25 AÑOS DE CÓNDORES NO ENTIERRAN TODOS LOS DÍAS
Por Lidya Inés Muñoz
Historiadora
“… o una cruz o una lanza, pero era seña indeleble para que nadie ocupara la casa y la ruina entrara para siempre desde fuera”.
Corre el año de 1971; en el sector norte de Pasto, el viento alisio sopla demasiado frío. En Torobajo el olor del río próximo incomoda las horas que pasan muy lentas pero propician el refugio contra el tiempo. La luz es escasa, alguien suelta la memoria y escribe: “Tuluá jamás ha podido darse cuenta de cuándo comenzó todo, y aunque ha tenido durante años la extraña sensación de que su martirio va a terminar por fin mañana…”. Así comienza la historia de la muerte y de la vida en extraño forcejeo, en el lugar del Valle del Cauca, que detrás de la novela retrata fielmente el escenario social y político de Colombia, en los años 50.
En el ejercicio de una lectura inusual de Cóndores no entierran todos los días de Gustavo Álvarez Gardeazábal se encuentra pronto un trato cotidiano con los personajes que surgen a través de sus páginas. Sus nombres y perfiles corresponden a la realidad. Fácilmente el lector puede acercarse a saludar a María Lucía de la Espada, cuyo solo nombre legendario ligado a tesoros secretos sugiere la emoción y el misterio. O encontrarse a Gertrudis Potes y sentir en el ambiente el olor a cebolla condimentada.
En la narración propuesta, el pulso firme del escritor desentraña los móviles secretos del poder oscuro que logra provocar un cambio fatal en una comunidad tranquila. De los tiempos de la coexistencia pacífica (“todavía los liberales colocaban conservadores y los conservadores trabajaban con liberales”) se transitó abruptamente a la persecución y la violencia en medio del terrorismo que desata el nuevo grupo hegemónico que se hace fuerte en las noches, después de las seis, cuando la muerte en Tuluá empezaba su rutina.
En la narración propuesta, el pulso firme del escritor desentraña los móviles secretos del poder oscuro que logra provocar un cambio fatal en una comunidad tranquila. De los tiempos de la coexistencia pacífica se transitó abruptamente a la persecución y la violencia en medio del terrorismo que desata el nuevo grupo hegemónico que se hace fuerte en las noches, después de las seis…
De vendedor de libros y mensajero, León María Lozano pasa a ocupar en la galería el puesto de la venta de quesos. En cuestiones de sus amores con Agripina, “manejó todo el noviazgo como si se tratara de un negocio en el que iría a invertir su único capital”. Posesivo y celoso, era practicante fervoroso de la religión católica, de misal y comunión diaria, fanático hasta el extremo de llevar sobre su cintura cilicios; de ayunos penitentes, latigazos y corona de espinas para aliviarse el asma crónica que lo aquejaba desde tiempo atrás. Hombre de pasiones fuertes, “amaba el partido conservador de una manera tan apasionada que cuando el maestro Valencia se lanzó en disidencia para la campaña presidencial de Olaya Herrera”, se volvió sectario y dejó de saludar a sus amigos liberales.
De héroe primario, en medio de su alienación se transforma en las sombras en el jefe del directorio conservador en Tuluá y es aquí donde el poder lo convierte en El Cóndor, cabecilla de «los pájaros”, asesinos a sueldo. Es entonces cuando empiezan a aparecer “los primeros muertos en las Calles”. Eran los liberales, los señalados. Y se continúa desenredando el ovillo de la historia: “Tuluá no lo sabe porque su memoria se acerca mucho a la de la gallina. Por eso tampoco hoy pueden saber exactamente cuándo comenzó su martirio”.
