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Foto por Karthikeyan K de Unsplash

Por Wladimir Uscátegui

Un reciente informe de Oxfam sobre la desigualdad, publicado en enero del año pasado, empieza con una frase brutal y descorazonadora: «Tan sólo 8 personas (8 hombres en realidad) poseen ya la misma riqueza que 3.600 millones de personas, la mitad más pobre de la humanidad». Ese contraste, esa «brecha» entre una élite absurdamente rica y una masa infinitamente pauperizada ha evidenciado, como no lo ha hecho ninguna otra cosa, el fracaso rotundo del modelo económico hegemónico: el Mercado (así con mayúscula, como prefería llamarlo Polanyi).

Por supuesto, los afortunados socios del exclusivo Club del 1% («los ejecutivos de las grandes corporaciones, de empresas financieras y de alto riesgo, y sus asociados», según Chomsky) no escatiman esfuerzos en divulgar -vía prensa liberal- las bondades de un sistema que, en teoría, permite a todos y todas el acceso universal a bienes de consumo tales como los teléfonos celulares «inteligentes» y, en general, artículos electrónicos de última generación: la entronización del iPhone y el tránsito de la era del silicio a la del coltán. Lo cierto es que, al tiempo que se crean más y más bienes de consumo (cuya vida útil es cada vez más y más corta, con el coste ambiental que ello supone), también aumenta la cifra de pobres, lo que quiere decir que cada día se invierten más recursos en crear bienes de consumo que en facilitar el acceso a bienes esenciales como alimentos y agua.

Lo curioso de todo esto es que, si nos atenemos a las cifras globales, hay recursos (monetarios y naturales) suficientes para garantizar el acceso de los bienes esenciales a todo el mundo. Tal como lo leen. Según informes de la FAO, anualmente en el mundo se produce la suficiente cantidad de alimentos (procesados y no procesados) como para alimentar a los más de 7 mil millones de seres humanos actualmente existentes. Sin embargo, «cada año, aproximadamente una tercera parte de la comida producida para consumo humano se pierde o desperdicia» (FAO, Food Wastage Footprint, 2013). Dicho en cristiano elemental: el Mercado prefiere, literalmente, botar a la basura alrededor de 1.3 Gigatoneladas (un millón de millones de toneladas) de alimentos que repartirlos entre los millones de hambrientos del mundo.

De la misma manera, si algo ha quedado claro en los 10 años que han transcurrido desde el crack financiero de 2008 es que fueron los hombres y mujeres de a pie quienes terminaron asumiendo los costos del descalabro económico de banqueros especuladores e irresponsables. Lehman Brothers, la primera ficha de ese dominó global que cayó arrastrando en su caída a miles de ahorradores, al igual que muchos otros bancos alrededor de todo el globo, fue rescatado con dinero público, es decir, con dinero de los contribuyentes. A juzgar por esto último, habremos de concluir que, al igual que comida, dinero tampoco falta, aunque la prioridad sea tapar los huecos fiscales de funcionarios corruptos y «rescatar» (el eufemismo que usan los popes del FMI) a la banca que invertir en programas para la creación de empleo o reducción de la pobreza.

Así, pues, la pobreza actualmente existente parece no deberse tanto a una escasez de recursos como a un inadecuado y criminal sistema de distribución de los mismos. De ahí que nos atrevamos a sugerir que, como reza el título de esta nota, aquello que quieren vendernos como pobreza (un problema abstracto, casi religioso, ajeno a la voluntad humana) es en realidad desigualdad, distribución inequitativa de la riqueza existente.

Si bien es cierto que el concepto de pobreza tiene múltiples sentidos y puede ser entendido también en diversos ámbitos (no solo económico, sino cultural, social, ambiental; cfr. Spicker 2009), vamos, por ahora, a evitar entrar en discusiones semánticas y hablaremos de pobreza en su sentido más general, para lo cual adoptaremos las definiciones del Banco Mundial. Así, según el organismo, se consideran pobres aquellas personas que viven con menos de dos dólares diarios y “extremadamente pobres” a aquellas que viven con menos de un dólar al día (Goldin & Reinart 2005: 10-11). Según los citados autores, en 1992 los primeros se contaban ya en 2.8 mil millones, mientras los segundos rondaban los mil millones. En cifras redondas, un total de 3.8 mil millones de pobres, poco más o menos la mitad de la población mundial, cifra que coincide con la del informe de OXFAM citado al inicio de esta nota.

