Por Camilo Parra
Decía Ernesto Laclau que la hegemonía se construye y se constituye principalmente en términos discursivos. Los discursos potencian enormemente la capacidad de los marcos de pensamiento y la manipulación de estos constituye a su vez la «agenda pública» de los medios de comunicación: en última instancia, se trata de determinar sobre qué y cómo se debe opinar. En nuestra maltrecha democracia, estos marcos discursivos han sido el principal escollo para la construcción de un pensamiento propio y crítico en la gente.
En esta sociedad, enmarcada en el sintagma de «sociedad de la información» o «del conocimiento» -a menudo equiparadas- la información se actualiza tan rápidamente y hay tantas novedades -sobre todo en términos tecnológicos- que muchas veces la reflexión sobre estas se torna obsoleta. Adaptados a la masificación de la información por parte de los media, estos avances tienen consecuencias políticas, pues determinan la forma en que se realiza la actividad política al tiempo que esta se vuelve cada vez más mediática. Un ejemplo reconocible son las redes sociales, las cuales ofrecen tantas oportunidades como riesgos y que son, actualmente, el ‘locus’ desde donde se viabilizan (si bien de manera ambigua) las inquietudes políticas de los usuarios; quienes antes eran informados pasan ahora también a informar, cambiando la unidireccionalidad de antaño, todo lo cual ha revolucionado las reglas de juego.
Los medios de comunicación -el lugar donde se crea el poder, como decía Castells-, se habían acostumbrado a tener la exclusividad de informar, de determinar qué y cómo pensar los acontecimientos y qué y cómo opinar; en últimas, de definir ese espectro llamado «opinión pública». En nuestro caso, esa opinión pública ha sido mayormente construida a partir de los sentidos, significados y representaciones de los conflictos que describen distintos momentos de enunciación dentro de una comunidad. Sin embargo, tal como lo ha explicado Bordieu, esa misma opinión no es más que una calculada construcción mediática destinada a legitimar, bajo la forma del consenso, un discurso institucional. Así, dicha opinión se nos presenta como algo acabado, fruto de un consenso democrático, listo para ser develado.
Pero los media también dejan huecos que son aprovechados por los medios “alternativos” y las redes sociales -sin tampoco exagerar su alcance-, los cuales rompen esa simetría del poder y disputan la hegemonía; son estas batallas por configurarse como formadores de cultura (y por lo tanto de identidades) o aparatos ideológicos -y otros tantos significados que hoy se le asigna a los medios- por lo que se hace necesaria su disputa.
Ahora, esa política mediática suele imponerse a través de prácticas sutiles, no siempre visibles. Así, el estado parece estar enfocado en crear nuevos significantes y significados, los cuales llegan a la población a través de la llamada prensa liberal, dotada de un aura de legitimidad. La respuesta a estas prácticas consiste, entre otras, en deconstruir esa opinión pública desde lo emergente y lo residual, desde lo viejo y lo nuevo, desde las fronteras y las desterritorializaciones, desde el ruido y el silencio, desde todo aquello que permita problematizar y disputar los sentidos y significados y, fundamentalmente, las relaciones de poder.
Aquí cabe hacer un paréntesis necesario con respecto a las desventajas de las redes sociales. En La Biblioteca de Babel, dice Jorge Luis Borges, luego de entrever la magnitud de dicha biblioteca:
La primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un poder intacto y secreto. No había problema personal o mundial, cuya elocuente solución no existiera […] A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable…
Haciendo una analogía con el momento actual, podemos decir que por las redes circula un volumen impresionante y esquizofrénico de información, lo que, paradójicamente, ha hecho que la aclamada sociedad de la información sea también una sociedad del exceso y la desinformación.
Volviendo a nuestro tema, según los estudios de Edelman, compañía especializada en marketing comunicacional que mide el nivel de confianza de la gente en sus instituciones, en Colombia la confianza en los medios de comunicación es del 43%, uno de los porcentajes más bajos a nivel mundial. Es una cifra preocupante, ya que si la acción ciudadana depende de la calidad y veracidad de la información disponible y esta se halla monopolizada por medios interesados y parcializados, entonces nos encontramos en un estado de indefensión y desprotección con respecto a las estrategias de creación de matrices del establecimiento o la institucionalidad.
La calidad de una democracia, podemos decir, se mide un poco por la calidad de sus medios de comunicación. La imparcialidad y objetividad tan promulgada por los media se han convertido en realidad en simples recursos retóricos destinados a legitimar y encubrir los verdaderos intereses de los mismos. Los medios, lo sabemos bien, son un actor político más y tiene como meta la consolidación de un discurso, de un “estado de cosas”. Así mismo, quienes a diario consumen las escandalosas portadas de Semana y los titulares plagados de miedo de El Tiempo están, quizá sin saberlo, militando en estos medios. Y como militantes mediáticos edifican sus opiniones a través de los marcos de pensamiento impuestos por ellos. Como afirma Pablo Iglesias, la gente ya no milita en los partidos políticos sino en los medios de comunicación. Así, la pregunta que deberíamos hacernos es: ¿en cuál medio de comunicación militamos?
Otra característica de la política mediática es la exclusión de la emoción. La idea de que la política es y debe ser un discurso y una práctica aséptica y desapasionada, ajena a las emociones y pasiones de los hombres y mujeres, es una falacia destinada a excluir de su campo discursivo a un amplio grupo de actores políticos que se mueven de manera intuitiva y visceral, disruptiva. Sin embargo, subsiste siempre el riesgo de que dichas emociones sean explotadas y direccionadas por ciertos grupos o partidos políticos, expertos en obtener réditos electorales apelando a emociones primarias como el miedo o la esperanza. Ante este riesgo habría que recurrir a la fórmula de Spinoza según la cual “para contrarrestar una emoción, se debe poner a su lado una emoción aún mayor”. Nuestro rol como ciudadanos y ciudadanas será, entonces, llenar la política de emociones fuertes, pero siempre aunadas a la reflexión crítica. Una combinación de emoción, reflexión crítica y acción política directa podría encaminarnos hacia la democracia radical, como la llamaron Laclau y Mouffe.
Si la hegemonía es vista como la construcción de sentidos socialmente válidos o dominantes, el análisis y deconstrucción de los discursos y prácticas comunicacionales son tareas claves en la batalla por la hegemonía. Como decía Lakoff, el reto es “pensar de modo diferente (y) hablar de modo diferente», es decir, revocar los marcos de pensamientos impuestos por la hegemonía mediática y renovar los modos discursivos; en últimas, cambiar los modos por los que se expresa la política y expresamos también nuestras pasiones políticas.