Por David Paredes

Al principio, ponemos la banderita en nuestra foto de perfil y compartimos publicaciones que expresen bien nuestra indignación. Tenemos disposición para analizar, debatir o renegar durante el tiempo que dure la injusticia. Decimos que no podemos callar ni mirar hacia otro lado. Pero sí podemos.

A pesar del revuelo, no tardamos mucho en volver a asuntos tan próximos y urgentes como la corrupción local o nuestras propias guerras, las nuevas y las que también en su momento nos provocaron una indignación que parecía inagotable. Somos flexibles. Celebramos algo mientras, en un país que quizás nos parece lejano, una muchacha retira esquirlas del cuerpo de su padre, como si en medio del trance luctuoso quisiera entender por qué los humanos morimos, por qué unos provocan la muerte de otros, por qué precisamente la de ese hombre… Y mientras ella improvisa el ritual de despedida, los señores que planearon el bombardeo también celebran algo, y lo mismo hacen quienes crearon la bomba y quienes trabajan en el comercio de armas. Celebran un cumpleaños o un gol.

La periodista y fotógrafa Martha Ortiz formuló la siguiente pregunta para intitular una de sus columnas más recientes: ¿Tiene derecho el ciudadano a ignorar a su país? En el desarrollo del texto, la autora se permite poner sobre la mesa la distinción entre un “dolor icónico” (más cercano a la indignación pasajera y descomprometida) y un “dolor real” (que supone una experiencia de compromiso con la transformación de las circunstancias que produjeron el dolor), para luego concluir que “el dolor y lo injusto no pueden ser temas de moda”. Finalmente, responde a la pregunta del título con un no.

Pero, más allá de si tenemos o no el derecho de ignorar la realidad, lo que queda sugerido es que lo hacemos muy a menudo, tanto que, a fuerza de una y otra vez atestiguar la crueldad y una y otra vez seguir con lo que estábamos haciendo, hasta se podría decir que la indolencia y la propensión a la distracción nos definen. Es más: cuando nos quedamos de algún modo anclados en episodios o situaciones, cuando no logramos perpetrar el acto espontáneo de pasar la página, experimentamos quebrantos de salud (pensamientos intrusivos, estrés postraumático, depresión), razón por la cual quizá haya que admitir que lo sano y lo sostenible comportan una dosis de indolencia y distracción en la vida cotidiana.

La otra cara de esta distracción aparentemente saludable es lo conveniente que la misma resulta para los actores políticos que, luego de planear invasiones, ordenar masacres, sostener conflictos armados o promover la devastación ambiental, se arrellanan en sus sillas ministeriales y simplemente esperan a que la fiera indignación de los testigos se disuelva en la suma de días y acontecimientos. El olvido es su garantía, su atmósfera respirable.

Sin embargo, algunas personas saben sostener los puños y los dientes apretados. Ponen el dolor en un lugar insoslayable, y junto a él, las preguntas, los asuntos inconclusos. Navegan por el tiempo en contra de, primero, su propia tendencia a olvidar, a disimular y a distraerse, y, luego, en contra del vertiginoso «trending topic» general. Obreras de la memoria, estas personas sostienen la mano del invisible y se niegan a cerrar los ojos ante la deforestación, la contaminación, las masacres o los genocidios. Se niegan, en definitiva, a cerrar los ojos ante su propia conmoción.

Ejemplo de lo anterior son aquellas personas reconocidas en Colombia como líderes y lideresas sociales/ambientales, así como las activistas de diversa índole, las defensoras de derechos y, entre otras, las personas que sostienen los pilares de las casas de la memoria. Y lo es también, de forma particular, un senador como Iván Cepeda, caso que resulta paradigmático no sólo porque representa a víctimas del conflicto armado, sino porque, al desempeñarse como funcionario público que ha trabajado para desempolvar verdades que el tiempo y las élites han querido ocultar, parece haber encontrado un camino para poner su propio dolor al servicio de la vida. 

En la medida en que la violencia de Estado le ha causado perjuicios irreparables, Cepeda representa, entre otras muchas cosas, la espera, la frustración, el desconcierto, la persistencia, la rabia de millones de personas que sufrieron o se condolieron por infamias como el asesinato masivo que el paramilitarismo, en sombría colaboración con las Fuerzas Armadas, perpetró en contra de integrantes del partido político Unión Patriótica. Y después de años de mordaza, postergaciones judiciales y cortinas de humo diseñadas por las empresas de comunicación (algunas de las cuales son propiedad de grupos económicos implicados en la financiación de grupos paramilitares), después de años de calumnias, de insultos y de acusaciones falsas como la que le hiciera Álvaro Uribe (la misma que fue desestimada y archivada de tajo por la Corte Suprema de Justicia), hoy Cepeda representa también la esperanza de justicia y verdad.

Hace poco, la Fiscalía decidió llamar a juicio a Álvaro Uribe Vélez. Aunque cabe la posibilidad de que el caso prescriba en octubre de 2025 y que, por consiguiente, la justicia se extravíe una vez más en los laberintos de la burocracia, la paciencia de Iván Cepeda ha puesto a buena parte del país a hablar nuevamente sobre la fundación del paramilitarismo y la llamada «parapolítica», los responsables, los ocultamientos de las anteriores fiscalías, Juan Guillermo Monsalve, el Bloque Metro de las Autodefensas, etcétera.

Eso implica ya una ganancia para la memoria. Y no hemos tenido que ver a Cepeda calumniando ni comprando testigos ni viciando material probatorio. Ha sido víctima de persecución e interceptaciones ilegales, pero no hemos oído su voz amenazando a contradictores o lamentando la acción de la justicia. No ha sido representado por “abogánsters”. Es comprensible el dolor que bien se puede adivinar en su tono melancólico, pero ha sabido abstenerse de reaccionar violentamente o por simple afán de retaliación. Ha sabido diferenciarse de sus detractores y, proponiendo pactos sociales que a un gran segmento de la nación le cuesta digerir, ha encontrado el camino para obrar en función de valores como la justicia, la equidad y el esclarecimiento de la verdad, valores que contribuyen a que los territorios sean más habitables incluso para quienes lo injurian por sus investigaciones o por su participación en procesos de paz. 

Como pocas personas, Cepeda ha creído en las posibilidades de lo colectivo y de lo institucional. Lo ha hecho mientras nos demuestra que quien se dispone a recordar (y más si lo hace en el corazón de la flamante tierra del olvido), tiene que hacerlo a contracorriente.

El empeño de cada persona dedicada a trabajar en favor de la memoria y la verdad supone constantemente una mirada hacia el pasado, pero es semilla, obra invaluable y coherente con la invitación tantas veces proferida por Pepe Mujica: “transformen la bronca en esperanza, carajo”. Por esto, por mantener encendida la fogata cuando los demás ya nos hemos ido a dormir, por regalarnos la esperanza de que las tristes historias del conflicto se repitan cada vez menos y las instituciones sociales recuperen, por qué no, algo de valor y credibilidad, este país les debe un reconocimiento especial y, sobre todo, las garantías mínimas para su pervivencia y la de su legado.

Fotografía: Carmela María – Itv (Tomada de Flicker)


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