Por David Paredes

Se podría decir que la película más reciente de Christopher Nolan nos presenta una versión moderna de la leyenda alemana de Fausto. A diferencia de él, sin embargo, Oppenheimer no parece movido por un apetito desmesurado al cual quisiera dar satisfacción (¿qué es, entonces, aquello que lo impulsa?), pero sí se embarca en el proyecto precedido por la celebración de un pacto con fuerzas oscuras, las mismas que le ofrecen poder y otras garantías para que vaya más allá de sus propias limitaciones.

Bastante significativo es el momento en el que Einstein le dice a Oppenheimer que el siguiente paso –después de descubrir la reacción en cadena que permitiría construir una bomba atómica– es compartir esa información para evitar la destrucción del mundo. Se refiere a los avances de las investigaciones y a compartirlos con las personas que investigan y gobiernan en otros países. Einstein parece creer que es posible llegar a acuerdos sobre el potencial destructivo de las bombas (que pueden “incendiar la atmósfera” del planeta entero) y, con ello, suspender la carrera armamentística nuclear.

Es el momento tras el cual Oppenheimer queda frente a un dilema: por una parte, está la opción más ética y responsable sugerida por Einstein, pero, por otra, ¿es sensato creer que, ante la declaración de que la bomba atómica es ya una realidad y de que puede destruir el mundo, otros actores (Hitler, Stalin, Churchill, Mussolini) no van a radicalizar aún más su posición y sus tácticas de guerra? Esa disyuntiva roba la tranquilidad al protagonista, a la comunidad que representa, a sus incitadores y a gran parte del país y del mundo. Como en tantas otras historias, la desconfianza es el motor principal de los acontecimientos.

El Proyecto Manhattan, la construcción de objetos tan destructivos que servirían para asesinar de golpe a decenas o centenas de miles de personas, tuvo como cerebro a un grupo de científicos auspiciado por los gobiernos y las naciones de tres países (Canadá, Reino Unido y Estados Unidos). ¿Cuántos años de explotación –del trabajo de cuántos millones de personas– fueron necesarios para producir el excedente que luego se destinaría a la construcción de la bomba? El encargado directo de ese proyecto fue el teniente general Leslie Groves, ingeniero comisionado en años anteriores para la construcción del Pentágono; sin embargo, Groves no es más que la pálida ilustración de una figura secundaria y arquetípica, un Mefistófeles con ínfulas, un capataz del diablo. Y el diablo –mucho más relevante en esta historia– es la desconfianza.

Cabe preguntar entonces por qué Oppenheimer decide participar en un proyecto que implica semejante atrocidad. Se podría decir que, cual Fausto, sólo sigue el camino de la búsqueda individualista de éxito en su carrera profesional, que cultiva la teoría con un fervor que le impide ver las implicaciones sociales y políticas del hecho de ponerla en práctica, que se obsesiona con un enigma y que, por pura inercia, avanza por el camino de su tragedia sin encontrar la ocasión para renunciar. Cada una de esas premisas sería cierta de alguna manera, pero vale más recordar que todo ejercicio de poder puede ser entendido como resultado de la radicalización de la desconfianza. Esto ha sido dicho muchas veces.

Hobbes escribió que esa radicalización proviene del miedo y lo reproduce, de modo que resulta difícil creer que un adversario (una persona, una comunidad) tenga capacidad o disposición para la convivencia. Se trata, pues, del colapso de la política, y a esto habría que sumarle la sospecha que despiertan “los políticos”. Wilhelm Reich, que develaba constantemente a los políticos en su afán de crear relatos de miedo para centralizar el poder (solía referirse a ellos como “traficantes de plagas”), afirma en Psicología de masas del fascismo que el paso de las sociedades igualitarias a las monárquicas fue relativamente fácil porque estas últimas prometían prosperidad e inmunidad. Entregamos mucho poder a un individuo para que nos libre de todo mal. Para que nos libre, incluso, de nuestra propia animalidad.

En medio de la desconfianza, Oppenheimer, la comunidad científica y las élites deben elegir entre mantener el poder que se les ha atribuido u optar por la negociación. Guerra o política. Aniquilación o legitimación de los adversarios. La desconfianza abre la puerta de la monstruosidad, y no la de un personaje, sino la de una gran comunidad que deposita toda su esperanza de inmunidad en un arma de destrucción masiva.

Fausto, en este caso, es un sujeto colectivo. El resto de la historia es bien conocido aunque la película no ofrezca mayor información al respecto: lo que empieza como una escaramuza defensiva e intimidatoria deviene en la sevicia con la que el ejército estadounidense arremete contra Hiroshima y Nagasaki, dos ciudades de un país acorralado tras la caída de Italia y Alemania, sus aliados.

Oppenheimer se ve inestable, propenso a la culpa, al delirio y a un conflicto moral que lo desgarra, pero logra mantenerse íntegro en la consecución del objetivo que se ha trazado. Robert J. Lifton, profesor de psiquiatría y psicología en Nueva York, ha estudiado el fenómeno del desdoblamiento entendido como “la división del yo”. Lo estudió en el proceso de comprender por qué hubo médicos alemanes que terminaron trabajando en Auschwitz y, por tanto, siendo cómplices de gran cantidad de asesinatos. Lifton dedujo que una de las características del desdoblamiento es que “encierra una división vida/muerte”, lo que es igual a decir que permite justificar algunas decisiones reprobables (como participar en asesinatos masivos) anteponiendo a las mismas un objetivo relacionado con la supervivencia o el bienestar. En últimas, asegura que sólo un mecanismo psicológico como este permitiría a una persona “seguir viviendo en una subcultura criminal como ocurre, por ejemplo, en el caso de un jefe de la Mafia o de un jefe de los ‘escuadrones de la muerte’ que ordena fríamente (o perpetra él mismo) un asesinato mientras sigue desempeñando el papel de esposo, padre y católico ejemplar”.

Pero la película muestra algo más que el dilema, la desconfianza y el desdoblamiento. Resulta que el miedo de Oppenheimer y el de la población de varios países del mundo eran (son), en realidad, el instrumento de un ideario conservador anticomunista. En una palabra, del macartismo, bomba ideológica cuyas reiteradas y no siempre débiles ondas destructivas siguen afectando el tejido social y el sentido de comunidad en buena parte del mundo. Para dar cuenta de esto, baste con decir que hoy todavía vemos a personas que ganan elecciones atizando el miedo al comunismo.

La desconfianza sigue siendo el instrumento de los monarcas de esta época en la cual, quién lo creyera, todavía se dice, entre memes, películas gringas, reportes de guerra y noticias de escaladas armamentísticas, que el mundo puede ser destruido por un botón oprimido en Rusia. Ante eso, llevamos décadas sopesando los relatos paranoicos de las élites neoconservadoras y tratando de convencernos de que la política aún es posible.


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