Por David Paredes

Desde el punto de vista de nuestra especie, lo realmente distinto, lo totalmente otro (a lo que alude la filósofa española Patricia Manrique en su artículo «Hospitalidad e inmunidad virtuosa»), podría ser aquello que no contribuye al sostenimiento de la vida. Hablo de la vida entendida como un sistema conformado por hongos, vegetales, animales, virus, bacterias, minerales y todo aquello que lo hace perdurar en su natural vaivén entre la crisis y el equilibrio. ¿Qué es, entonces, aquello que no contribuye a sostenerlo?

Más de cuatro años después de la pandemia del SARS-CoV-2 (conocido también como “coronavirus”), considero interesante que se haya postulado como casi incuestionable el relato según el cual el virus era lo distinto, “estupidez pura y dura propagándose a través de nuestros cuerpos”, como decía el escritor Juan Cárdenas en una columna de marzo del 2020. Estupidez que no sólo figuraba como una suerte de antagonista de la humanidad, sino también de la lógica de la vida, nada menos que una presencia capaz de propagarse y colonizarnos sin proyecto ni utilidad.

En contraste con los virus, hasta las armas han sido incluidas en el relato del mundo como útiles para preservar la vida. Se les ha dado sentido y legitimidad, como a los plásticos de un solo uso que, desechados, ya colman porciones enormes de ríos, mares, campos y ciudades, y que adquieren sentido gracias a pretensiones (no muy bien justificadas) de higiene, comodidad o falta de opciones. Así pues, cosas como estas, algunas no esenciales para sostener la vida, tienen un sentido elaborado.

La imagen del SARS-CoV-2 (una esfera con púas o cráteres o expansiones cónicas parecidas a cornetas) fue por un tiempo nuestra forma de ilustrar lo no esencial carente de sentido. Me pregunto si tal vez necesitábamos esa imagen para decidir que la amenaza no se parecía en nada a nosotros, que se trataba de un ser aislado, información suelta que existe en función de sí misma pero no en función de lo demás. Y teniendo en cuenta que la humanidad, no sin buenas razones, aún parece estar alineada en bloque a favor de esa idea, nos ha costado ver que, por una parte, los virus son inconmensurablemente abundantes en este planeta y “saltan” de otras especies a los humanos con más frecuencia de la que las comunidades científicas han logrado estimar.

Por otra parte, los virus, como explica un artículo de Douglas Main publicado por National Geographic en 2023, “desempeñan funciones útiles e intrincadas en nuestro organismo y en el medio ambiente”, toda vez que, vistos en el gran plano general de la vida, ayudan a controlar la proliferación excesiva de ciertas especies, contrarrestan infecciones y patrones de reproducción de células cancerígenas, estimulan la evolución al propiciar cambios genéticos en sus huéspedes y hacen parte de la cadena trófica en tanto sirven de alimento para algunas especies de microbios.

Como se puede ver (y aunque nuestra especie ha padecido la existencia y la propagación de unos pocos ejemplares), los virus, como las bacterias, no son del todo ajenos a nuestro ecosistema y a nuestro proyecto de pervivencia. Esto, sin embargo, no es parte del relato que hemos querido ver, menos todavía ahora que una vez más se habla del H5N1 como la nueva aproximación de algo contrario a la vida (llevamos casi tres décadas recibiendo de tanto en tanto alguna noticia de este virus, ya porque afectó a cientos de millones de aves, ya porque saltó a mamíferos marinos, alpacas, gatos, vacas y a un número no alarmante de humanos). Por esto, desempolvamos el relato: volvemos a hablar de protocolos de vigilancia, desafíos institucionales, batallas contra el agente infeccioso, medidas de bioseguridad y posibles vacunas.

Pero quizás hemos hablado muy poco sobre cuánto necesitamos la imagen del virus para, con un impulso más bien inconsciente, proyectar colectivamente sobre otro ser algo que nos cuesta ver en nuestra especie. Porque es más fácil reproducir la parte del relato según la cual la vida se ve amenazada por esa información suelta, repentina, carente de sentido y furtivamente entrometida en la intimidad de nuestras células.

Los virus son enemigos ideales. Enemigos mudos, imputables sin lugar a réplica. Hay algunos cuya información genómica, una vez transcrita sobre la cadena de ADN de la célula, produce la destrucción de la misma. Hay otros, en cambio, que se instalan en el núcleo y se quedan, de modo que la célula, al reproducirse por su tendencia a la vida y a la propagación, propicia, al mismo tiempo, la reproducción y la propagación del huésped. En general, los virus empalman perfectamente con la fantasía humana del exterminio o la invasión provenientes de un agente externo.

La parte indeseada del relato evoca nuestra responsabilidad ante una serie de fenómenos tan aciagos como cotidianos: deforestación, ampliación de la frontera agrícola, abuso de agrotóxicos, contaminación (que, según un informe reciente de la ONU, causa la muerte de al menos ocho millones de personas anualmente), incendios deliberados, desequilibrio ecosistémico, entre otros de los llamados “riesgos antrópicos”. Problemáticas como estas han llegado a parecer menores y han quedado ocultas bajo los rezagos de una visión ingenua, una especie de escepticismo trumpista-bolsonarista que ha querido convertirse en relato hegemónico y campea todavía por calles y capitolios a conveniencia del sector empresarial de cada país. Esta visión no hace más que reforzar una imagen idealizada: el ser humano, en su actitud, digamos, más occidental, y por derecho natural, pretende asegurar su vida y su prosperidad con la explotación desmesurada de recursos y especies.

Tenemos, pues, dos imágenes idealizadas al tiempo que cuestionables: la del virus homicida que supuestamente aparece por hechos extraordinarios (como una sopa de pangolín o un plan perverso orquestado en un laboratorio) y la de la humanidad, especie noble, homogénea y emprendedora que, con ánimo benevolente, pontifica su propia vida y defiende cualquier desmesura en el proceso de sobrevivir. Luego, lo que tal vez no hemos querido ver es que ambas imágenes comparten rasgos que suelen ser atribuidos sólo a la primera.

Ante el gran sistema de vida, la imagen idealizada de nuestra especie podría ser información que se entromete en el corazón de la selva y pretende pervivir como entidad aislada, necedad, estupidez pura y dura operando en detrimento del organismo que la alberga. Por esa vía de la batalla contra los entornos y los seres vivos que los pueblan, la humanidad se arriesga a la desconexión individualista. Roberto Esposito advertía que la experiencia de la inmunidad habría de incidir negativamente sobre la responsabilidad conjunta de hacer de este mundo un lugar habitable (¿para todas las especies?). En ese sentido, la inmunidad aparece como el camino que nos lleva en dirección opuesta a la comunidad.

La desconexión aparece, entonces, con respecto al entorno, pero también con respecto al propio cuerpo, pues lo que prima es la imagen ideal, imputrescible, inclaudicable. Esa imagen desmaterializada, información suelta que intenta promoverse a sí misma, es, al final de cuentas, virulenta, un agente que interviene en el modo espontáneo de funcionamiento ecosistémico, un artefacto que se propaga y tiende a convertirse en aquel régimen poco visible pero omnipresente que Suely Rolnik denomina «régimen antropo-falo-ego-logo-céntrico». Régimen neoliberal, también podríamos decir. Cuando te enteras, ya está dentro de tu cuerpo, en un estrato crucial de la intimidad. Cuando lo notas, ya su genoma se ha unido al tuyo y lo estás reproduciendo en el intento de sostener la vida. Es lo totalmente distinto que ha permeado nuestras fronteras y lleva años utilizándonos para propagarse y permanecer.


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