No obstante lo anterior, organizaciones como el propio Banco Mundial, el FMI o la OMC, no se cansan de lanzar loas al modelo imperante al tiempo que venden la idea de que, después del colapso de 2008, la economía está nuevamente en fase de crecimiento (según su estrategia de marketing, hay “brotes verdes”). Los arcanos de la economía parecen, a veces, simples trucos de prestidigitador: cuando dichos organismos hablan de la buena salud de la economía y del crecimiento de la riqueza, hablan en general, es decir, calculando la suma global de ingresos de todos los habitantes de un territorio, tanto ricos como pobres, y posteriormente saca “el promedio”. Con esta fórmula, nos dicen entonces que la riqueza de un país va en aumento, pero se guardan de decirnos que, en realidad, va en aumento solamente para unos, mientras decrece de manera dramática para todos los demás.

El truco es bastante tosco y grosero pero bien vale la pena expresarlo de un modo aún más simple.

Imagínese el lector o lectora que hay 10 personas y a cada una se le dan dos manzanas (también se puede hacer con peras o naranjas). En este caso diremos, con toda justicia que, en promedio, cada persona tiene dos manzanas. Sin embargo, en el sistema actual, lo que sucede en realidad es que de esas 10 personas, 1 sola acapara 19 manzanas, mientras las 9 restantes deben repartirse la manzana que queda. Según los organismos que gobiernan la economía mundial, el “promedio” sigue siendo el mismo, pues si se dividen las 20 manzanas entre las 10 personas (que es la fórmula como se calcula un promedio) el resultado es dos manzanas por persona. Pero en este resultado se nos ha ocultado algo: el hecho de que la distribución de las manzanas ha sido totalmente inequitativa.

Que de diez personas una sola acapare el 95% de los bienes de ese grupo parecería exagerado, pero la realidad es incluso peor: “En Vietnam, el hombre más rico del país gana en un día más que la persona más pobre en diez años” (OXFAM). Comparar días y años es casi tan abstracto como comparar manzanas y naranjas, así que convendría modificar un poco la cita: 10 años son 3.650 días. En nuestro ejemplo de las manzanas, la relación entre el hombre rico y los pobres restantes era 19 a 1; en el caso vietnamita es de 3.650 a 1.

Pero hay más: “En 2015, las diez mayores empresas del mundo obtuvieron una facturación superior a los ingresos públicos de 180 países juntos”. Nuevamente, vale la pena poner en contexto la cifra: reconocidos por la ONU, en el mundo existen 194 países. Así que ahí lo tienen: las 10 mayores empresas del mundo (todas privadas, se entiende) generan más ganancia que el 90% de las naciones del mundo…

Si nos atenemos a las cifras, pues, podemos perfectamente concluir que, en realidad, en el mundo no existe tal cosa como la «pobreza». Lo que sí existe es la desigualdad, es decir, un reparto totalmente inequitativo de la riqueza disponible. Dicho de otro modo, el discurso sobre la pobreza parece un mero sofisma que pretende funcionar como lavado de manos de la ortodoxia liberal al tiempo que encubre un problema mucho más profundo, pues no se trata en absoluto de una cuestión económica (o política) sino ética. Porque es en el terreno ético donde los paradigmas de la economía liberal encuentran su refutación más contundente. Que en un contexto de tantas riquezas y oportunidades (y eso que hemos citado apenas unos pocos ejemplos) sigan existiendo miles de millones de pobres y pobres extremos (recuérdenlo: exactamente la mitad de la población mundial actual) debe servir de prueba suficiente de que vivimos en un mundo totalmente injusto e inequitativo y que nuestros esfuerzos deben estar orientados a combatir dicha inequidad.