Por Jonathan Alexander España Eraso

El escritor argentino César Aira en un ensayo breve titulado «La nueva escritura» propone que, desde finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, la literatura, pensada a través del arte de la novela, absorbía la vida. Balzac («el Napoleón de las letras francesas», según Stefan Zweig) y su legado, condensado en el realismo decimonónico, abismaron a la vez que congelaron la dinámica evolutiva de la ficción para que miles de novelistas siguieran «escribiendo la novela balzaciana durante el siglo XX» y la convirtieran en «el torrente inacabable de novelas pasatistas, de entretenimiento o ideológicas, la commercial fiction».

En nuestros tiempos no hay lugar para una experiencia del riesgo que, al estilo de la literatura del realismo del siglo XIX, se proyecte más allá de lo humano, e incluso se haga más allá de lo que Blanchot nombra como reductores: el Estado, la lengua y la metafísica. La muerte del autor connota el padecimiento del lenguaje y, por qué no, lo inhumano de las artes. Pienso en los escritores que publican un libro por año, en los que no dejan de hacerlo y sobreabundan la espera de la obra, la violentan para dejar de sufrirla.

En un contexto cultural como el nuestro, y más aún tan incipiente a nivel editorial, la literatura nariñense como praxis es un sin horizonte. No se la lleva acabo como instancia ni como mecanismo se establecen sus límites. Es decir, que escapa a los esfuerzos del lector por estacionarse en su espacio, pues la ejecución continua del manuscrito acontece en su representación. Y
surge la imposibilidad de la literatura que es respuesta ante lo que no soporta lenguaje alguno. En ella, los escritores regionales retornan al tiempo (por eso su afán), asumen una personalidad y una parcialidad que se conciben como una metafísica de acuerdos. Y lo que escritores como Aurelio Arturo nos enseñan es que, desde lo vivencial, podemos materializar una personalidad, a la vez que una neutralidad, que deviene universal, una ontología de oposiciones. Morada al Sur es clara muestra de lo que refiero. Un único libro, de coherencia poética pura, pulimentado por el ejercicio de la paciencia durante décadas. Imagino la consagración de Arturo. La llevo tatuada en la imaginación gracias a sus manuscritos. Visualizo su singular destreza hecha una épica huida del sur. Frente a su máquina de escribir, sus manos teclean cada letra, meditan palabras, las calculan; toman lugar en la página. Sigo en silencio, me agoto en su transparencia. La obra perfila las cosas.

De nuevo Aurelio Arturo me revela lo que padecen los versos, cómo se los vive. Su creación es en los límites y en ellos la frecuencia y la intensidad embisten los inicios del libro pergeñado para perdurar respecto a las posibilidades que depara lo escrito. La continuidad del mundo se borra. La escritura yerra. En el cruce de caminos, la condena y la renuncia absuelven en tanto vida y arte se vinculan. Arturo tacha y corrige, corrige y tacha. Balancea lo dicho. La existencia del poema está en su propia depuración. Cada estrofa actualiza el silencio laborioso que la sostiene: exceso y desprendimiento. Lo que se escribe piensa.

Escribo motivado por lo que no dejo de aprender de Aurelio Arturo. Su tiempo se tiende en el ahora. El desplazamiento reflexivo se hace origen en el origen. La literatura nariñense se desarraiga para nombrarse. Entre un momento y otro, entre el aún-no y el todavía-no, no la olvidamos; es ella quien nos olvida. No levantemos la piedra para encontrar al artista, déjemoslo que reconozca la tierra profunda, el peso insondable y la promesa. En efecto, la obra, en su ser único, es la piedra con la que tropezamos. Sólo de esa manera compartimos lo literario, el fondo que nos sostiene como cultura. Escuchemos la melodía del pedernal, la palabra-raíz, que nos hace perder lo que no hemos tenido.

Trazo el camino circular por el que vuelvo al inicio de lo que partí. Estoy frente a la pantalla, a lo increado. Retomo la andanza. Sé que desde Morada al Sur la experiencia de la obra manifiesta el pacto de que ella no sea momentánea ni precaria, sino que cristalice lo que fue en términos de disciplina literaria para que no se tergiverse la famosa frase de Lautréamont («La poesía debe ser hecha por todos, no por uno») y alejar, como lo anuncia
Aira, «esa miseria psicológica que hemos llamado talento, estilo, misión, trabajo, y demás tortura».

Dimensionar el proceso, desentronizando el resultado inmediato, la mera publicación, es ahondar en la capacidad reconstitutiva de la literatura. Así no se fabulará el oficio del escritor (todos pueden escribir, pero no ser escritores) ni la producción de libros; se habitará la literatura, la de este sur, para escribir un solo verso.


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