Por David Paredes

Sara Millerey González, con fracturas en brazos, piernas y costillas, agonizaba en un río al que fue llevada por sus agresores. Más tarde murió en un hospital de Bello, Antioquia.

El hecho fue registrado en imágenes que no tardaron en propagarse. Por cuenta de quienes crearon el video –y de quienes lo hicieron circular–, a Sara se le impuso un modo de ser vista. El crítico Pedro Adrián Zuluaga advierte que la circulación de esas imágenes contribuye a naturalizar un relato macabro y ejemplarizante. “No bastaba con castigarla, había que mostrar su castigo”, ironiza.

Hace poco más de un año, la periodista Sally Palomino informaba que “las mujeres trans tienen un 93% más de nivel de riesgo que los hombres trans”, y que “la mayoría de crímenes ocurren en la calle”. Tal vez porque desafían al orden que pretende ocultar –cuando no exterminar– la disidencia, las mujeres trans se convierten en blanco de ataques de diferentes agentes de poder legal e ilegal.

Ejemplo de esto es el Catatumbo. Un artículo de investigación de la periodista
Valentina Parada
muestra que los grupos armados presentes en la región admiten la presencia de personas sexo-género diversas sólo si estas se abstienen de incurrir en “exhibicionismo” y muestran “buen comportamiento” en espacios públicos. Aquí, sin que sea nada nuevo, vemos otra muestra de un poder político y social basado en la preservación de la “normalidad”, la “rectitud moral” o la persecución de personas disidentes. La doctrina se revela en el Catatumbo, en Bello y en las decenas de municipios donde estos casos de aleccionamiento no dejan de presentarse. Y las multitudes, como en el caso de Sara Millerey, se limitan a reproducir las imágenes del horror.

Zuluaga se pregunta “cómo quitarle poder a los que produjeron esas imágenes”. ¿Qué hacer para que “el relato del castigo ejemplarizante no se imponga”? En seguida, propone evocar otras semblanzas, exponerlas y alimentar otros relatos, no como forma de evitación, sino como reescritura, como intento consciente de dar vuelta al relato del horror. Es por esto que ahora, teniendo en cuenta la propuesta, recurro a otras imágenes de las mujeres trans, imágenes que sirvan para dirigir la atención hacia el valor político del compromiso que ellas tienen con la dignidad, la autonomía o la construcción de sentido.

Busco esas otras semblanzas en una novela como Las malas, de Camila Sosa Villada, o en la crónica El resplandor emplumado del circo travesti, de Pedro Lemebel. En ambos relatos, las trans aparecen como lectoras de la sociedad. La suspicacia y la osadía de su contemplación nos permiten ver algunos rasgos del conflicto que la sociedad tiene con lo femenino, sobre todo con lo femenino integrado en el cuerpo del hombre y con la ocurrencia de esta integración a la vista del público. Las trans eligen y escenifican lo que está a medio camino entre lo masculino y lo femenino, entre el deseo y la represión, entre lo instituido y lo instituyente. Encarnan, pues, la angustia, lo ambiguo, la simultaneidad que pone a prueba las clasificaciones convencionales.

En Las malas, la protagonista y su grupo de amigas contemplan lo inadmisible. Alumbran los recovecos de las urbes y de la ideología conservadora. Allí encuentran el miedo que sentimos ante nuestro propio deseo, miedo que nos frustra y que luego convertimos en un resentimiento miope, dirigido hacia quienes son lo que no podemos ser. Lo expone Lemebel cuando menciona las “carnicerías del resentimiento social que se cobran en el pellejo más débil, el más expuesto”, teniendo como cuerpo expiatorio principalmente a las trans, “las locas que buscan una gota de placer en las espinas de un rosal prohibido”. En tanto renuncian a identificarse como hombres y declaran su desacato ante compromisos y expectativas de la sociedad, las mujeres trans toman un lugar en la periferia. Desde ahí, observan también la flacidez de los parámetros morales del ciudadano promedio.

Como si hablara de un tranvía imparable que sale de su libro y llega hasta nuestra época, Lemebel sentencia que el circo travesti “sigue circulando […] como una corriente de aire vital que se ríe libremente de la moral castiza”. Porque las trans develan, al final de cuentas, una contradicción interna, represión versus deseo, un conflicto por el cual, en palabras de Sosa Villada, vamos por el mundo “como un ánima que ha perdido su lazo con el más acá”. Luego, ante esa especie de tragedia emocional, señalan un camino: se permiten reconocer sus emociones y dar lugar a la frustración. Reconocen su deseo “perpetuamente reprimido”, sopesan el pacto de autodomesticación y le prestan el cuerpo, por así decirlo, a una rabia que es de muchos.

