términos generales, eran muy amables, muy consideradas y, exceptuando unas pocas situaciones, muy honestas. ¿Qué conflicto y qué espectáculo podía haber
ahí?
Sólo ahora entiendo que el problema era, precisamente, que no pasaba nada. Ahogadas de cierto modo por inhibiciones, protocolos y corrección política, estas personas se enfrentaban a sus propias dificultades para entablar vínculos y, por consiguiente, a la pérdida casi total de contacto íntimo con los demás. La semblanza que ofrecía este programa de telerrealidad era la de un espacio doméstico en medio de una metrópoli luminosa, vital, la ciudad más poblada del planeta amenazada en silencio por la melancolía de sus habitantes más jóvenes.
En Tokio, la preocupación por la escasa sociabilidad de las personas es un
asunto público, político y económico, no únicamente por las repercusiones individuales obvias, sino porque la sociedad japonesa ve con horror las cifras de lo que desde hace algunos años se ha denominado “otoño demográfico”.
Entre la gran cantidad de artículos que han sido escritos al respecto, algunos revelan que, en el año 2022, Japón alcanzó la cifra más baja de nacimientos y con ello rompió su propio récord, hecho que ha repercutido en que las ventas de pañales para adultos superen las de pañales para bebés. Esta tendencia
demográfica, con las inquietudes que suscita, se repite en países como España, Alemania, Suecia, Italia, Argentina, Colombia, Estados Unidos, Rusia, India o Corea del Sur. En China, el número de fallecimientos ya supera al de nacimientos y no sólo por la llamada “política de hijo único”, sino también porque los estilos de vida y los niveles de bienestar de las personas jóvenes resultan cada vez menos promisorios.
Tal y como lo subraya Paul Krugman en una columna del año 2021, el
decrecimiento de la población equivale a menos proyectos familiares y, por falta de demanda, menor gasto en construcción de inmuebles, menos inversión privada, menor dinamismo de créditos y tasas de interés cada vez más bajas. Mejor dicho: una recesión progresiva y perdurable que se suma a la desfinanciación de los Estados.
Aunque el mismo Krugman señala que la crisis presupuestal de la Seguridad Social es un problema que “suele exagerarse”, lo cierto es que los cambios demográficos están en curso, son incontenibles y suponen un gran remezón social, cultural y económico. Entre otras cosas, habría que ver cómo la disminución de las tasas de fertilidad repercute positivamente en la reorganización del proyecto de vida de muchas mujeres y cómo -aunque la deducción puede ser apresurada- algunas personas (entre ellas, el citado Krugman) creen que un menor número de humanos implicaría menor explotación de recursos naturales (como si el volumen de la demanda de recursos se relacionara directamente con el número de personas y no con el consumismo y la acumulación de sectores que pueden permitírselo).
Prueba de lo anterior es la llamada deslocalización, y un caso emblemático es el de las empresas chinas que crecieron gracias a los bajos costos de producción de ese país, dada la sobreoferta de mano de obra y la restricción de sindicatos. Ahora, para abaratar aún más la producción y el transporte, buscan esa mano de obra fuera del país, en regiones empobrecidas desde las cuales sea fácil transportar los bienes producidos (es el caso del norte de México, un trampolín donde varias empresas chinas están haciendo pie para abrir caminos de exportación hacia norteamérica).
La deslocalización y el “otoño demográfico”, en tanto agudizan la reducción de inversiones y plazas de trabajo en China, se suman a la crisis social y económica del país y suponen un giro histórico. Así lo explicaba el periodista español Isidre Ambrós en un artículo publicado en los primeros días de este año:
el declive demográfico entorpecerá los planes de las autoridades chinas para convertir al gigante asiático en una potencia tecnológica, hasta el punto de cuestionar los objetivos para 2035 marcados por Xi [Jinping], que pretende que para esa fecha China se erija en la primera superpotencia mundial.
Terrace House, el reality al que hice referencia en las primeras líneas, narra en segundo plano la faceta privada de ese fenómeno social, su génesis y las repercusiones en la vida de las personas. Al final, como en otros casos, la telerrealidad supo explotar la zozobra que experimentan esas personas jóvenes en el proceso de organizar su proyecto de vida de acuerdo con lo esperado, intentando crear vínculos que por diferentes factores resultan improbables y, por lo mismo, una fuente de drama comercializable. Después de todo, algo tuvieron que haber visto Netflix y la multitud de televidentes en esta representación insípida, algo como una angustia transnacional que fascina y espanta.
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