
Por Edwin García
En plena Campaña del Sur, el Ejército Libertador requería apoyo económico y en tropas de la recién liberada y creada Colombia, para liberar los territorios de Perú y la actual Bolivia, bajo el entendido de que la presencia de la corona española en esos territorios representaba una amenaza directa contra el resto del continente. Bolívar, presidente de Colombia, desde el frente de guerra en el sur pidió ese apoyo al vicepresidente Santander, quien había quedado en Bogotá al frente de la administración de Colombia. Este negó el apoyo a aquel, argumentando que no existía una ley que lo habilitara para enviar esos apoyos. La concepción política de Santander anteponía la formalidad legal al interés superior de la patria, la independencia y la libertad; mientras tanto, Bolívar consideraba que la legalidad e institucionalidad debían estar al servicio de la nación, subordinadas al interés superior y mayoritario.
En Colombia se impuso la concepción santanderista: la premisa leguleya y la formalidad (defensoras de los intereses de las élites) están por encima de los intereses mayoritarios. Las instituciones no están al servicio del interés patriótico; hay un divorcio entre lo uno y lo otro.
Hijas de ese santanderismo, las oligarquías liberal y conservadora, bajo esa misma concepción y banderas de apariencia institucional, buenas maneras y formalidades, de modo subrepticio instigaron la Violencia. Sin despeinarse y con el nudo de la corbata bien puesto (cual Efraín Cepeda y Cesar Gaviria), casi sin perturbar las instituciones ni la democracia formal, dirigieron el baño de sangre de este país y condenaron a millones al hambre y la miseria.
Lo ocurrido en el Senado de la República con la Consulta Popular no es coyuntural, es más bien el reflejo de la crisis de la democracia formal, continuidad de esa concepción predominante en el estado colombiano que, con formalidades y trampas, se niega a materializar la voluntad del pueblo.
En este sentido, el problema va más allá del fraude en la votación, lo cual de por sí es grave porque significa que los representantes de las élites ni siquiera son respetuosos de las reglas de juego impuestas por ellos mismos. El problema de fondo es que el Congreso defrauda al interés mayoritario de la sociedad, es decir, al interés democrático, lo cual sirve de fundamento para decir que ese congreso es solo apariencia y formalidad, no representa la democracia realmente.
Si dicha institucionalidad no representa al pueblo ni a los intereses mayoritarios de la sociedad, debemos romper con esa institucionalidad y pensar un campo de acción más allá del estrecho marco legal diseñado al amaño de la oligarquía. No podemos prolongar la vida de la vieja forma seudodemocrática ya agónica, arrastrando en sus estertores la tragedia de otros cien años de soledad.
La movilización social, las asambleas y cabildos ya convocados por el Presidente deben tener un horizonte político estratégico: dar vida a una institucionalidad cimentada en la participación popular y mayoritaria, crear una democracia real y efectiva instituyendo órganos soberanos legitimados por las bases y sectores sociales. Creación de Consejos Patrióticos en las municipalidades y distritos, constitución de un Congreso Patriótico a nivel nacional; que estos sesionen, decreten y legislen en representación de las mayorías de este país, en contraposición a esos otros consejos, asambleas y congreso formal que representan a las élites y a la vieja concepción santanderista que todo lo enreda entre incisos y artículos, entre trámites y leyes, mientras la gente sigue padeciendo la falta de trabajo digno, salud, educación, vivienda, etc.
Que la primera decisión de esos órganos de una nueva democracia sea el llamado a una huelga general que paralice a las empresas privadas de modo que aquellos patronos codiciosos y enemigos de los trabajadores se den cuentan que no le regalan nada ni les hacen un favor a estos con darles un puesto de trabajo, sino que son ellos y sus empresas los que necesitan y dependen de los trabajadores. Bajo ese entendimiento, creemos relaciones laborales de respeto y bienestar común.
Que en estos escenarios democráticos se empiece a construir el nuevo edificio estatal; que empiece a surgir una nueva concepción y planificación de los territorios a partir de sus potencialidades; que se proyecte un nuevo ordenamiento territorial que supere la arrogancia centralista y extienda su vista más allá de las fronteras terrestres y marítimas para hermanarnos con las naciones vecinas.
Pongamos a confrontar la vieja democracia formal con una nueva democracia real y efectiva, contrapongamos a esa vieja concepción una nueva forma inspirada en el
principio bolivariano de instituciones al servicio de los intereses superiores de las mayorías y de la patria.
Como ha dicho el presidente, es la hora del pueblo, entonces es la hora de hacer lo que otrora pareció “imposible”. El simbolismo de la espada del Libertador representa esa nueva concepción que debe emerger: un estado, sus instituciones y sus leyes al servicio de la gente.
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