Por aquella época, la muerte en el Valle andaba en carros azules, sin placas; los “pájaros”, con órdenes precisas, disparaban después de las seis de la tarde y esa era la hora del retiro forzoso a las casas y trancar las puertas, sin alcanzar a trancar el miedo. Luego aumentó el número de los cadáveres con los balazos en la nuca; igual de temidas eran las boletas que se dejaban en los umbrales, escritas con letras góticas, donde los “pájaros” fijaban los plazos a sus oponentes políticos. Después que lograban desocupar la casa, procedían a quemarla o dejaban carteles sin palabras o simplemente cuatro iniciales o “una cruz y una espada, pero que era seña indeleble para que nadie ocupara la casa y la ruina le entrara para siempre desde fuera”.
Por aquella época, la muerte andaba en carros azules, sin placas; los “pájaros”, con órdenes precisas, disparaban después de las seis de la tarde y esa era la hora del retiro forzoso a las casas y trancar las puertas, sin alcanzar a trancar el miedo…
Con la cruz y la espada, la marca de la chusma que llevaba una doble vida, una doble moral, la de ser cristianos practicantes en los oficios religiosos del día y de llevar la guadaña en sus andanzas por la noche, fruto de la intolerancia a las ideas políticas diferentes a las propias.
Se observa con el proceso político vivido en Tuluá cómo el terrorismo siembra marcas y franjas entre los mismos conciudadanos a la par que el poder de los violentos se torna ilimitado. Ya en 1952 León María Lozano era noticia internacional y con él Colombia, “la Tierra de El Cóndor, el jefe de los pájaros”. Ante las evidencias, poco a poco la ciudad va descubriendo una terrible verdad, que los asesinos están entre ellos mismos y que asisten con el mayor cinismo a los entierros de sus víctimas.
León María había pasado de ser un tranquilo vendedor de quesos en la galería a tener un poder omnímodo:
Los sicarios de esos años llevaban la muerte en sus manos y, en los cuellos, escapularios de la Virgen del Carmen. Quienes sembraron tanto miedo a punta de tantas vilezas y “matazón que no tuvo límites ni de tiempo ni de espacio y que llenó de sangre, calles, ríos y sembrados de Colombia”, también sintieron miedo. El Cóndor temía morir en un ataque de asma o de ser asesinado. Por eso, “no podía olvidar las palabras del lego y antes de acostarse se mandaba trancar con doble llave la puerta del portón y le entregaba la llave a Agripina”.
La historia deja flotando en la atmósfera la imagen de Gertrudis Potes, «caminando a medias apoyada en su bastón de plata”, e izando a pleno vuelo una bandera roja. Su actitud está dotada de un rico simbolismo. Ella también había recibido boletas de amenaza, pero en lugar de intimidarla, más bien su reacción fue de denuncia con valor y verdad, porque en ello se jugaba su propia vida: “Las suyas fueron simples letras de imprenta, pero le crearon la primera conciencia a Tuluá de que sería una mujer la única capaz de enfrentárseles a los pájaros de León María, aunque ellos se hacían los sordos y ciegos ante la denuncia”. Gertrudis había perdido el miedo y ese era el mejor comienzo para pretender despejar el ambiente hacia la paz. Esa mujer, la del bastón de plata y las botas de cintas moradas, se convertirá en un hermoso símbolo de libertad y de dignidad humana.
Gertrudis había perdido el miedo y ese era el mejor comienzo para pretender despejar el ambiente hacia la paz. Esa mujer, la del bastón de plata y las botas de cintas moradas, se convertirá en un hermoso símbolo de libertad y de dignidad humana
En las páginas finales se lee:
Torobajo, 1971
PostScriptum
Él se arregla el traje impecable, ordena papeles y libros en el costalillo. Sale apresurado. Detrás de la puerta, en medio de las sombras y el aire frío, sobre el escritorio de madera vieja queda en silencio el cuaderno de notas. Luego toma el bus que lo llevará a la Universidad del Centro. En el auditorio de la Facultad de Derecho, cerca de cien estudiantes estarán atentos a la llegada del Profesor de Literatura, para escucharle hablar sobre la estructura del cuento, la construcción de los personajes y las características del narrador. En cualquier momento la voz de Donaldo Arrieta se hará presente.
San Juan de Pasto, 1997
Gustavo Álvarez Gardeazábal, Cóndores no entierran todos los días, Ediciones Drake, 1972.
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