Por Diego Guevara y Camilo Parra
[Fotos: @FabianEraso]

Luego de la contundente movilización del pasado 10 de octubre, es claro que el movimiento estudiantil ha recuperado la fuerza y el impacto que mostró en aquellas jornadas parcialmente victoriosas de 2011 para, esta vez, volver a mostrar músculo social y exigir al gobierno Duque más financiación para la Educación Superior que, desde 1992, no se actualiza a la significativa cobertura de las IES, las cuales se han visto obligadas a endeudarse y autofinanciarse y, en consecuencia, incurriendo en una privatización indirecta y progresiva. Según cifras del SUE (Sistema Universitario Estatal) la inversión estatal por estudiante universitario ha disminuido drásticamente en las últimas décadas; así, mientras en 1993 se destinaban $10.825.000 por estudiante, para el 2017 la cifra solo alcanzaría los $4.775.338.

Después de que en 2011 la Mesa Amplia Nacional Estudiantil (MANE) se movilizara en contra de la reforma a la Ley 30, la lucha en 2018 parece estar centrada en el tema de la financiación de las IES, las cuales al día de hoy acusan una deuda histórica que asciende a 15 billones de pesos (según cálculos del SUE). Para saldar dicha deuda, la Unión Nacional de Estudiantes de Educación Superior – UNEES -organización que ha promovido el paro y que es, en consecuencia, la única que puede mantenerlo o levantarlo- ha propuesto un aumento progresivo anual de 4,5 billones de pesos. Por su parte, la Asociación Colombiana de Representantes Estudiantiles de Educación Superior – ACREES, otra de lar organizaciones que participan en el paro, propone que dicho aumento sea de 3,2 billones.

Producto de amplias y nutridas asambleas estudiantiles en las distintas IES del país, el paro nacional universitario tiene como hora cero la presente semana, momento en que el Congreso nacional decidirá sobre la aprobación del Presupuesto General de la Nación (PGN). La presión hecha por la movilización ya provocó que el gobierno Duque anunciara -con gran despliegue mediático- un aumento de 500 mil millones de pesos para la educación, aunque como lo afirmó Ignacio Mantilla (ex-rector de la Universidad Nacional) en su cuenta de Twitter dicha cifra es en realidad un “conejazo” «pues solo 55.000 millones hacen base y se deben repartir no solo entre las 32 universidades, sino también entre 30 de las 50 ITT [Instituciones Técnicas y Tecnológicas]”.

En vista de las críticas, el lobby mediático anunció ayer mismo que Duque aprobó 1 billón más, aunque no está nada claro si esos recursos beneficiarán a las universidades regionales, tal y como lo establece el Sistema General de Regalías (SGR); sin embargo, se trata de otra estratagema del gobierno Duque, pues dicho billón se desembolsará en el transcurso de los dos próximos años, de lo que resulta que, en realidad, la cifra sigue siendo de 500 mil millones por año. Y eso contando con que ese anuncio sea efectivamente aprobado en el Congreso, cosa que hasta el día de hoy es incierta. Esto no hace más que reforzar la tesis de Mantilla: no se sabe si esa plata es para base presupuestal o saldrá de regalías, lo que plantea otra cuestión: si los dineros salen de este último rubro, ello supone una desfinanciación de los proyectos destinados a la Paz, cuya implementación depende de los mismos recursos. Así que, al final, estos anuncios pretenden simplemente aparentar que el gobierno está buscando soluciones, en cuyo caso las marchas y movilizaciones quedarían un tanto desprestigiadas. Sobra decir que esa ha sido la típica táctica retórica del gobierno para desacreditar cualquier tipo de protesta social.