“Tomar la ciudad por asalto: ese era nuestro anhelo. Terminar de una vez con todo aquel mundo fuera de nuestro mundo. Envenenarles la comida, destrozar sus jardines de césped bien cortado, hervir el agua de sus piscinas, destrozar a mazazos esas camionetas de mierda, arrancarles del cuello esas cadenas de oro”.

Sin embargo, no se entregan de forma irresponsable al impulso demoledor. Se declaran capaces de hacerse cargo de su emoción sin necesitar del esquema moral conservador para regularse.

Deciden, con destellos emancipatorios, que no quieren transfigurar la rabia hasta convertirla en tristeza, abnegación, estrés o falsa corrección política. Nos muestran la posibilidad de un poder diferente al del paradigma patriarcal: el poder conquistado por la persona que se autoriza a sí misma para nombrarse, para reconocerse y, al margen de lo esperable y la represión, publicarse del modo en que lo hace Susy Shock en Yo, monstruo mío:

“Yo, monstruo de mi deseo,
carne de cada una de mis pinceladas,
lienzo azul de mi cuerpo,
pintora de mi andar,
no quiero más títulos que cargar,
no quiero más cargos ni casilleros adonde encajar,
ni el nombre justo que me reserve ninguna ciencia.
Yo, mariposa ajena a la modernidad,
                     a la posmodernidad,
                           a la normalidad,
oblicua,
bizca,
silvestre,
artesanal,
poeta de la barbarie.
Con el humus de mi cantar,
con el arco iris de mi cantar,
con mi aleteo
reivindico mi derecho a ser un monstruo
y que otros sean lo Normal.
[…]
mi bella monstruosidad
mi ejercicio de inventora
de ramera de las torcazas
mi ser yo entre tanto parecido
entre tanto domesticado”.

Las trans ponen sobre la mesa un asunto político, un reclamo del derecho de ciudadanía que no implique requerir al padre para que trace cuadrículas o guías. De hecho, la transición sexual o de género podría ser entendida como el proceso por medio del cual una persona expulsa de su cuerpo la norma del padre. Al hacerse cargo de su identidad, su angustia y su deseo, las trans declaran su mayoría de edad.

Vuelvo al ensayo de Zuluaga, a la descripción que hace de Sara Millerey: “Había decidido escapar de una ley antigua y darse un nombre propio, elegido por ella misma. Fue un intento por huir de la norma, de las asignaciones y las sucesiones”. Con esta perspectiva, Sara aparece como una persona que buscaba y exhibía la verdad de sí misma. Lo hacía a pesar del mundo y de los preceptos morales. Sosa Villada, por su parte, también señala ese camino de conocimiento basado en la transgresión de lo impuesto. La protagonista de su novela escapa de la casa y de la mirada de sus padres, para volver a sí, para buscarse en un baile feroz.

“Ahí donde mis compadres y comadres iban a besarse con descaro, ahí donde sucedían todas las cosas que realmente importaban en la noche, ahí bailaba yo. Pero no en un rincón, no: bailaba de una punta a la otra de los reservados, entre los infieles, los calentorros y los desesperados, llena de vida, de desesperación, llena de una mujer que no iba a detenerse”.

Por la búsqueda de condiciones propicias para la autenticidad y la autonomía, las mujeres trans provocan en otras personas una mezcla singular de paranoia y fascinación. Su presencia y su transgresión producen vibraciones detrás de la máscara, quizás porque la sensualidad del cuerpo emancipado amenaza con resquebrajar algunas de las premisas del pensamiento conservador, pero también porque anticipa la posibilidad de reivindicar la parte de nuestro carácter que ha sido temida y negada. En esa medida, la sensualidad nos angustia y activa nuestra defensa en tanto nos echa en cara algo interno: el deseo de reconciliarnos con lo repudiado que nos constituye.

“Los hombres solos me miran. Las parejas cuchichean. Lo hacen con descaro, no les importa que los descubra escrutándome como una oferta en la vidriera. […] No pueden mirar otra cosa: eso logramos las travestis: atraer todas las miradas del mundo. Nadie puede sustraerse al hechizo de un hombre vestido de mujer, esos maricones que van demasiado lejos, esos degenerados que acaparan las miradas”.

Si partimos del hecho de que el paradigma occidental nos mutila emocionalmente a fin de inscribirnos en su proyecto civilizador; si tenemos en cuenta que ese paradigma se sostiene gracias a la violencia con que se impone la norma; y si develamos el saldo de represión, frustración y miedo que de ello se deriva, tal vez tengamos razones de peso para admirar en Sara y en otras disidentes el poder de decir lo no dicho, lo que no nos atrevemos a nombrar aunque nos constituya. Sólo reconociendo su coraje y su sensibilidad subversiva, podremos mirarlas con admiración, con vergüenza por los discursos retrógrados y excluyentes que aún llevamos en los bolsillos. Y con admiración y con vergüenza, les agradeceríamos por cada milímetro de la grieta que abren en la coraza que nos constriñe.


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