Por David Paredes

En días recientes, cierto sector de la opinión pública en Colombia se ha escandalizado porque Irene Vélez, Ministra de Minas, usó la expresión “decrecimiento económico” en un Congreso Nacional de Minería. Dicen que le falta experiencia, que su declaración fue impertinente, y juzgan su lectura como un error. Pero si en algo se equivoca la ministra es en hacer referencia al decrecimiento como si se tratara de una propuesta o una exigencia, y no como lo que es a todas luces: un proceso cada vez más impostergable, acaso obligado, acaso indispensable, anunciado y estudiado desde hace mucho tiempo.

La expresión “límites del crecimiento” (traducción de Limits to Growth, que algunas personas traducen, en mi opinión, más exactamente como “límites del desarrollo”, para que no se entienda que el tema concierne sólo al crecimiento demográfico) viene siendo pronunciada con inquietante pero tal vez no suficiente reiteración desde los años setenta del siglo anterior, desde que un grupo de intelectuales europeos, tras haberse percatado de lo obvio, le encargara a Donella Meadows la creación del informe que fue resultado de un estudio prospectivo que simulaba el crecimiento demográfico en relación con el crecimiento económico. La conclusión del informe fue que el desarrollo impulsado por el modelo de producción capitalista resultaría insostenible al cabo de cien años. Eso significaba que el modelo llegaría al tope de su evolución, en gran parte porque las condiciones ambientales sufrirían un gran deterioro y porque, en consecuencia, el desequilibrio se tornaría irreparable.

En cierto modo, y sin que fuera el propósito original, el informe terminaba por cuestionar el proyecto de redención que desde hacía una década vendía el gobierno estadounidense. En los años sesenta, John F. Kennedy promocionaba la llamada Alianza para el Progreso como una gran oportunidad que los explotadores del norte concedían a los explotados del sur. Pero esta es historia conocida y vigente: ese discurso, que prometía tiquetes en el tren del desarrollo, servía para justificar la intervención política y militar en los países donde se fermentaban teorías de la liberación, intentos de fortalecer los Estados o variaciones del modelo económico con las cuales se pretendía sustituir las importaciones por una mayor capacidad productiva.

El gobierno y el sector empresarial de los Estados Unidos disfrazaban y disfrazan su interés expansionista con la cacareada preocupación por las libertades, los derechos, las democracias y demás edificios de cartón que ellos mismos, cuando les conviene, aplastan con diplomática artillería.

Así pues, y ya con la perspectiva que tenemos desde este punto de la historia, podemos ver que, ante la pose de redentores de los gobiernos estadounidenses, el informe de Donella Meadows y colaboradores anunciaba que esa promesa de desarrollo era, en realidad, un placebo perecedero, ni siquiera un medicamento, pues cabe recordar que en estas décadas no ha sido posible fortalecer las democracias ni eliminar el analfabetismo; no han sido distribuidos de forma más equitativa los ingresos ni han sido concretadas las reformas agrarias ni nada de lo promocionado por los agentes de la Alianza para el Progreso y el desarrollismo yanqui.

En cambio, el continente registra profundas crisis políticas y humanitarias, con grandes sectores sumidos en la violencia, la miseria y la inequidad, con déficits fiscales como el de Argentina o Colombia, con el deterioro ambiental de la Amazonía… Y no hace falta decir mucho sobre el golpe fatal que la apertura neoliberal dio a los procesos de industrialización de, en mayor o menor grado, todos los países comprendidos entre México y la Patagonia. Cierto es que el nivel de bienestar de una parte de la población puede ser hoy más elevado, pero llevamos años presenciando (sin apenas inmutarnos) la movilización de pueblos enteros, sea para exigir lo básico, para defender la vida o para marcharse de sus territorios de origen a fin de encontrar un alivio en medio del desempleo, el hambre o la falta de tierra cultivable. Dicho de otro modo, hace años estamos constatando los límites del desarrollo, no porque se detuviera el crecimiento, sino porque ese proceso no está ni cerca de ser generalizado y sólo ampara a sectores específicos.

A veces, aquello que se ve como crecimiento tiene su fundamento en verdades parciales. En Colombia, por ejemplo, el año anterior hubo una gran imprecisión. El gobierno nacional se ufanaba de un supuesto gran logro: el crecimiento récord (cifrado en el PIB) por encima del 10%; “es el más alto en nuestra historia republicana”, se atrevió a decir Iván Duque, sin aclarar que la cifra era tan despampanante porque el referente inmediato era el PIB del año 2020, año en el que la emergencia sanitaria produjo un (de)crecimiento de -6.8%. La ilusión del crecimiento constante e ilimitado es un punto de apoyo para los gobiernos que promueven el desarrollo pero que, al final del día, dejan al país en situación de inviabilidad fiscal.

Por otra parte, el hecho de que la ministra Irene Vélez haya mencionado el decrecimiento como si se tratara de algo supeditado a la voluntad de los gobiernos dio pie para que varios analistas pregonaran un sartal de despropósitos. “No tiene sentido que a un país que necesita crecer para salir de la pobreza, como lo es Colombia, se le ocurra formular una teoría del decrecimiento cuando acá no somos un país desarrollado. Eso no tiene ninguna lógica, es destruir la poca industria que hay”, clamó Miguel Contreras en una entrevista para Red+. María Isabel Rueda, columnista de El Tiempo, espetó que la teoría del decrecimiento es una “utopía”.

A estos críticos habría que preguntarles si de verdad creen que la teoría del decrecimiento fue formulada en una rueda de prensa y si de verdad les cabe en la cabeza que el decrecimiento es sólo el desatinado proyecto de los “progres”. Y también habría que recordarles que, hoy en día, el límite del crecimiento es decretado, no por las buenas o las malas intenciones, los caprichos o los golpes de sensatez de los gobiernos, sino por el deterioro de las condiciones políticas y ambientales que resultan de tantos años de no querer verlo. El informe de Meadows estimaba cien años, pero ese plazo parece haberse acortado sustancialmente. 

La semana anterior, dada la crisis que se deriva de factores como una sequía histórica, una guerra que corta relaciones y rutas de comercio o un fenómeno inflacionario que se puede mitigar pero que anuncia una crisis económica, Emmanuel Macron, presidente de Francia, dijo que llegamos al “fin de la abundancia”. Este podría ser visto como el momento en que el presidente de un país “desarrollado” se atrevió casi que a blasfemar en contra de la gran ilusión desarrollista (aunque, desde luego, no en contra del modelo de explotación). Al parecer, en su rol de mandatario, sólo intentaba adelantarse a sus detractores y preparar a la población para una época en la que Francia y otras potencias industriales ya no podrán saquear a los países “en vía de desarrollo”. A eso llama Macron “el fin de la abundancia”.

Me pregunto si los críticos de la ministra Irene Vélez consideran que el presidente de Francia también carece de experiencia o de prudencia, y si Federico Gutiérrez, quien repite la cantinela de que “el gobierno está llevándonos a un salto al vacío sin paracaídas”, juzgará a Macron como un irresponsable que quiere convertir a Europa en una gran Venezuela.


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