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Manifestación estudiantil en Cali, Colombia

Ahora, como es costumbre en los medios nacionales, estas movilizaciones han tenido un enfoque parcializado, muy en sintonía con la matriz creada por el gobierno; tampoco se ha querido mostrar su estrecha conexión con la ciudadanía (lo que se evidencia en el apoyo masivo en las calles) y su rol como motor de cambio; al contrario, los análisis y caracterizaciones vagas han tenido la finalidad de crear fracturas y divisiones al interior del movimiento estudiantil y simplificar las diversas posturas como una pugna entre fajardistas-robledistas por un lado y petristas por otro. Así mismo, se ha querido cuestionar la unidad del estudiantado comparándolo con la MANE en 2011. Si bien es cierto que existen distintos pliegos presentados por diversas organizaciones -hemos mencionado ya las dos más importantes- las diferencias entre ellos son mínimas y, en general, apuntan al mismo objetivo.

De hecho, tal como se evidenció en la Asamblea General del 11 de octubre en la Universidad de Nariño, las competencias por el liderazgo de la movilización ha ido quedando en segundo o tercer plano, teniendo como protagonistas al estudiantado en su forma más masiva y multitudinaria, característica de los ejercicios de democracia radical. Quizá por ello mismo la ciudadanía se ha volcado masivamente a apoyar a los estudiantes, que son vistos como un actor colectivo representativo de toda la sociedad (o buena parte de ella). Las organizaciones, por supuesto, tienen por su parte el enorme reto de anteponer los intereses colectivos al liderazgo individual y resistir los embates del gobierno que seguirá conjurando para que haya divisiones y desgaste en su interior.

Todo aquel o aquella que haya pasado por una universidad pública sabe que el suyo es un ejemplo de solidaridad, lucha y resistencia y que esta movilización de ahora mismo se presenta como una reivindicación de esos valores, al tiempo que nos conmina a pensar en la movilización más allá de los clichés y caricaturizaciones de los media. En casi todos los procesos electorales nacionales el miedo ha sido el eje alrededor del cual han girado las emociones y pasiones políticas, capitalizadas por una derecha erigida sobre el miedo y la confrontación. Hoy, en cambio, parece que nos encontramos ante un eje movilizador de la esperanza, basado en las acciones extraordinarias de gente ordinaria. La universidad pública, que tantas veces ha abrazado las desventuras y las esperanzas de los de abajo, necesita hoy que la sociedad, en una muestra de afecto y solidaridad, abrace con la misma fuerza su existencia.

Creemos que la lucha popular no cuenta con expertos ni recetas, pero si algo han dejado las pasadas experiencias de acción colectiva en el país son los aprendizajes sobre lo que no debe hacerse o debe evitarse si la pretensión es lograr doblegar la voluntad gubernamental. El ciclo de protestas llevadas a cabo en los 8 años del gobierno Santos demostró la capacidad que tiene la movilización social para el trámite de las demandas de las clases subalternas; los estudiantes en 2011 y los campesinos en 2013 son ejemplo de ello. Sin embargo, en el marco de la contienda entre los manifestantes y el establecimiento se hizo evidente que quienes están en el poder tienen una capacidad enorme para debilitar nutridos procesos de reivindicación mediante la represión, el desgaste, la deslegitimación o mediante prácticas más sofisticadas como negociar con facciones aisladas (para luego simplemente no cumplir lo pactado).

Todo lo dicho, para que la movilización del estudiantado no sea espontánea y se esfume, debe articularse con los demás estamentos que componen la vida universitaria, conformar un fortín desde el campus para conectarlo con la lucha de los sindicatos, campesinos, indígenas y de toda expresión que está a favor de una vida digna y un buen vivir. La unidad implica organizarse pero sin perder la fuerza de la acción colectiva, más que colectiva, multitudinaria. Es preciso llevar las tertulias de cafetería al contexto de la plaza pública, reconocer y aprovechar la diferencia del quehacer de los y las estudiantes libres y no encasillarlas en estructuras que priven su creatividad. En la militancia por la educación como derecho y bien común no necesitamos banderas que nos dividan ni cálculos electorales que nos alejen. El momento es ahora.